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Música
Acabar con la música para siempre
Aquella mañana de finales de marzo de 1970 la sociedad japonesa se despertó en medio de una fuerte conmoción. Nueve miembros de la Facción Japonesa del Ejército Rojo habían secuestrado un avión en el que viajaban 129 pasajeros. Parecía difícil que aquello acabase bien. Los secuestradores habían irrumpido en la cabina armados con katanas y gritando “¡Somos Ashita no Joe!”, un personaje de manga que seguramente muchos pasajeros —algunos estadounidenses— ni siquiera conocían. Además, entre sus demandas estaba viajar a Cuba, pero un vuelo nacional como aquel no tenía tanto combustible, así que no habían tenido más remedio que aterrizar en Fukuoka. Después de tres días de negociaciones agónicas con el avión en la pista de aterrizaje y cuando todos esperaban que las presiones de la CIA provocasen una masacre, se llegó al acuerdo de que el avión volase a Corea del Norte a cambio de liberar a una parte de los rehenes. Después de una parada accidentada en Corea del Sur, donde liberaron al resto, llegaron a su destino y fueron recibidos como héroes por las autoridades norcoreanas, que los condecoraron y les dieron asilo político.
Los miembros de Les Razilles Denudés se veían a sí mismos como revolucionarios y estaban decididos a que su música contribuyese al derrocamiento del orden establecido
Durante los tres días de secuestro, la información oficial había llegado con cuentagotas, pero los rumores se habían extendido por todo Tokio. Se decía que uno de los secuestradores era Moriaki Wakabayashi, bajista de una de las bandas más conocidas del extraño y oscuro underground japonés del momento, Les Razilles Denudés. Wakabayashi nunca regresó a Japón y la banda se desintegró marcada por el estigma social y la presión policial, pero dejaba tras de sí un legado tan vanguardista como desconcertante. Sus miembros se veían a sí mismos como revolucionarios y estaban decididos a que su música contribuyese al derrocamiento del orden establecido. Pero no se conformaban con que sus letras llamaran a la revolución o simpatizaran con los movimientos de resistencia: eso ya lo hacían muchos grupos. Lo habían hecho hasta los Rolling Stones, que por lo general no se preocupaban por nada más que por sí mismos. No, ellos querían un asalto total a la cultura, destrozar la música, acabar con la industria discográfica, destruir para siempre las ideas existentes sobre lo que debía ser una canción.
Estuvieron a punto de conseguirlo: tocaron en la calle, se negaron a grabar discos, sus temas disonantes y extraños de más de 20 minutos de duración provocaron éxtasis entre sus seguidores y contribuyeron a una escena musical que sacudió a la sociedad japonesa y que, como señala Julian Cope en su libro Japrocksampler (Contra, 2021), fue “el periodo musical más intensamente fértil que ha conocido Japón”. Muchos de estos seguidores eran futen, jóvenes que se negaban a integrarse en el mercado laboral y a reproducir los valores de la generación de sus padres y que tomaban su nombre de un manga underground enormemente popular. Cuando el movimiento creció y los futen comenzaron a concentrarse en el barrio de Shinjoku de Tokio, donde malvivían a base de mendicidad y trabajos ocasionales, las autoridades decidieron realojarlos en un campamento del ejército estadounidense que había quedado en desuso tras la guerra. Aquello sirvió para alejar a una parte de ellos de las calles de Tokio, como querían las autoridades, pero tuvo un efecto inesperado: el campamento se convirtió en una auténtica comuna que atrajo a muchos más jóvenes y que extendió al movimiento a otras ciudades del país.
En aquel ambiente surgieron muchas más bandas, como Dr. Aciden Seven, la Guerrilla Folk y Maru Sankaku Shikaku, todas con planteamientos muy parecidos a los de Les Razilles: grabaciones caseras, conciertos en la calle y en locales clandestinos, distorsiones y disonancias, letras llenas de rabia y llamamientos a la destrucción del orden existente. Cuando todo aquello no bastó, cuando Moriaki Wakabayashi se dio cuenta de que eso no iba a ser suficiente, decidió llevar el conflicto a las televisiones de todo el país con el secuestro de un avión. Al fin y al cabo, era una forma de seguir los dictados de Engels, que un siglo antes había escrito que solo los bárbaros son capaces de rejuvenecer una civilización moribunda.