We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Hace unos días, Ana Morgade participaba en esa prueba del concurso Pasapalabra en la que deben adivinar una canción escuchando sus primeras notas. La humorista reconoció los acordes de “Sufre mamón”, e interpretó la canción con entusiasmo. En el programa la corearon y la bailaron para, al momento, tras reconocer Morgade que era una canción “muy guay”, puntualizar que no le parecía bien usar la palabra “marica” como insulto ni que a las mujeres se las tenga que devolver “como un bolso”. No hubo censuras de ningún tipo, ni mucho menos crítica al autor sino que se señaló, en un contexto jocoso y sin rastro de acidez en la crítica, algo que tendría que ser de sentido común para cualquiera: que las mujeres no son cosas que un hombre devuelva a otro y que la palabra marica no es un insulto.
Sin embargo, tales blasfemias despertaron la rabia furibunda de toda una jauría de indignados que sienten cualquier cuestionamiento de la música “de los 80”, por nimio y banal que sea, como un ataque a la libertad de expresión. Y así, las redes se “inflamaron”—por usar esa expresión ridícula con la que cada día cierta prensa describe las efímeras e insulsas inflamaciones de Twitter— con cientos de ofendidas quejas que enlazaban tales o cuales canciones, “políticamente incorrectas”, que, a su parecer, hoy no se podrían haber escrito o estarían “censuradas”. Tantas que incluso llevaron a ser TT durante un ratito hashtags como Loquillo y Siniestro Total, autores estos últimos de toda una larga lista de canciones irreverentes y sardónicas, escritas en su tiempo con indisimulado deseo profanador. En el caso de Loquillo, obviamente, se defendía su derecho a interpretar “La mataré”, ese tema que lauda el feminicidio.
Lo chocante de toda esta ola furiosa es que se trataba de una indignación iracunda contra una presunta censura que no se había producido, es decir, de una ira preventiva contra una censura imaginada
Sin embargo, lo chocante de toda esta ola furiosa es que se trataba de una indignación iracunda contra una presunta censura que no se había producido, es decir, de una ira preventiva contra una censura imaginada.
En Facebook, la polémica se extendía también en esos mismos términos por esos languidecientes foros dedicados a la movida madrileña que habitualmente apenas concitan algunas fotografías nostálgicas de tal o cual músico, recibidas normalmente sin mucho interés por sus usuarios. Ese día, sin embargo, la denuncia de la censura que ejerce la dictadura progre exaltó y movilizó a cientos de los habitualmente somnolientos ochenteros.
Asomado a su mundo, no hacía falta ser un observador muy avispado para saber por dónde iban los tiros: en los 80 había más libertad que ahora, al menos con Franco sabíamos quién censuraba, estamos bajo la dictadura del comunismo, los pijosprogres, giliprogres, progrestalibanes, la policía moral progresista, el feminismo mal entendido y el de de mesa camilla. Ana Morgade es una payasa cuñada imbécil que no tiene ni puta idea de música y un montón de insultos más; qué curioso que no se critique el reguetón que es mucho peor (como si sospechasen de una conspiración feminista a favor de este estilo); con estos neopuritanos progres, Aristóteles y Goya estarían censurados; sesudas reflexiones acerca de que ese “machismo heterofachiarcal” es una invención, que las que vivieron el machismo fueron nuestras abuelas y que una “verdadera feminista” lo que quiere es que a las mujeres no les regalen las cosas por ser mujer, lo contrario de lo que propugna el “hembrismo” de hoy.
Permanentes apelaciones a la falta de libertad con nostalgia de la de antaño y recomendaciones de que, los que osen criticar tal o cual letra, mejor se vayan a un grupo “antifa de superguays morados”. Otro enlazaba una de las habituales mendacidades del fanzine ultra Libertad Digital, en el que se denunciaba que un rapero había posado con Errejón (¿qué pintaba en esto?) en 2015. En muchos perfiles ondeaban banderas rojigüaldas y no eran pocos los que recordaban el presunto ultraje que la propia Morgade infligió a la bandera patria en uno de sus sketches. Y ceso de aumentar una lista interminable: el lector inteligente ya se habrá percatado de cuál era el clima ideológico predominante.
El revuelo motivó que David Summers saliese a defender su canción. Quizá podría haber reconocido con naturalidad que, efectivamente, la palabra marica no es un insulto y que las mujeres no son objeto de posesión masculina pero, en su lugar, él sabrá el motivo, prefirió afear lo ocurrido en el programa y se preguntó por qué la emitían si tanto ofendía.
El rock, como la ultraderecha, se expresa en una forma de rebeldía sumisa, subordinada a la sociedad del hiperconsumo, a los poderosos, al capital, a la industria y sin cuestionar jamás ni uno solo de los conflictos que produce la desigualdad económica
Hace tiempo, en un artículo que pretendía reflexionar sobre el sustrato ideológico que anima a muchas personas a simpatizar con Vox, señalaba a vuela pluma las concomitancias que existen entre el mensaje subliminal de la ultraderecha y la expresión presuntamente contracultural de la música pop/rock. Ambas ignoran las problemáticas de clases, ensalzan el individualismo e incitan al consumo irresponsable adoptando ademanes aparentemente díscolos. El rock, como la ultraderecha, se expresa en una forma de rebeldía sumisa, subordinada a la sociedad del hiperconsumo, a los poderosos, al capital, a la industria y sin cuestionar jamás ni uno solo de los conflictos que produce la desigualdad económica, la cual se admite como un hecho natural, incluso deseable. Porque, ¿acaso no es el sueño/destino de todo músico llegar a ser una estrella, un millonario? ¿Y no son los propios multimillonarios megalómanos los que adoptan los gestos y modos de transgresión banal de los rockeros de un modo que casi los hace indistinguibles? ¿Puede extrañar que ambos mundos tengan públicos idénticos?
Música
Música Cuando el rock dejó de cambiarnos la vida
Para quienes hemos transitado años por esa mística del rock, habitando ese ecosistema de garitos, conciertos y compadreo varonil de chupas de cuero puede resultar doloroso ese ejercicio de introspección que supone quitarse las gafas negras. Y tal vez nuestra melancólica nostalgia se rompiese en pedazos si un espíritu dickensiano nos llevase a vernos a nosotros mismos en las barras de los bares, pontificando acerca de la noche, la amistad y los valores del rock y admirando sin límites a nuestros ídolos, la mayoría auténticos zotes incapaces de sostener una conversación mínimamente adulta que no verse sobre si aquella vez tocaste muy bien en Velilla de Rioseco o si tal disco es mejor que tal otro.
Por no hablar de la cosmovisión de la mujer que penetra toda la cultura y la retrata tantas veces como una femme fatale llena de peligros y una muesca para tallar en el cabecero de nuestros lechos voraces. O que relega a las mujeres músicas a una subcategoría inferior en la que son toleradas con desdeñosa condescendencia y paternalismo. Incluso peor: en un Azkena Rock Festival en el que Juliette Lewis se lanzó hacia el público haciendo stage diving, hordas rockeras se abalanzaron a manosearla y meterle mano en una escena que superaba a la más bochornosa película de Esteso. Horas después, los corrillos aún ensalzaban como héroes a aquellos que se jactaban de haberle tocado el coño.
Si pudiésemos vernos así, desde fuera, aplicando una mirada crítica a esa subcultura, quizá descubriríamos que lo único que contiene es apelaciones al individualismo más radical, haz lo que quieras, vive como quieras, que nada te pare, sáltate la ley si quieres, consume, quema, derrocha, despilfarra, haz ostentación obscena de tu riqueza, muéstrate como un dios. Y machismo, sí, machismo. Tampoco hables jamás de política, ni de conflictos sociales porque eso es para filoetarras o cantautores añejos. Habla solo de los verdaderos conflictos de la vida, esto es: los que se producen con/contra mujeres que nos abandonan, que nos destruyen, que nos mienten y a las que a veces desearíamos matar.
El rock, al parecer, es transgresión, pero la casi totalidad de sus letras lo único que tratan son relaciones amorosas fallidas, esa temática neutra que a nadie molesta y que no difiere mucho de la que discurre por las novelas de Corín Tellado
El rock, al parecer, es transgresión, pero la casi totalidad de sus letras lo único que tratan son relaciones amorosas fallidas, esa temática neutra que a nadie molesta y que no difiere mucho de la que discurre por las novelas de Corín Tellado. Y tan poco molesta que hasta ROCK FM es propiedad de la Conferencia Episcopal y son infinidad los ayuntamientos y comunidades autónomas conservadoras que programan y dilapidan fortunas en los festivales más relevantes. Valga como ejemplo: la misma Xunta que reduce en dos millones de euros el presupuesto para una atención primaria a punto de estallar por colapso, destina tres millones para pagar un bolo de Muse. ¿Qué transgresión y rebeldía puede haber ahí? ¿Harían tal cosa estos organismos si no considerasen el mensaje subliminal del género apropiado para sus parroquianos? ¿Sería la banda sonora de los centros comerciales y los anuncios de coches de alta gama? Sé un rebelde, cómprate un bugazo. Sé un rebelde: muestra tus joyas.
No es de extrañar que a los conciertos que todavía ofrecen los escasos supervivientes de la época asista únicamente un público en el que los cincuenteros ya empiezan a ser de los más jóvenes y que ese día “transgreden” su tranquila existencia de funcionarios o empleados de banca vistiendo —si por un casual aún les cabe— la camiseta curtida en mil batallas rockeras. Quizá antaño se agitasen melenas en las primeras filas, pero hoy son las calvas las que refulgen bajo los focos. Y los antaño salvajes pogos se han sustituido por un suave cimbreo de triponcio sujetando la birra. Mientras canturrean las mismas simplezas de los últimos 40 años con gesto malote y elevan de vez en cuando una mano emocionada con el índice extendido para luego, al finalizar, y conscientes de su cercana extinción, vituperar como abueletes regañones a esas nuevas generaciones de chavales burros e ignorantes que los ignoran porque solo escuchan reguetón.
La apelación rockera a la libertad individual, entendida de ese modo superficial, enlaza con la libertad de las cañas de Ayuso pero no con la libertad de que te atienda el médico en un plazo aceptable
Carlos Fernández Liria acostumbra a decir que el derecho es la protección del pobre. Porque el rico ya tendría el poder de hacer lo que le apetezca y el derecho supone una cierta limitación. El derecho, la ley, es una conquista de los de abajo frente a los de arriba. La apelación rockera a la libertad individual, entendida de ese modo superficial, enlaza con la libertad de las cañas de Ayuso pero no con la libertad de que te atienda el médico en un plazo aceptable. Es una libertad que no defiende el bien común sino el capricho personal de saltarse las normas. Es más bien aquella libertad de Aznar de poder conducir tras beber unas copitas, seguir fumando en los bares, la libertad de los cazadores para disparar cuando y donde les salga de los huevos, de la estrella de rock para romper la habitación de hotel y tirar el televisor por la ventana, o la del cantante para salir drogado a escena, romper una guitarra carísima, no articular palabra y estafar a su público. Porque en el escenario son “los de arriba”, dioses sin ley. Es la libertad de las empresas para destruir el medio ambiente sin las cortapisas del conservacionismo gruñón prohibelotodo. O la libertad de seguir tomándose a guasa y defender como obras maestras canciones, por ejemplo, que conminan a asesinar a mujeres en un contexto en el que se asesina a una mujer por semana. Porque el contexto importa.
Cuando Siniestro Total canta “Matar hippies en las Cíes”, podemos considerarlo una boutade, una hipérbole irónica porque nadie mata a hippies en la realidad. Pero cuando canta “Hoy voy a asesinarte, nena, te quiero pero no aguanto más”, el contexto es radicalmente diferente pues con palabras parecidas sí se mata. Quizá antes no éramos conscientes, pero ahora sí. Mas, ¡ay! ¡La libertad atacada! ¡La libertad ante todo! ¿Y acaso la penosa muerte cotidiana de esas mujeres debe privarnos de poder seguir cantando glosas al feminicidio? Todo esto, cuando en realidad, nadie está prohibiendo ni censurando nada, sino contextualizando un producto cultural sin destruirlo ni agredirlo. ¿O acaso yo no puedo leer On the road de Kerouac y, a la vez, aceptar la crítica de Rendueles a su sustrato patriarcal? Pues parece que no, que incluso cuando se hace del modo y en el tono afable que utilizó Ana Morgade, la jauría salta y escupe sus babas de odio espumoso, llamando ofendidos a los demás.
De cuando en cuando curioseo por los espacios de reunión en las redes de los viejos rockeros, y a muchos de los más eximios conozco personalmente tras décadas de compadreo. Quizá no se pueda generalizar pero el panorama al que yo asisto es el de negacionistas del covid y el cambio climático, defensores de la libertad de no llevar mascarilla y hasta jueces rockeros que se quejan de que nos quieren quitar la libertad para ir de putas. Libertad, libertad y libertad atacada por todas partes por Pedro Sánchez y sus secuaces liberticidas. No la libertad para tener una vivienda digna o cuidar a tus hijos. No, la libertad de saltarse las restricciones que ordenan la convivencia pero a nosotros nos molestan, para actuar como pícaros listillos, para que tu hermano se lucre con comisiones a costa de la muerte, para poner en riesgo la salud de los demás o para hacer rimas con el asesinato de mujeres. Pa lo que han quedao, los antaño rebeldes. Pobrecitos. Rock and roll, yeah, baby.
Relacionadas
Música
Festival de Valdencín Música y reivindicación: así fue el II Festival Tejiendo Redes en Valdencín
Euskal Herria
Kortatu El “Sarri, Sarri” suena en la cárcel de Martutene y el Gobierno Vasco no volverá a permitirlo
Opinión
Opinión Quan isc a buscar l'alegria (carta de amor a València)
En una sociedad, colectivo o comunidad, la libertad individual de expresión debe ser un derecho reconocido, como debe reconocerse la supeditación del hecho individual ante el derecho de lo necesario del colectivo.
Algunas cosas necesarias son evidentes otras están en el límite, son discutibles.
En una sociedad, colectivo o comunidad, la libertad individual de expresión debe ser un derecho reconocido, como debe reconocerse la supeditación del hecho individual ante el derecho de lo necesario del colectivo.
Algunas cosas necesarias son evidentes otras están en el límite, son discutibles.
Entiendo lo que se expresa en el artículo, pero creo que no es bueno generalizar, ya que hay otras bandas de rock que no responden a ese perfil de individualismo y de rebeldía falsa, acomodaticia y tolerada por el sistema. No podemos olvidar a Reincidentes, con una versión de "Grândola Vila Morena" de José Afonso o letras que hablan de que las mujeres sean dueñas de su cuerpo; Barricada, Negu Gorriak, Leño y Rosendo (con canciones como "Este Madrid", "Cucarachas", "Entre las cejas", "La fauna", "No me apetece" o "Como estatuas de sal"), Tahúres Zurdos, Los Enemigos (letras con poemas de Lorca, versión de "Señora" de Serrat o esa enorme canción sobre el problema del suicidio que es "Septiembre"). Incluso en una generación anterior a la de los ochenta, Topo escribía sobre el pasado de muchos escolares en el franquismo en "Días de escuela" y dejó todo un himno distópico en "Vallecas 1996", advirtiendo sobre el consumismo y la degradación ambiental.
Y el velo de la libertad de las cañas sigue tapando los ojos a los madrileños. Somos de estudio antropológico
Cómo está el patio.
Si sigue esta escalada pronto la guerra cultural pasará a mayores.
El otro día la ultraderecha alcanzó un nuevo hito: Marhuenda salió al fin en la tele pública.