Colombia
Gaitán, Bogotá, Benidorm, Petro: historia y futuro del narcoparamilitarismo colombiano

¿Se quitará Colombia, su pueblo, de encima la losa de 70 años de atroz dictadura? ¿O barrerán los vientos golpistas y genocidas, que ya soplan en el país, hacia un nuevo mar de sangre?
Gustavo Petro y Francia Márquez, del Pacto Histórico, la formula presidencial favorita que salió de las elecciones del 13 de marzo.
Gustavo Petro y Francia Márquez, del Pacto Histórico, la formula presidencial favorita que salió de las elecciones del 13 de marzo.

Por muchos es bien sabido que, con la derrota del nazismo, Benidorm y otros puntos de la Costa Blanca, fueron un nido de altos mandos nazis, jerarcas y genocidas responsables de los campos de concentración del III Reich que buscaban protección. Gerd Honsik, Leon Degrelle, Otto Remer, Aribert Heim, Hans Hoffmann, Otto Skorzeny, y así hasta más de un centenar de nazis encontraron en nuestras costas y en el franquismo su refugio tras la Segunda Guerra Mundial.

Poco después de aquello, Gaitán, líder socialista de los liberales colombianos, presidente preelecto en las presidenciales de 1949 a las que nunca llegó, era asesinado en pleno centro de Bogotá, ante el temor de las oligarquías a una revolución de las clases populares, obreras y campesinas del país, y del imperio norteamericano a perder sus enormes intereses sobre el petróleo y la agricultura colombiana, pues se conoce este hecho como la primera operación de la CIA fuera de sus fronteras. Su muerte desencadenó un estallido de cuanta ira, ciertamente desencauzada, era capaz de expresar un pueblo enardecido, y conducido por la oratoria impecable de Gaitán, al que habían truncado, no ya la esperanza, sino la convicción de que llegaba su momento, y acabar a la vez con un Estado corrupto, de élites parásitas, y promotor de las constantes matanzas a sindicalistas, campesinos y líderes sociales sin derechos que habían finalizado en la descomunal marcha del silencio convocada por Jorge Eliécer Gaitán, donde su “oración por la paz” se encontró de lleno en la conciencia de las calles:

“Dos horas hace que la inmensa multitud desemboca en esta plaza y no se ha escuchado sin embargo un solo grito, porque en el fondo de los corazones sólo se escucha el golpe de la emoción. Durante las grandes tempestades la fuerza subterránea es mucho más poderosa, y esta tiene el poder de imponer la paz cuando quienes están obligados a imponerla no la imponen.

Señor Presidente: Aquí no se oyen aplausos: ¡Solo se ven banderas negras que se agitan!

Señor Presidente: Vos que sois un hombre de universidad debéis comprender de lo que es capaz la disciplina de un partido, que logra contrariar las leyes de la psicología colectiva para recatar la emoción en su silencio, como el de esta inmensa muchedumbre. Bien comprendéis que un partido que logra esto, muy fácilmente podría reaccionar bajo el estímulo de la legítima defensa.

Ninguna colectividad en el mundo ha dado una demostración superior a la presente. Pero si esta manifestación sucede, es porque hay algo grave, y no por triviales razones. Hay un partido capaz de realizar este acto para evitar que la sangre siga derramándose (...)”.

Vibraba la voz de Gaitán en una ciudad abarrotada de silencio, cuando semanas después de estas palabras, un disparo de revólver acabó con su vida en la carrera séptima de Bogotá. La ciudad ardió casi al completo, haciendo desaparecer entre las cenizas el centro fundacional de Santafé, La Candelaria, en una insurrección que fue reprimida con un barrido de las fuerzas militares que dejó más de 2900 muertos. Ahí estaba García Márquez, quien creyó entonces que tan solo del sonido bestial de los disparos un hombre era capaz de morir, un muy joven Fidel Castro, que se vio inmerso e incluso implicado en una ciudad de fuego, que guardaba en su mochila un libro de discursos que el mismo Jorge Gaitán, a quien admiraba, le había regalado la tarde anterior, Arturo Alape, el brillante historiador de ‘El Bogotazo’, ese 9 de abril de 1948, y millones de colombianos que veían, primero la capital, y después el país, sumido en una espiral de destrucción nunca antes vista, ni en los peores terremotos del continente.

En todo ese incendio, debemos recordar un nombre: Laureano Gómez, conocido por sus detractores (mucho más de medio país), como “el monstruo”. Cabeza ya afamada en los años 20 de los conservadores, y fundador de un grupo de ideólogos ultranacionalistas de derechas, llamado “Los Leopardos”. Su deriva ideológica repleta de odios viscerales canalizados por la xenofobia, el clasismo y el racismo, acabó desembocando tras su embajada en Alemania en una devota admiración al fascismo, pero no como el alemán o italiano, pues despertaba sus críticas por carecer del catolicismo como elemento vertebrador, sino del falangismo español, y en parte portugués, y sus respectivos sindicalismos nacionales.

Tras su estadía en Europa, Laureano Gómez regresa a Colombia con la propuesta del nacional-catolicismo. Su radicalización, aún en el seno del ya derechista partido conservador, y tras conatos de su autoría de una noche de los cristales rotos, llamado sofocado que hizo a masacrar a la escasa población judía colombiana, le acabó valiendo la expulsión del país al verse envuelto en un intento de golpe de Estado contra López Pumarejo, el entonces presidente desde la oligarquía liberal. Sus mensajes etnicistas desde la herencia racial española son constantes, en contra de la población afrodescendiente e indígena, “mancha impura” en una raza criolla colombiana que conformaba su ideal nacional. Una vez más, la reacción de las estructuras postcoloniales, de familias españolas, llamaban a salvar su dominio mediante las salvajes violencias del siglo XX.

Durante su exilio, en 1948, Laureano Gómez se asienta en la España franquista de posguerra. Establece contactos, relaciones, amistades, y reafirma sus convicciones nacional-catolicistas, hasta convertirse en un gran admirador de Franco. Gaitán había sido asesinado, el mandato popular truncado por un descabezamiento y posterior gobierno interino, y Gómez regresaba a Colombia ante unas inminentes elecciones. El único rival, el liberal Darío Echandía, renuncia a su candidatura ante su más que posible asesinato, y la violencia brutal se ceba contra los liberales y su propia familia (su hermano Vicente Echandía sería ejecutado), y Gómez se presenta en solitario y sin rival a las elecciones: un referendum con un solo participante, victorioso de antemano.

Durante su exilio, en 1948, Laureano Gómez se asienta en la España franquista de posguerra. Establece contactos, relaciones, amistades, y reafirma sus convicciones nacional-catolicistas, hasta convertirse en un gran admirador de Franco

“El monstruo” desata entonces el periodo conocido como “La Violencia”. Una guerra civil no oficial, con él al frente de la presidencia dictatorial, entre las fuerzas armadas pero civiles del liberalismo, “los cachiporros”, y las fuerzas del conservadurismo, “los pájaros” en conjunto a “los chulavitas”. El atroz quinquenio salda un baño de sangre de 300.000 muertos en Colombia, que se producen con toda índole de visceralidades decapitadoras. Rojas Pinilla, oligarca liberal, se levanta con un golpe militar y establece una dictadura que acaba con el carnicero gobierno de Laureano.

De nuevo, la sombra de las eternas luchas entre las oligarquías conservadoras y liberales, que arrasaron tras la independencia a Colombia con 19 guerras civiles, en el aún cercano siglo XIX, se cierne sobre el país. Fruto de una cada vez más escasa distancia entre dos facciones de la élite económica, que por parte de los liberales provenían de las burguesías criollas comerciantes que abogaban por un modelo de libre mercado, en un Estado federal y alejado del poder de la Iglesia, y por otra parte las burguesías de hacendados, conservadoras y proteccionistas, vertebrados por un tradicionalismo confesional bajo un modelo de Estado centralista, entran de lleno en la década de los 50, vislumbrando una estabilidad monstruosa: la oligarquía en bloque conforma una unidad nacional en una voluntad de pacto, el futuro “Frente Nacional”.

El reparto, el turnismo, el sistema “democrático” de la república burguesa, se negocia entonces en el País Valenciano bajo la España franquista. Benidorm, en ese momento hogar de nazis, acoge al liberal Alberto Lleras Camargo, y al exdictador Laureano Gómez con tal propósito. Junto a la playa valenciana se teje un modelo de transición en Colombia donde los poderes económicos y estructurales quedan definidos bajo un “todo atado y bien atado”, donde ambos bloques, representados por sendos partidos, el liberal, el conservador, se reparten la representación y gestión del Estado colombiano bajo una premisa oculta y de clase: el anticomunismo. Pues bajo el centro de las luchas por el poder entre ambas partes, los campesinos, las facciones de socialistas de izquierdas del liberalismo radical (gaitanistas), y los comunistas, se descubren con unas tesis políticas más que semejantes, y que terminarán conformando una unidad de acción por un Estado al margen de las oligarquías: nacen las guerrillas, primero llamadas autodefensas, y niegan al completo la legitimidad del Estado colombiano, hasta el punto de fundar la ‘República de Marquetalia’, zona cero de la ofensiva armada revolucionaria.

Ante el enorme crecimiento de dicha unidad, vertebrada ideológicamente por el marxismo, se crea entonces el paramilitarismo para hacerles frente. Los consejos de España y EEUU en el Pacto de Benidorm, firmado el 24 de julio de 1956, en el seno de los acuerdos de Camargo y Gómez, promueven una lucha paraestatal contra la insurgencia, ante la necesidad de la nueva “república democrática” de combatir a la disidencia mediante plataformas de “eliminación del enemigo interno”, organizadas por el Teniente General de los Estados Unidos, William P. Yarborough, y que el mismo Estado colombiano acaba conformando en ley 48 de 1964, por la que se legaliza el paramilitarismo: la entrega por parte del Ejército de Colombia de armas a la población civil para combatir, al “margen” de la República, a la poderosa insurgencia, y cuyos grupos de poder armado de ultraderecha se irían fortaleciendo hasta hoy en estructuras del más tarde incipiente narcotráfico.

Ese mismo año, las autodefensas campesinas se conforman en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y casi a la par en el Ejército de Liberación Nacional (ELN), guerrillas guiadas en sus orígenes y fundadas por cuadros del Partido Comunista Colombiano. Los primeros formados en Colombia, los segundos al regreso de ser becados por Fidel Castro en La Habana, cuyas diferencias iniciales no eran más que las del nacimiento coetáneo de insurgencias armadas desde distintos puntos de partida del marxismo-leninismo.

Los grupos paramilitares, financiados primero por el Estado, y más tarde también por los grandes terratenientes y las oligarquías,  firmemente asentadas en una ideología de ultraderecha, evolucionaron hasta copar lentamente y hasta la totalidad la estructura política del nuevo poder: el Estado narcoparamilitar

El conflicto armado escalaba entonces a guerra asimétrica, forma peculiarmente colombiana de guerra civil dentro de la “paz”, de la “normalidad”. La nación a dos niveles, cada vez más dividida, antes de los acuerdos de paz de 2016, entre el mundo rural y el urbano, cada cual marcado por un proceder dentro y fuera de la guerra civil, marchaba hacia un funcionar propio del matadero: los grupos paramilitares, financiados primero por el Estado, y más tarde también por los grandes terratenientes y las oligarquías, como el mismo padre de Álvaro Uribe con las aterradoras AUC, firmemente asentadas en una ideología de ultraderecha, evolucionaban fusionándose con la gobernación institucional, hasta copar lentamente y hasta la totalidad la estructura política del nuevo poder: el Estado narcoparamilitar.

El monstruo del “sistema del pájaro, laboratorio de barbarie colombiano”, como lo define ‘Guido Piccoli’, establece entonces el funcionamiento de un neofascismo absolutamente vanguardista en el mundo. Una república, garantista, democrática, cameral, institucional, donde cada uno de los derechos reconocidos estuvieran, sin embargo, supeditados al precio mismo de la vida que cuesta ejercerlos. Estado y paraestado. Militarismo, y paramilitarismo. Una alianza férrea que engrana hasta hoy la maquinaria oligárquica ultrareaccionaria, y asienta los cimientos de una sólida dictadura en una, sin embargo, “democracia avanzada”.

Método de exterminio de poblaciones, de ejecuciones extrajudiciales por perfil social, para hacer pasar sus crímenes como bajas en combate: los falsos positivos. Método de permisividad, de ley de partidos, aparejado del exterminio de aquello mismo que el ente previamente reconoce. Método que valida la candidatura de Unión Patriótica, mientras el paramilitarismo, el sicariato, brazo diferido del Estado, pero nunca ajeno, se encarga de exterminarla. Método en el que el derecho a la militancia de 9000 personas desembocase en el asesinato de 5733 de ellas. Pues si bien me refiero con esta cifra al hecho probado por la JEP del exterminio de Unión Patriótica (UP) durante el gobierno de Virgilio Barco, en cuyo trabajo paraestatal contrataría al agente del Mossad Rafi Eitan, organizador del genocidio (1985-1993), se muestra la dinámica motora del Estado colombiano, su proceder, su esencia, su violencia, atroz como poco ha habido en la tierra.

A la vista de estos hechos, como una más que minúscula punta de un iceberg, que ha terminado costando la vida a más de 1,1 millones de colombianos desde la fecha en la que inicia este artículo, volvamos a un nombre que pedí recordar: Laureano Gómez. El franquismo le otorgó la distinción de la Real Orden de Isabel la Católica, a “el monstruo”, artífice en Benidorm del nuevo Estado colombiano tras “la violencia”, y actual narcoparamilitarismo “democrático”.

Hoy para la historia, concedido en 2021, Su Majestad El Rey Felipe VI otorgó, y más tarde aprobado en Consejo de Ministros por el gobierno PSOE-UP, la misma distinción que a Laureano, de nuevo, al presidente de Colombia, Iván Duque Márquez, tras el asesinato de más de 400 jóvenes durante las protestas del Paro Nacional, y ante las inminentes elecciones presidenciales amenazadas por el golpismo y el paramilitarismo en las que, como Gaitán, Gustavo Petro parece ser ya el presidente preelecto. Complicidad absoluta con un crimen tal que debería escapar de la Corte Penal Internacional para hacer un tribunal ex profeso. Premio a dos asesinos. Premio a la defensa de un poder. Imposible no plantear entonces la responsabilidad histórica del Estado Español, en un proceso sobre el que sobrevuelan muchas preguntas.

¿Dejará gobernar la oligarquía colombiana y el imperialismo a un quiebro en su poder? ¿Demostrará este hecho la farsa de la comunidad internacional ante una diplomacia rendida a la geopolítica de las oligarquías? ¿Se quitará Colombia, su pueblo, de encima la losa de 70 años de atroz dictadura? ¿O barrerán los vientos golpistas y genocidas, que ya soplan en el país, hacia un nuevo mar de sangre? Que los ríos Cauca y Magdalena hablen claro, si no somos todos nosotros quienes respondamos a estas preguntas.

Que el mundo no mire ahora hacia otro lado. Hoy este pueblo está resuelto a ser libre, se encamina con una determinación propia de siglos de esfuerzos a romper una de tantas cadenas de las que lastran a la humanidad al fondo de las aguas, y desde ese en pie al que han llegado las clases populares y obreras de Colombia con semejante dignidad, quiero hablar como uno más: no nos dejéis solos. El narcoparamilitarismo agoniza con la consigna de morir matando y sus calles están hartas de una historia que las anega en sangre. La vida de un pueblo siempre lo es todo.

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