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‘Chemsex’, cuando la droga no solo es evasión sino una salida al rechazo para la comunidad LGTB
Cuando Óscar B. aterrizó en 2007 en Barcelona sucumbió a las drogas. Entre noches de humo y fiesta, encontró en el chemsex —consumo intencional de drogas para tener sexo— un “refugio perfecto”, una “válvula de escape” donde se hinchaba de una seguridad que rara vez sentía y, tras horas de preocupaciones que habían martilleado cualquier ápice de ánimo, por fin “la cabeza descansaba”. “Era el paraíso”, reconoce a El Salto sentado en las inmediaciones de la plaza Tetuán de Barcelona.
Dos de los detonantes del consumo de Óscar, de 38 años, fueron la soledad con la que la ciudad suele recibir a los recién llegados y el sentimiento de “ser poca cosa”, “de no pintar nada”, que siempre le había acompañado. Una autopercepción que germinó en el Santiago de Compostela de alrededor de comienzos del siglo XXI, donde no podía ser ni mostrar quién era y no le quedaba otra que convivir con las sombras que deja la heteronormatividad a su paso. “Vivía a espaldas de mis padres, muy franquistas. Sabían quién era, pero yo no les contaba nada. Mis amigos o familiares se casaban y yo no”. Cuando ya vivía en Barcelona, llegó un punto en el que no podía aguantar preguntas como “¿y tú para cuándo?”. Acabó llevándose un gramo de coca a la boda de su hermano.
Una cuesta de pedregales
Según los 2.067 usuarios atendidos entre 2015 y 2019 por Stop Sida, entidad que ofrece apoyo para salir del chemsex o vivir el consumo o la sexualidad de otra forma, 28 años es la edad media en la que se dan los primeros pasos en el chemsex y una de cada tres personas tiene más de 40. Una realidad que va en aumento: mientras en 2017 Stop Sida realizó 405 atenciones psicológicas, en 2018 ya eran 630 y 808 en 2019. A pesar de estas cifras y de que de que en otoño de 2017 los ayuntamientos de Barcelona o Madrid comenzaron a abordar el chemsex como un problema de salud pública, no ha sido hasta junio de 2020 que el Ministerio de Sanidad ha publicado el primer documento técnico sobre ello.
Una persona LGTB pasa por lo que técnicamente se llama “estrés de comunidad” por el simple hecho de ser parte de una sociedad que “de entrada no admite la diversidad”, indica a El Salto Rodrigo Araneda, presidente de la asociación LGTB ACATHI
Una persona LGTB pasa por lo que técnicamente se llama “estrés de comunidad” por el simple hecho de ser parte de una sociedad que “de entrada no admite la diversidad”, indica a El Salto Rodrigo Araneda, presidente de la asociación LGTB ACATHI. Si al estrés comunitario se le agrega el estrés personal, que podría traducirse en crecer en un entorno homófobo o poco inclusivo, “el estrés se acumula, la necesidad de liberar presión es mayor, y esto puede desencadenar autolesiones, intentos de suicidio o consumo”, apunta Araneda sobre una realidad que desde los servicios públicos de drogodependencia no se trata con suficiente perspectiva LGTB.
“Hay estrategia de reducción de riesgos —pruebas ITS o distribución de jeringuillas—, pero no suficiente soporte comunitario —grupos de apoyo dentro de la comunidad—. Esta vertiente suele surgir de la necessidad de las personas: iniciativas civiles o grupos concienciados, como Stop Sida”, añade Araneda.
“¡MARICÓN!”
Bocas escupiendo “¡maricón!” es una de las cosas que más ha marcado la vida de Ara V., diagnosticada de Trastorno del Espectro Autista (TEA). Desde el otro lado del teléfono, recuerda a El Salto que en el pueblo sevillano donde creció fue señalada como “diferente” por pasar del fútbol para recoger flores. En la adolescencia trató de encajar en los estereotipos de género, pero “a principios de los 2000 era incompatible ser aceptada con tener el pelo largo y la voz grave”.
Hoy, con 31 años, aún aguanta dardos de su abuela y su madre como “así no vas a encontrar trabajo” o que desconocidos le hagan fotos y lancen agravios por la calle. “Como tengo el pelo rizado, barba y llevo pendientes se creen con derecho a decir de todo”, cuenta con una voz que denota el peso de no haberse sentido suficiente durante mucho tiempo. “A veces no soy de capaz de explicar todo el bullying que he sufrido y hay cosas de las que solo hablo con MDMA”.
SILENCIO
Tras años de rechazo, para Ara fue inevitable pensar que todo en ella estaba mal. También en las personas que consideraba que eran como ella. Las drogas jugaron un papel crucial cuando comenzaron a socavar ese sentimiento: “Pude silenciar el rechazo que me habían sembrado dentro, aceptar mi feminidad, mi cuerpo y mi identidad: soy transfemenina”. Entonces, no solo fue capaz de “dominar el autismo” sin que este la dominara, también se percató de que no debía aspirar a ser “el maricón medio con pareja y un buen trabajo para ser de provecho”. Ella ya no quería vivir día sin ser ella.
Bajo los efectos de las drogas, Óscar se atrevía con todo. Se sentía querido: era como surfear la cresta más alta de una ola. Pero casi todo lo que sube baja, y él bajó “por completo al infierno” cuando sus relaciones emocionales y sexuales ya no podían darse sin drogas: de lo contrario no habría nada a lo que culpar “si algo salía mal”. También podía estar tres días sin aparecer por casa o sin hablar con sus amigos. El aislamiento era el mejor método para evitar preguntas sobre el fin de semana capaces de delatarle.
PERSPECTIVA LGTB
En 2018 Óscar vio que no había más salida que parar, aunque para ello tuviera que romper con todo: borró las apps para conocer gente, dejó de ver a sus amigos y, en julio de 2019, llamó a las puertas de Stop Sida. “Antes había ido a un Centro de Atención Primaria (CAP), pero me sentía incómodo, me costaba expresarme. En Stop Sida sabían de qué estaba hablando: no me estaban juzgando”.
Además de crear un ambiente seguro, el cogerente de Stop Sida, Luis Villegas, cuenta a El Salto que la importancia de su terapia radica en valorar los factores de vulnerabilidad que pueden darse en el colectivo LGTB: ¿Cómo ha encajado el usuario su identidad sexual? ¿Relaciona el tener más sexo con tener más hombría? ¿Qué influencia tiene su grupo de referencia —sustito de la familia—? ¿Ha vivido un proceso migratorio? ¿Arrastra estigma o discriminación asociados al VIH? y más preguntas que tratan de ofrecer el servicio adecuado a personas que encontraron una evasión entre el sexo y los estupefacientes.
VOLVER A EMPEZAR
Otro punto clave de la terapia es la meta. Villegas sostiene que, mientras en los servicios públicos se suele marcar el objetivo de únicamente dejar las drogas, algo que junto con la escasez de herramientas para reconstruirse ha propiciado que “algunos tuvieran recaídas”, en Stop Sida son los usuarios quienes deciden hasta dónde quieren llegar.
“Establecen si prefieren dejar de consumir, gestionar el consumo o conocer su sexualidad sin drogas. Si nos centramos solo en el consumo, hay casos en los que dejarlo ha significado también aparcar el sexo”, insiste Villegas al hablar de un tipo de terapia que, ahora, ofrecen junto a la unidad de VIH de l’Hospital Clínic de Barcelona o el Centre de Salut Internacional i Malalties Transmissibles Drassanes, que realizan tests de ITS u ofrecen ayuda psiquiátrica.
Después de más de un año de terapia en Stop Sida, Óscar asegura que se siente más receptivo a la gente: “Antes no podía hacer lo que estoy haciendo ahora: hablar así con alguien que acabo de conocer. También he podido tener sexo sin drogas, pero a veces me cuesta. En esta ciudad es difícil”. Una realidad que cada día trata de superar alejándose todo lo que puede del chemsex y dando lo mejor de sí en el voluntariado de Stop Sida, donde acompaña a otros usuarios conversando sobre su situación o haciendo salidas grupales. Les ofrecen una red de apoyo, razones para “cumplir con sus compromisos” y, sobre todo, seguir luchando. Para Óscar, ayudar a personas que atraviesan el desierto en el que se convirtió su vida durante un tiempo “es la hostia”.