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LGTBIAQ+
La primera generación LGTB que se hace mayor fuera del armario se enfrenta al miedo del armario de las residencias
De a poquito le fue quitando a escondidas dinero a su madre, hasta que las monedas le llenaron el puño y marchó a Madrid para no volver. En el pueblo, “¡el del Crimen de Cuenca!”, ni el cura le daba la comunión, recuerda Jose María Chicote. Y a los 17 años flaquito y solo en el mundo llegó a la capital “como en las películas de Alfredo Landa”, sonríe. Trabajó de botones, en una tienda de electrodomésticos en la misma calle donde mataron a Carrero Blanco, en supermercados… hasta que conoció a Manolo, serio y discreto, montaron una floristería y vivieron felices en Estrecho.
“No me entra, y me voy a morir sin entrarme. No he matado, no he robado, no he hecho nada malo y mira que he pasado hasta hambre. No concibo que por ser maricón mi vida haya sido tan mala”. “Maricón, con acento en la ‘o’”, repite. Jose María tiene 73 años y hace uno que de Manolo no le queda más que una foto de carnet en la pared. Pasó la pandemia solo y en marzo entró a vivir con otras dos personas mayores a un piso tutelado de la Fundación 26 de Diciembre en Madrid. La organización espera poder abrir durante este año la primera residencia para mayores LGTBI de España, que será la primera en el mundo financiada con dinero público.
Muchas personas mayores LGTBI arrastran décadas de precariedad y silencio. Al rechazo familiar se suma una vida de aislamiento, de construcción a oscuras de una identidad oprimida por medio siglo de leyes como la de Vagos y Maleantes, promulgada en el bienio negro de la República y modificada por la dictadura en el 70 por la de Peligrosidad Social. Armarios tan profundos dañan a los miembros de un colectivo que no podía más que existir en la marginalidad: si se mostraban al mundo tal como eran estaban abocados a trabajos precarios y a una salud precaria. Precaria vejez.
Paulina Blanco Muñoz tiene 71 años: “Nos han impuesto el silencio y la doble vida. Nosotras, que hemos sufrido la represión del franquismo, hemos aprendido a reprimir las muestras de afecto”
La voz de Paulina Blanco Muñoz —insiste en que figure su segundo apellido— guarda el eco de la tiza en la pizarra. “Me enamoré en el 72, me casé en 2005 con la Ley de Matrimonio Homosexual, estamos en 2021 y sigo reclamando ser quien soy”, cuenta esta extremeña afincada en Barcelona, de 71 años. Conoció a Encarnita en un pueblo diminuto de Cáceres al que fue destinada: “Eran tantas las ganas de estar juntas… La vida que hemos tenido no es la que habríamos querido. Nos han impuesto el silencio y la doble vida. Nosotras, que hemos sufrido la represión del franquismo, hemos aprendido a reprimir las muestras de afecto”. Ahora sí se dan la mano en la calle aunque, “si me apuras, siempre mirando hacia atrás”, confiesa.
La primera generación en España que se hace mayor fuera del armario tiene miedo a volver a ser encerrada y estigmatizada en las residencias. La denominada como “familia escogida”, que son los amigos, también se hace mayor y no puede prestar cuidados. La soledad no deseada aparece como un fantasma que apisona todos los miedos y traumas que han llevado, en muchos casos, a un aislamiento voluntario, “para que nadie se metiera en nuestras vidas, porque cuando lo hacían era para hacernos daño”, resume Miguel Fernández, de 65 años, cuando cae la tarde en la preciosa Plaça de Sant Felip Neri, en el Barrio Gótico de Barcelona.
Volver al armario en las residencias
“Una residencia… primero hay que encontrarla, que no son baratas ni fáciles de encontrar. Las privadas son carísimas, que lo sé porque he contactado, y las en las públicas hay una lista de espera que te mueres”, explica Luis Canda. Se jubiló hace un año, a los 71, porque “le gustaba mucho su trabajo” como jurista, cuenta. Reconoce, sin embargo, que trabajar años en negro, encadenar contratos parciales, y perderlo todo cuando fue diagnosticado con VIH, no le dejó una buena pensión. El VIH, enfatiza Canda, “es que esta no es la primera ni la peor pandemia que hemos vivido”.
Canda comparte uno de los siete pisos que tiene el programa de alojamiento de la Fundación 26 de Diciembre para personas LGBTI vulnerables. En la otra habitación, las cataratas de Eric Landels apenas le dejan ver que la firma de La Pasionaria —“amiga”, la llama— se ha borrado ya de un cuadro colgado en la pared. Mitad italiano mitad británico, a sus 87 se ha quedado sin ahorros tras tres años en una residencia. “Cotizar, eso antes no se sabía”, explica Landels, que fue autónomo durante décadas.
José Benito Eres, presidente de GAG, cree que el personal de las residencias no está preparado para atender la diversidad afectivo-sexual
“Las residencias tal y como están concebidas hoy no funcionan. Hay masificación y falta de atención por falta de personal. Y, aunque hubiera suficiente, este personal tiene que estar adecuadamente preparado”, sintetiza Paulina. Las asociaciones consultadas denuncian que “el personal de las residencias no está preparado para atender la diversidad afectivo-sexual”, como señala José Benito Eres, presidente de GAG (Grup d'Amics Gais, Lesbianes, Transsexuals i Bisexuals), organización que además imparte cursos de sensibilización en residencias de ancianos.
El difícil acceso a la vivienda y esta situación de desamparo y estigma acumulativo sobre las personas mayores LGBTI “solo se corregirá cuando haya leyes específicas, y cuando los que hacen las leyes entiendan que los derechos de las personas mayores son Derechos Humanos: derecho a la salud, a la autonomía, a la dependencia, el derecho a ser quien soy”, continúa Paulina su denuncia. “De palabras ya estamos llenas, hacen falta hechos. Queremos leyes sí, pero sobre todo queremos recursos”.
La soledad no elegida y el tabú de la salud mental
La soledad no elegida es matadora. La pandemia ha puesto de manifiesto el abandono social e institucional en el que viven las personas mayores. Esta frase de Federico Armenteros, presidente de la Fundación 26 de Diciembre, suena casi a sentencia: “A nosotros no nos llamaba nadie”. Viejos, LGBTI, sin hijos ni apenas familia y con pocos recursos. El estigma es mayor todavía sobre las mujeres, y ni contar sobre las mujeres trans.
En este sombrío panorama, la voz pausada de Ana Carla Leiva reivindica su capacidad para ser y hacer con libertad. Se marchó a los 16 años de casa para internarse en las profundidades de Buenos Aires. Una década después regresó sin miedo a mostrarse como la mujer que siempre había sido: “El tiempo hace que las personas cambien y te extrañen. Se alegraron de que estuviera viva. Tenía mucho miedo al rechazo y no existió. En cierta forma, me sacrifiqué por mi familia para no imponerles quién era”. A los 30, con el corralito, vino a España con ganas de cambio y una vida nueva y, aunque sigue sin encontrar un trabajo estable, está entregada a los niños que cuida y al colectivo que apoya.
Finalmente, la salud mental, otro tabú. Un estudio de la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales (FELGTB) apunta a que los síntomas de depresión y ansiedad afectan a un 30% de los mayores de 55 años del colectivo, lo que triplica los datos en población general. “Somos psicólogos sin haber estudiado psicología”, acierta Fernández. Muy atento a las noticias, compara la represión que vive el colectivo LGBTI en Polonia o Hungría con la España de antes, en la que tenías que hablar, contarle al otro quién eras, a través de un gesto. Sin decir nada.
Luis, con su memoria intacta de jurista, recuerda lo que significaba vivir en Madrid hace apenas 40 años. La ley de entonces les equiparaba a los proxenetas, a los rufianes, la Policía se infiltraba en los bares y les llevaba a centros de reeducación a base de electroshocks. A Jose María, cuenta su amigo, le tuvieron no sé cuántos días en la Puerta del Sol. El miedo pasa factura y cuando se es joven uno no vive pensando en que llegará el día en el que será viejo, coinciden. Y esto, “esta vida de mierda”, en palabras de Jose María, “esta vida doble, sin derechos y a escondidas”, describe Paulina, hay que contarla a los que vienen detrás.