América Latina: Bolivia como síntoma

El ejemplo boliviano nos muestra que las protestas ciudadanas en América Latina deben vehicularse a través de un mayor empoderamiento ciudadano, centrado siempre en la reducción de las importantes desigualdades sociales existentes.

Jeanine Áñez se reúne con el alto mando militar.
La presidenta de facto, Jeanine Áñez, se reúne con el alto mando militar boliviano.
10 dic 2019 13:23

Interpretar los recientes eventos en América Latina es ciertamente complejo. En primer lugar, porque no hay un patrón común definitorio de las protestas ciudadanas vividas en Chile, Ecuador, Brasil o Bolivia, más allá de que estas se han dirigido contra los respectivos gobiernos. El descontento ciudadano con la acción de sus gobiernos es transversal —un hecho relevante—, y se canaliza de maneras similares, a través de una protesta social sostenida en el tiempo y vehiculada a través de las redes sociales. Las causas profundas, en cambio, son diversas en función de cada caso concreto. Por lo tanto, para analizar de manera global el fenómeno, cabe constatar la existencia de dos grandes fuerzas de fondo, enfrentadas de manera irreconciliable.

Por un lado, tenemos a los poderes fácticos; la oligarquía económica y los principales medios de comunicación, que acostumbran a apoyar a gobiernos de ideología liberal-conservadora y a impulsar protestas contra aquellos de corte progresista. En el otro lado encontramos a la izquierda latinoamericana —con múltiples actores, matices y pluralidad interna—, que genera esperanza cuando asume el poder pero que al mismo tiempo adolece de hiperliderazgos a los que cuesta dar el relevo.

Resumiendo, Latinoamérica es el tablero regional donde la derecha neoliberal tutelada por los Estados Unidos se enfrenta a la izquierda socialista que plantea un modelo alternativo, pero que en ocasiones carece de relevos sólidos para sus líderes históricos. Ambas fuerzas enfrentadas tienen nuevas debilidades que en ciclos políticos anteriores no existían. La izquierda, ante la falta de relevo y los primeros ciclos positivos —en redistribución y en resultados económicos—, cae en la tentación del hiperliderazgo o el autoritarismo. La derecha, por su parte, prostituye la soberanía nacional en favor de actores terceros e intereses espurios —como el control del litio—. Un momento complejo y amenazador que se ha saldado con cientos de muertos y miles de heridos en los últimos meses.

La caída en desgracia del ciclo progresista, presidido por los gobiernos de Lula, Fernández, Correa, Chávez, Mújica, Morales y Bachelet ha dado paso a un nuevo momento. El proceso de recomposición posterior a ese momentum de las izquierdas es singular y responde a lógicas nacionales. En Brasil, la victoria de Bolsonaro ejemplifica la reacción conservadora y las nuevas formas de la derecha latinoamericana, en búsqueda de asemejarse a los métodos imperantes en su gran vecino del Norte. Uruguay y Argentina han coincidido acudiendo a las urnas, para, obtener el resultado exactamente inverso: en Uruguay se ha dado un giro a la derecha y, en cambio, en Argentina el presidente electo Alberto Fernández ya dispone y manda sobre el futuro del país.
Latinoamérica se revuelve fruto del enfrentamiento entre eses dos grandes magmas ideológicos. Tal vez el caso paradigmático, por lo extremo de la situación, son las elecciones presidenciales y posterior golpe de Estado en Bolivia. Mientras las instituciones europeas y la ONU valoran la situación pidiendo moderación a las partes, un análisis honesto y profundo de la situación no debería ignorar el elefante en la habitación. En Bolivia hubo un golpe de Estado contra el gobierno en funciones de Evo Morales y Álvaro García Linera.

¿Por qué fue un Golpe de Estado?

Los conocedores de la historia de España sabrán que el siglo XIX estuvo lleno de pronunciamientos militares —de signo conservador y progresista— que implicaban un cambio de gobierno y una persecución a los antiguos inquilinos del poder. En el Estado español hubo un total de 17 pronunciamientos militares entre 1800 y 1900; y todos ellos implicaron acciones militares de diferente calado. El siglo XXI permite múltiples y nuevas formas de pronunciamientos, como han sido los de los comandantes de la policía y la Fuerza Militar boliviana, con la lectura de un comunicado público invitando al presidente Evo Morales a renunciar a su cargo. De hecho, ambos formularon el mismo texto, donde “sugerían” su dimisión al Presidente. Un claro pronunciamiento militar, síntoma del golpe que estaba en marcha.

En esas fechas, el líder opositor Camacho entró al Palacio Quemado para entregar al Presidente una Biblia acompañada de una carta de renuncia que habría de ser firmada en las siguientes 48 horas. Morales ofreció una repetición electoral que, sin duda, habría sido monitoreada por la comunidad internacional y habría constituido un mecanismo justo para salir de la crisis social vigente. Pero este ofrecimiento no fue suficiente y el acoso a la Presidencia acabó con su renuncia y con el exilio de los principales miembros del ejecutivo a México —en lo que constituye un ejemplo de como el asilo político ha salvado numerosas vidas—.

En tercer lugar, la asunción de la presidenta Áñez —con la banda presidencial siendo impuesta por militares— en medio de una Asamblea sin quórum, no ayuda a una transición racional. A ello tenemos que sumar la persecución a los miembros del MAS, a quien la presidenta ha afirmado que detendrá por delitos de sedición. El clima de racismo y de promoción del anti-indigenismo amparado por el gobierno no ayuda a encontrar esa moderación que dicen promover aquellos que han reconocido la presidencia de Áñez.

Lo acontecido es un golpe de Estado contra el gobierno del país porque necesitó de un pronunciamiento militar, rechazó una repetición electoral —y por tanto, una propuesta de solución pactada— y finalmente consumó un relevo en la Presidencia a espaldas del texto constitucional y de la legitimidad democrática.

Una respuesta tibia de la comunidad internacional

La comunidad internacional ha decidido ofrecer una respuesta tibia a la situación en Bolivia. En general, la Unión Europea tiende a replicar el discurso de los Estados Unidos en lo tocante a la América Latina. El Departamento de Estado de los EE UU ha insistido en dos aspectos. Antes del exilio de Evo, pedía elecciones transparentes y confiables para resolver el conflicto político. En cambio, tras la asunción del poder por parte de Jeanine Áñez, el secretario de Estado Mike Pompeo se ha limitado a reconocer y felicitar al nuevo gobierno y a desearle suerte en su tarea de “restaurar el orden” en Bolivia.

La Alta Representante de la UE sobre Asuntos Exteriores realizó, en sede parlamentaria, un pormenorizado discurso que parecía justificar el golpe en Bolivia. Citó las irregularidades en el recuento electoral hechas públicas por la OEA, el intento de reforma constitucional que Morales llevó a cabo —y perdió— en 2016 o el fallo de la Corte que permitía presentarse a Evo a un cuarto mandato. Ese relato le permitió colar en su discurso la aceptación de la presidencia de Áñez, que calificó de interina, para ofrecer una “solución institucional” que evite “un vacío de poder”. La Unión Europea asumiendo una posición clara de lado yankee, pero ciertamente menos entusiasta.
La reacción de la ONU, a través de un portavoz del Secretario General, fue más comedida, pidiendo moderación a todos los actores para conseguir una solución pacífica de la crisis que pase por elecciones transparentes, inclusivas y creíbles.

¿Y ahora qué?

La solución a este conflicto, como en el resto de disputas en América Latina, pasa por elecciones transparentes y claras donde participen todos los actores en igualdad de condiciones. La injerencia constante que practican los Estados Unidos tiene un impacto directo en el desarrollo de los comicios, a través de la visión que ofrecen los medios de comunicación, la promoción de nuevas candidaturas y la sensación de tutelaje —y de patio de atrás— que no cesa por muchos años que pasen.

El ejemplo boliviano nos muestra que las protestas ciudadanas en América Latina deben vehicularse a través de un mayor empoderamiento ciudadano, centrado siempre en la reducción de las importantes desigualdades sociales existentes. El respeto a la soberanía popular de cada país de la región sería un punto de partida insuficiente —pero aceptable— para construir un futuro posible y compartido.

Los gobiernos del MAS en Bolivia transitaron desde una recepción muy positiva a un paulatino desgaste, también en el seno de las comunidades indígenas. El Estado plurinacional de Bolivia retiró programas dedicados a estos pueblos y se alejó de importantes intelectuales de izquierda, así como de colectivos indígenas y otras agrupaciones partidarias. La fórmula Morales-García Linera seguía tal vez vigente, como símbolo del abandono del racismo y de una Bolivia progresista, pero poco a poco había perdido apoyo popular fruto del desgaste del poder. Aún siendo esto cierto, su candidatura finalizó en primer lugar las elecciones del pasado 20 de octubre.

Ahora bien, en ningún caso este desgaste justifica un golpe de Estado que contó con el concurso de las Fuerzas Armadas y el liderazgo de diferentes grupos conservadores. Todos aprovecharon el descontento ciudadano con el proceso electoral —y la sombra de sospecha sobre él— para forzar un cambio en el gobierno. A posteriori, una vez asumida la presidencia por parte de Áñez, estos grupos parecen menos interesados que nunca en preparar unas elecciones libres bajo la observación internacional.

Unas nuevas elecciones sin el concurso del MAS, no serán unas elecciones libres. Esos comicios, previstos para dentro de cinco meses, quedarán igualmente empañados si en la cárcel —acusados de sedición— se encuentran legisladores y altos cargos de los gobiernos de Morales. El regreso de Morales y García Linera a Bolivia, en un clima de normalidad, debieran ser también prioridad de las acciones diplomáticas de la comunidad internacional.

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