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Masculinidades
¿Por qué a los hombres (cis y hetero) nos gusta tanto disfrazarnos de mujer?
A los hombres cis hetero nos pirra disfrazarnos de mujer -¿se puede decir esto sin reproducir el esencialismo binarista?-. Y no de cualquier mujer: de entre todos los arquetipos femeninos disponibles, solemos decantarnos por el de la bimbo, ese fetiche de mujer florero e hipersexualizada. Por citar un ejemplo icónico, tenemos a Bad Bunny en el video de Yo perreo sola en el que la bimboficación de su estética fue celebrada como un gesto valiente y políticamente rentable. Pero no hace falta irnos tan lejos, lo vemos continuamente en carnavales, despedidas de soltero y demás éxtasis festivos: hombres cis hetero (a partir de ahora hch) enfundados en lencería sofisticada, subidos en altos tacones o cuajando sus protésicos pechos con enormes globos bajo un top.
Sabemos que el carnaval, la fiesta y el ditirambo dionisíaco, lejos de constituir un afuera de lo político, son ritos ciudadanos que participan en la estructuración misma de la comunidad. Nuestro calendario laboral, por ejemplo, se estructura en base a las ritos festivos, como el carnaval.
El disfraz como ruptura
¿Qué es un rito? El antropólogo escocés Víctor Turner comprende el rito como un proceso colectivo en el que, a través de una puesta en juego de ciertos significados y símbolos, se produce una transformación del mundo. Creo que podemos, sin forzar demasiado, decir que más allá de una transformación, el rito consigue una producción de mundo: es través de los ritos que creamos y recreamos ciertas estructuras sociales. Pues bien, a lo largo de este artículo tomaremos el disfraz de bimbo como un rito de masculinidad cuyos efectos sobre el cuerpo social tienen consecuencias políticas.
¿Consigue Bad Bunny hackear las relaciones de género? ¿Es disfrazarse de bimbo una forma de transgredir las reglas de la masculinidad? ¿Es subversivo?
¿Qué es lo que hacemos cuando los hch nos disfrazamos de bimbo? Consideremos dos opciones: podría ser que contribuyéramos a hackear los códigos de masculinidad creando significantes flotantes, zonas de ambigüedad o líneas de fuga que fueran un buen caldo de cultivo para transformar el género. Pero también podría ser que no: ¿Y si simplemente estuviésemos asistiendo a una reinterpretación de la hegemonía y un retorno de lo mismo? ¿Consigue Bad Bunny hackear las relaciones de género? ¿Es disfrazarse de bimbo una forma de transgredir las reglas de la masculinidad? ¿Es subversivo? ¿Supone una disolución de la masculinidad heterosexual? ¿O es, por el contrario, una reinterpretación de la hegemonía y una reafirmación? ¿Y si fuera una tecnología del género que participa en la construcción social de la dominación masculina?
Seguramente las dos cosas, subversión y reafirmación de la norma, estén pasando simultáneamente, pero voy a ser un poco pesimista y aguafiestas: creo que lejos de suponer un momento de subversión de la masculinidad o los rangos de género, cuando aprovechamos esos momentos de fiesta para hacer transformismo bimbo, muchas veces, acabamos conformando un sistema con los acosadores callejeros, los que no cuidan el consenso en el sexo o el lenguaje machista.
Y es que, según cómo juguemos con esos elementos estéticos tradicionalmente asociados a mujeres, podemos estar participando en la construcción social de las mujeres como cuerpo subordinado y, como tal, dominado políticamente, explotado económicamente y sexualizado culturalmente.
La masculinidad y las fobias
Esta reflexión me asaltó escuchando el podcast de Clara Serra Los hombres de verdad tienen curvas, del que me declaro súper fan. Concretamente, el episodio 5, en el que se entrevista al escritor e influencer Roy Galán sobre las prohibiciones que apuntalan el constructo de la masculinidad.
Toda la entrevista gira en torno a la tesis de Badinter de que la masculinidad (si es que en un contexto de crítica interseccional sigue teniendo sentido hablar de una masculinidad pura no modulada por la clase, el género, la raza, el capacitismo, etc. sin caer en entelequias) se construye negativamente, a base de prohibiciones. Los niños devienen hombres a través de una serie de ritos sociales en los que “la masculinidad se adquiere en un proceso de diferenciación con la madre y el mundo femenino”. La socialización de género de los hombres consistiría en un violento proceso de diferenciación con las mujeres, les niñes y las maricas. Adultismo, misoginia y homofobia en las entrañas del corazón de los hombres. Tres fobias, tres fantasmas, tres figuras terroríficas que espantar de nuestra vida a cada instante para mantener la noción de lo que somos.
La masculinidad no sería, por tanto, una esencia (algo que se es) sino una praxis (algo que se hace). Y es aquí donde entra el concepto de rito, puesto que este divorcio con la infancia, la feminidad y la homosexualidad (todo lo socialmente entendido como pasivo o vulnerable) no se da de una vez y para siempre. Implica un trabajo extenuante: los mandatos de masculinidad suponen ahuyentar en cada instante de nuestra vida esos tres fantasmas que amenazan nuestra identidad. Un gasto psicobiológico brutal por alcanzar cuotas de normalidad masculina que nos permitan acceder a la esfera del reconocimiento. Para ello necesitamos, como dice Clara Serra, ritos de masculinidad, formas socialmente establecidas desde las que producir masculinidad.
Si la masculinidad se construye desde la misoginia y la homofobia, ¿cómo se explica que nos pirre tanto ese disfraz? ¿No deberíamos odiarlo?
Pues bien, en algún momento de la entrevista, se preguntan Serra y Galán a qué se debe esa pasión de los hch por disfrazarse de mujer en carnaval. Serra lo define como “un rito propio de la masculinidad heterosexual” y Galán lo celebra porque “es liberador salir de la cárcel de la masculinidad”. Pero un momento: si, como dijimos antes, la masculinidad se construye desde la misoginia y la homofobia, ¿cómo se explica que nos pirre tanto ese disfraz? ¿No deberíamos odiarlo?
Efectivamente, podemos seguir a Galán cuando dice que ese disfraz para los hch conlleva una liberación: algo se libera cuando nos bimboficamos, de acuerdo, pero creo que podemos ampliar un poco la pregunta ¿Implica esa liberación de algo (de feminidad reprimida...) la liberación de alguien? ¿Participa esa liberación psicológica en la liberación política? Querría señalar, ante la ingenua apreciación de Galán, que esa “liberación de algo” que vivimos con el disfraz, podríamos comprenderla desde el concepto de catarsis. La cual no tendría, en principio, apenas efecto liberador. Más bien lo contrario: refuerza el status quo.
La catarsis conservadora
¿Qué papel jugaría, así el disfraz como catarsis? “Catarsis” proviene del término médico que designa la purificación del cuerpo de aquello que lo enferma. El sujeto se purifica al ver experimentar simbólicamente sus miedos o su ira en la pantalla o el escenario. Una vez el cuerpo ha vivido esa purga emocional, se relaja de la tensión de cumplir las normas y los tabúes de la ciudad y, paradójicamente, está preparado para aceptarlos. La catarsis tendría, como también señala Bretch, una función conservadora: reconcilia al conjunto de la ciudadanía con el orden político.
El rito no afecta la posición social ni subjetiva, sino que sirve para reproducirla. Lo bimbo no se integra en el ego y sigue funcionando como un exterior constitutivo
Esa catarsis no tendría entonces efecto transformador. El hch bimboficado estaría compareciendo ante su propio terror para descargarse de la tensión que supone su prohibición constante de ser no-mujer y, tras la satisfacción de ese deseo culpable, se encontraría dispuesto a aceptar tal cual su identidad y su posición en las estructuras del género establecidas. Por ser un episodio festivo, no se percibe como acción completa y no tiene efectos en la identidad, “es sólo para divertirse”. El rito no afecta la posición social ni subjetiva, sino que sirve para reproducirla. Lo bimbo no se integra en el ego y sigue funcionando como un exterior constitutivo (recordemos la tesis e Badinter).
En definitiva, el disfraz de bimbo sería, más que un momento de subversión, de euforia de la masculinidad y de sujeción a la estructura de género. Una performance que podría funcionar como mecanismo simbólico exorcizar la feminidad fuera de la identidad y, por tanto, reafirmar la masculinidad: jugando a ser el “otro”, remarcamos que no somos eso en “la vida real”. La catarsis que supone no disuelve al sujeto masculino sino que lo reafirma y, con él, el orden del género tal y como es. Lejos de sacarnos de la cárcel de la masculinidad, nos encierra aún más en ella. De hecho, seguramente por ser el arquetipo de feminidad que menos amenaza nuestra identidad, sea el que preferimos por encima de todos para nuestras galas.
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Es increíble que se posean estos “mapas mentales” tópicos y falsos, por generalizadores. Parece que se escribe sobre hormigas o abejas… ¿Un efecto colateral del antiespecismo?
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