Opinión
Una agenda verde también para internet

Al igual que la actividad humana produce consecuencias en los ecosistemas naturales que repercuten en los individuos, la lucha por recursos limitados en el medio digital genera también una amenaza que el usuario percibe como afectando su identidad.
Bosque Irati 3
La Selva de Irati es uno de los mayores y mejor conservados bosques de hayas y abetos de toda Europa. David F. Sabadell

Doctor en Filosofía y escritor. Su último libro es El intelectual plebeyo. Vocación y resistencia del pensar alegre (Taugenit, 2021)

Profesor titular en la Universidad de Swansea, autor de 'El sujeto difuso: análisis de la socialidad en el discurso literario' (CSIC, 2015).

22 sep 2021 06:00

Ciertos entornos digitales, particularmente las redes sociales y las secciones de comentarios de muchos medios, se han convertido en espacios repletos de contenidos que, no por casualidad, denominamos basura. No se trata únicamente de material inservible. De hecho, es frecuente referirse a ellos como espacios de una gran toxicidad. Unas pocas intervenciones en el momento preciso son capaces de contaminar todo debate e impedir su desarrollo o reproducción. La polución digital no sólo es la enorme cantidad de CO2 generado por el tráfico en la red, sino que además cabe una interpretación relativa al propio medio y sus efectos sociales y comunicativos.

Cuando hablamos de lo virtual como un medio o conjunto de medios, el énfasis recae en su carácter de vínculo y, sobre todo, de instrumento. Pero, amén de herramienta al servicio de necesidades específicas del usuario, desempeña un papel fundamental en las relaciones sociales que se llevan a cabo en él. A su vez, se da un proceso de retroalimentación entre medio y usuarios con potencial de mutua transformación. La perspectiva ecológica que planteamos propone tratarlo como un ambiente en el que —pero sobre todo gracias al que— concurren prácticas sociales que los participantes consideran valiosas. A partir de ahí, nos preguntamos acerca de la necesidad de protección de estos espacios y de qué modo podría llevarse a cabo sin conculcar derechos fundamentales como la libertad de expresión.

Por desgracia, lo conocemos muy bien en el caso de los ecosistemas naturales y empezamos a verlo en los digitales: la lógica capitalista de extracción rápida del mayor beneficio posible en el plazo más corto tiene consecuencias fatales en los entornos y en la vida de los sujetos que los habitan. La evidencia de lo primero, mal que bien, ha derivado en que los poderes públicos necesiten poner límites a la llamada libertad de mercado. A juzgar por las consecuencias sociales, políticas y psicológicas de la polución digital, parece que no faltan razones para pensar seriamente la pertinencia de hacer lo propio en internet y plantear medidas que protejan tanto al medio como a quienes estamos en él. Conscientes de que toda analogía es por definición limitada, nos interesa aquí explorar su potencial explicativo. No se trata de un recurso retórico más, sino que, desde distintas ramas del saber y con diversos desarrollos, este paralelismo se viene mostrando productivo en el debate sobre las recientes tecnologías digitales.

Es comprensible que entornos como las redes sociales demasiado a menudo se nos vuelvan irrespirables, donde para muchas personas se hace imposible habitar en ellos y acaban abandonándolos, convencidas de su esterilidad

La huella ecológica digital y la competencia

Frente a la predominancia de lo que podríamos denominar “sesgo aritmético”, la experiencia del espacio virtual no es infinita. Que las posibilidades matemáticas de su expansión lo sean, de ninguna manera debe confundirse con las capacidades humanas para conocerlo, recorrerlo o habitarlo. Así, mientras que los procesos de digitalización y crecimiento de la red multiplican segundo a segundo su contenido, nuestras facultades siguen siendo básicamente las mismas, con lo que nuestra presencia en el espacio virtual pierde peso específico y las probabilidades de ser percibidos se reducen significativamente. Esta inconmensurabilidad del espacio virtual bien puede conducir a la errónea impresión de que nuestro impacto residual es imperceptible. De hecho, nuestra presencia y el modo en que intervenimos en el ecosistema virtual tiene consecuencias tangibles. La huella ecológica refleja los efectos en el espacio y en las formas de comunicación, no siempre compatibles con su propia continuidad o la de las funciones que venían a justificar su existencia.

Al igual que la actividad humana produce consecuencias en los ecosistemas naturales que repercuten en los individuos, la lucha por recursos limitados en el medio digital genera también una amenaza que el usuario percibe como afectando su identidad. Es comprensible, pues, que estos entornos, en especial las redes sociales, demasiado a menudo se nos vuelvan irrespirables. No en vano, para muchas personas se hace imposible habitar en ellos y acaban abandonándolos, convencidas de su esterilidad.

En ecología, principio de exclusión competitiva señala la imposibilidad de que dos especies en un mismo hábitat compitan por el mismo recurso simultáneamente sin que esto desemboque en un conflicto por el dominio. Y el principio de escasez, que parece ser ajeno al maremágnum de internet, se da de bruces con la atención limitada de los usuarios, lo que lo convierte en un bien escaso con valor de mercado.

El imperativo de rentabilidad comercial que mueve la mayor parte de las redes sociales se apoya en el complejo de estrategias y herramientas virtuales encaminadas a mantener a los usuarios conectados el máximo tiempo posible mediante estímulos

La atención: ese recurso escaso

El imperativo de rentabilidad comercial que mueve la mayor parte de las redes sociales se apoya en el complejo de estrategias y herramientas virtuales encaminadas a mantener a los usuarios conectados el máximo tiempo posible mediante estímulos que capten su atención. A mayor tráfico y actividad, mayores ingresos. Según el dogma neoliberal, el sistema se articula a través de la competencia. Pero ésta proporciona una forma de adaptación tan congruente como injusta e insostenible a largo plazo. A lo que hay añadir que la competencia es más una disposición a la acción que nos dé ventaja sobre el resto que la condición real que ordena la vida social, habida cuenta de la desigualdad de partida en la que tiene lugar. Se entiende entonces la relación de funcionalidad entre fenómenos como la hiperactividad, la polución digital y la toxicidad de las redes y la economía de la atención. No en vano, lo que podríamos denominar amenazas ecológicas al medio digital reproducen comportamientos de explotación intensiva y extractivista de los recursos, incluida la atención de los demás. Patrón y explotador de nosotros mismos, los sujetos-usuarios reclamamos atención para poder subsistir, a veces, pero no necesariamente, con la promesa de un rédito económico. Según el esquema descrito, debemos tratar de destacarnos frente a la multiplicidad de elementos que rivalizan por esta atención que precisamos y que nos confiere una entidad social reconocible por los demás, o sea, una identidad.

De la misma forma en que somos conscientes de la urgencia de medidas que protejan los ecosistemas naturales, quizá haya llegado el momento de plantear abiertamente la intervención pública en ciertos espacios digitales

Nuestra actividad como usuarios contamina el medio y los medios se alimentan de esta contaminación y la capitalizan. Tal circulación es subsidiaria de la propia lógica de maximización del beneficio de toda instancia vital. Así, muchos comportamientos de los usuarios con frecuencia reproducen sus mismas dinámicas y valores sin que, por lo demás, derive de ello ningún beneficio económico para éstos. Aunque sí sus costes. La explotación intensiva de la atención, entonces, redunda en la mercantizalización de la polución y, como sucede con los recursos naturales, en la corrupción y degradación de los ecosistemas.

De la misma forma en que somos conscientes de la urgencia de medidas que protejan los ecosistemas naturales, quizá haya llegado el momento de plantear abiertamente la intervención pública en ciertos espacios digitales. A estas alturas, sabemos que las alternativas individuales no son suficientes: desde el punto de vista sistémico, no basta con comportamientos particulares respetuosos y considerados, o con abandonar las redes. Por otro lado, frente a la legítima preocupación acerca de la libertad de expresión, las medidas políticas de preservación del ecosistema digital no deberían afectar al contenido, sino ocuparse de garantizar la salud del medio y su capacidad para albergar y reproducir nuevas relaciones. Luchar contra los oligopolios tecnológicos, garantizar un acceso democrático seguro a los medios digitales, promover la neutralidad de la red, poner coto a la explotación comercial de los datos y la mercantilización de la atención, entre otros posibles ejemplos, son medidas imprescindibles en esta dirección. Se trataría de romper ese círculo infernal que estimula la polución y hace de la intoxicación una fuente de enormes beneficios y, aunque no tan visibles, costes no menores.

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