We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Opinión
Nos han desterrado y lo saben
A lo largo de nuestras vidas, ¿en cuántos ríos sin dueños nos hemos bañado? ¿De cuántas huertas sin maridos nos hemos alimentado? ¿Cuántas semillas criollas hemos hecho florecer en tierras que no hemos heredado del padre, del tío o del hermano soltero? En definitiva, ¿cuántas mujeres conocemos que han accedido a un cachito de tierra donde sembrar sus sueños, sin tener que enfrentarse a instituciones heterosexuales de poder? Pocas han sido las mujeres libres que han podido cosecharse en tierras liberadas.
Desde una perspectiva jurídica —la lengua paterna del poder—, una de las razones de esta asimetría se relaciona con la evolución del derecho a la tierra que, en diferentes tradiciones normativas, ha estado doblegada a los mandatos del derecho a la propiedad privada de la tierra. De manera que la mayoría de las mujeres que han podido recuperar la tierra lo han tenido que hacer a través de mecanismos que no cuestionaran el derecho de propiedad de los hombres ni sobre las tierras, ni sobre los derechos de las mujeres.
Familia, estado y mercado: instituciones que han sido legitimadas por el Derecho para mantener la dominación masculina sobre nuestros cuerpos y territorios
Matrimonio, herencia, reforma agraria de mercado o mediante la compra y venta en una economía transnacional de tierras dominada por el agronegocio. Familia, estado y mercado: instituciones que han sido legitimadas por el Derecho para mantener la dominación masculina sobre nuestros cuerpos y territorios. Es más, el reconocimiento del derecho humano a la tierra además de tardío, no solo se vincula al derecho DE propiedad —entendido como garantía—, sino que al derecho A LA propiedad, es decir, el derecho de acceso. En la práctica esto supone naturalizar y dar por sentada la injusta distribución territorial entre hombres y mujeres.
Que las mujeres no podamos disponer de un cachito de tierra sin relacionarnos con los hombres y sus instituciones no es un fenómeno nuevo, mucho menos una imperfección accidental de la construcción democrática contemporánea. En Abya Yala la escasa titularidad rural de las mujeres remonta a la colonización, que ha sido imprescindible para garantizar la concentración de tierras en las manos masculinas invasoras.
Ya en aquel entonces el acceso a la tierra era utilizado como moneda de trueque para el reconocimiento de derechos civiles a las mujeres y como parte de la estrategia de expansión de las fronteras colonialistas, que no actuaba solo sobre la tierra, sino sobre el cuerpo de las mujeres, personas empobrecidas y esclavizadas, niñas y animales que se utilizaban en el modelo de agricultura extensiva.
Un proyecto civilizatorio que expulsa y explota todo lo que es vivo y ajeno al dominio masculino y que ha forjado muchos de los estados-naciones latinoamericanos y de otros pueblos subalternos a lo largo y ancho del planeta. Un espolio heteropatriarcal originario que, acompañado del proyecto supremacista de blanqueamiento poblacional, es incorporado y perfeccionado por la acumulación capitalista persistiendo, conforme enseña Nancy Fraser, hasta la actualidad.
No es casual que apenas conozcamos fincas encabezadas y cultivadas por mujeres. Nos han robado nuestras tierras. Nos han desterrado y lo saben
Por tanto, no es casual que apenas conozcamos fincas encabezadas y cultivadas por mujeres. Nos han robado nuestras tierras. Nos han desterrado y lo saben. Y para asegurar este cautiverio, nos han impuesto su división (hetero)sexual del trabajo, cuyos efectos además hemos aprendido a llamar amor. Un saqueo territorial legitimado por los propios fundamentos del Estado de Derecho, arraigados a un contrato social que no es más que la historia de la libertad y de la hermandad entre los hombres.
Al final, según explica Carole Pateman, el contrato social solo ha podido existir a partir de un contrato previo e implícito que es el contrato sexual. Contrato que ha permitido que los hombres regulen y accedan a los cuerpos de las mujeres, a la vez que impide que estas tengan pleno acceso a la participación política y a la ciudadanía en las sociedades modernas. Monique Wittig da un paso más y le nombra “contrato heterosexual”, ya que considera las mujeres seres apropiados y apropiables y, por tanto, desposeídas de reciprocidad contractual.
En un escenario global ampliamente violento, belicista y de ascención de la ultra-derecha, la eficacia del derecho humano de las mujeres a la tierra no puede seguir siendo una retórica vacía para la consolidación del monólogo de la razón masculina occidental. Obstaculizarnos el acceso a la tierra atiende a una organización geopolítica sexista y racista del poder. Nuestro desafío es, por tanto, visibilizar y desestabilizar este sistema de dominación múltiple de la vida, disputando y legitimando otros modelos que ya florecen en la praxis de la (r)existencia feminista de los movimientos de mujeres, los cuales difícilmente acceden al monopolio jurídico de la organización territorial.