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Italia
Antifascismo y anticapitalismo en la Italia de hoy. Notas sobre el conflicto sucedáneo y el verdadero
No enfrentarse a los fascistas, dejarles hablar y justificarse con una cita de Voltaire sobre la libertad de expresión que Voltaire nunca escribió es una actitud nefasta y ruin, ejercida desde el privilegio.
Es horrible tener que ocuparse de fascistas, de quien los legitima, de quien les sigue el juego, de quien flirtea y se va de cañas con ellos. Se viviría mejor sin todos esos individuos, sin tener que escribir sobre ellos. De hecho, en los últimos años, muchos han propuesto ignorarles: "No merece la pena dedicarles la más mínima atención", "no nos pongamos a su nivel", "si les atacas, les haces publicidad", etc. Una falacia lógica tras otra, que conforman en conjunto un enfoque nefasto.
"No me pongo a su nivel". Como los niños cuando se tapan los ojos y creen que, de ese modo, el mundo entero desaparece. Mientras no les dedicábamos la más mínima atención, los fascistas tocaban la flauta y atraían a la gente. Dejando actuar a los fascistas —o peor aún, aislando a quien les enfrentaba, quizás repitiendo, sin entenderla lo más mínimo, alguna frase de Pasolini sobre el "fascismo de los antifascistas"— se les ha permitido expandirse y conquistar espacios.
Respecto a la "publicidad", desde luego no se la han hecho quienes les denunciaban. Al contrario, enfrentándose a los fascistas se ha conseguido a menudo limitar su radio de acción, arrebatarles escenarios, desmantelar sus iniciativas. Claro que esto les ha dado visibilidad, pero no la que habían planeado.
No, quien les ha dado publicidad, quien ha difundido sin medida sus mensajes, quien les ha otorgado un halo de glamour ha sido la televisión, las tertulias. Las de todas las cadenas, pero especialmente las de La7 [canal de teórico corte progresista que emite desde 2001, N. del T.], canal que en los últimos años se ha convertido en su campamento, de día y de noche, un lugar cómodo y acogedor. La puerta se la han abierto de par en par presentadores criptofascistas, pero también algunos 'demócratas' que han recibido en sus platós a pequeños y grandes duces de la ultraderecha, centuriones del racismo 'cívico' organizado, fhürers del fascioleguismo [por Lega Nord, Liga Norte, partido regionalista de ultraderecha, N. del T.]. Han 'dialogado' con ellos y, mientras 'dialogaban', cada uno de sus gestos, cada sutil movimiento, cada mínima expresión facial decía: "Admiradme, mirad lo abierto y liberal que soy, observad lo lejos que voy en la práctica democrática" y, al mismo tiempo: "No cambiéis de canal, mirad que pedazo de freak os estoy mostrando, dentro de poco dirá algo insultante, explotará un escándalo, esta noche hago un share que te cagas, para comentar usad el hashtag habitual".
Pero con el tiempo, los freaks se vuelven cada vez más 'normales', y los escándalos ya no explotan, sino que se integran en las conversaciones cotidianas y no se van, se vuelven perennes, como una boina de contaminación sobre la ciudad. Invitar a fascistas se convierte en costumbre, su presencia se acomoda en la esfera de lo cotidiano y, de igual modo, sus discursos se vuelven potencialmente aceptables. Es decir: criticables, pero legítimos.
Y no, no se puede defender ese lúgubre espectáculo invocando el 'derecho de crónica' o la 'investigación periodística'. Si hubiesen existido los talk shows en los días del delito Matteotti [líder socialista secuestrado y asesinado por militantes fascistas en 1924, N. del T.], habrían invitado a uno de los asesinos y habrían separado a los invitados entre quienes estaban a favor y quienes estaban en contra del homicidio. No es 'derecho de crónica', no es periodismo, es —sin querer ofender a nadie— puro y duro teatro. Y desde que el mundo es mundo, cuando una obra de teatro es mala, se tiran tomates. O algo peor.
Mientras tanto, fuera de esos platós, los militantes fascistas agreden, acuchillan, incluso asesinan, de vez en cuando. Se han producido cientos de agresiones en los últimos años, si tenemos en cuenta tan solo las que se han denunciado, las que han merecido un pequeño artículo o un titular en el periódico local. Historias que no llegan a los programas de televisión y que, en caso de llegar, pasan fugazmente, para dar paso inmediatamente después al jefecillo fascista de turno, al cual, cómodamente apoltronado en el estudio, se le permite irse por las ramas, cambiar de tema, imponer su agenda.
No enfrentarse a los fascistas, dejarles hablar, justificarse con una cita de Voltaire sobre la libertad de expresión que Voltaire nunca escribió... Se trata de una actitud que no solo es nefasta, sino también ruin, ejercida desde el privilegio, desde la incapacidad para la solidaridad: muchas personas no pueden permitirse 'ignorar' al fascismo, porque es el fascismo el que no las ignora, el que las busca, las golpea. Especialmente esas personas vivirían mejor sin los fascistas y todos sus sujetavelas.
Es horrible, odioso, tener que ocuparse de los fascistas. No conozco a nadie que lo haga con gusto. Si no hubiese fascistas, tendríamos más tiempo, más concentración, para afrontar otras urgencias. Urgencias enormes, mundiales: el desastre climático ya en curso, las sequías y las hambrunas, la crisis hídrica global, las guerras y éxodos que todo ello provocará... Todos esos desastres son consecuencia del capitalismo, la forma de producción más ciega, depredadora y de corta respiración que jamás haya existido en el planeta.
Pero... ¡es exactamente esa la cuestión! El fascismo es un dispositivo que fabrica continuamente falsos problemas — y falsas soluciones a esos problemas, por lo tanto, falsas al cuadrado. El fascismo es una 'máquina mitológica' que produce noticias falsas diversivas, que identifica enemigos ficticios, que señala chivos expiatorios. El fascismo intercepta pulsiones y energías —malcontento, ganas de gritar, de rebelarse, de organizarse, de hacer cosas en común— y las canaliza hacia conflictos sucedáneos, y así, las disgrega, las disipa. ¿Qué son si no las barricadas contra la llegada a Italia de refugiados (a menudo menores), qué son si no las movilizaciones contra la 'teoría de género', contra el Plan Kalergi, el complot de las ONGs, las reformas de la nacionalidad que generarán una 'sustitución étnica', los '35 euros al día para los inmigrantes'? ¿Qué son si no los demenciales complots según los cuales Soros (¡el judío!) paga todo a todos, qué es todo eso, si no anticapitalismo desviado y aberrante?
La máxima de August Bebel sigue de plena actualidad: "El antisemitismo es el socialismo de los imbéciles". El racismo es el anticapitalismo de quien ha sido imbecilizado por la máquina mitológica fascista.
El fascismo proclama una falsa revolución: parlotea de 'globalización', de 'altos poderes', de 'plutocracias', de oscuros complots dirigidos 'desde arriba', pero —mira tú por dónde— golpea siempre por abajo. Se emplea a fondo con débiles, marginados, con las más explotadas y fáciles de chantajear, con las minorías, con quien 'molesta', con los inclasificables, porque su 'revolución' no es sino una máscara de la guerra entre pobres: guerra de pobres contra aquéllos más pobres, de los penúltimos contra los últimos, de las clases medias aterrorizadas ante la posibilidad de empobrecerse contra las clases medias ya empobrecidas, y de las clases medias ya empobrecidas contra la clase trabajadora — que es cada vez más multiétnica y mestiza, ¡así que con más razón aún!
El fascismo hace un llamamiento a una guerra sucedánea que impida combatir la auténtica guerra, la que parte desde abajo y se dirige hacia arriba. Era así en 1919, es así ahora y será así en 2019, porque esa y no otra es la utilidad del fascismo, desde siempre, el sistema capitalista lo ha generado ad hoc. El fascismo fue fundado (entre otros) por ex-revolucionarios que supieron usar el lenguaje de la revolución para hacer la contrarrevolución. La misma palabra 'fascio' [haz en italiano, N. del T.] se la robó al movimiento obrero.
Así, mientras se llenaban la boca de 'revolución', los fascistas destruían las organizaciones revolucionarias, asesinando a sus miembros u obligándoles al exilio, eliminándolas por cuenta de los poderes constituidos. Mientras hablaban de 'pueblo trabajador' y ostentaban posturas 'antiburguesas', cobraban de la grande burguesía por apalizar, y a menudo matar, a los representantes de los trabajadores. Despreciables en cada fibra de su ser, continuaron declamando su 'anticapitalismo' hasta mucho después de la toma del poder, una vez consolidado el régimen, cuando el fascismo era ya la forma política del capitalismo italiano y el brazo político de Confindustria [principal organización patronal creada en 1910, N. del T.]. La persona que mejor ha contado esa historia no ha sido un marxista, sino un liberal, Ernesto Rossi, en su clásico de 1955: I padroni del vapore. La collaborazione fascismo-Confindustria durante il ventennio (Los amos del vapor. La colaboración fascismo-Confindustria durante el ventennio).
El fascismo es un haz de falsas soluciones a auténticos problemas falsificados. Falsas soluciones que retroalimentan los auténticos problemas, agravándolos. Es necesario entender cómo funciona la máquina mitológica fascista, acabando con los equívocos que la rodean y desmontando las narraciones tóxicas que produce. Hay que aprender a enfrentarla cada vez mejor, para impedir o al menos dificultar la captura de energías conflictuales y su direccionamiento hacia luchas sucedáneas, luchas que crean un nosotros y un ellos con métodos torticeros y enfermizos, luchas que dividen a quienes deberían unirse, que hacen perder un tiempo precioso.
Por muy antiintuitivo que parezca, no nos podemos dedicar como merece al cambio climático, a la defensa del territorio o a las luchas en el mundo del trabajo si no nos ocupamos también del fascismo. Enfrentarse al fascismo no es ocuparse de un diversivo, sino de la máquina que produce los diversivos, pudiendo solo así destruirla.
No puede haber anticapitalismo sin antifascismo.