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Música
Violeta sin Violeta
Violeta Parra dejó un legado vasto como Chiloé, pero no podemos dejar de someterlo a crítica. Actualizarla es desmontarla.
A Violeta Parra se la ha escuchado, desde que tenemos uso de razón, traducida en versiones. Desde sus propios hijos a sus nietas, pasando por cien artistas latinoamericanos; con la ambivalencia que tiene el gesto: apropiación, homenaje, invisibilización o reivindicación.
Aún es necesario explicar que Mercedes Sosa hizo una versión de “Gracias a la vida”, Violeta era la autora. A Violeta, sin embargo, no es fácil escucharla sin filtros. Y quizá no sea sencilla de descubrir. El centenario puede servir para justo lo contrario.
Cuando en 1999 me fui a vivir a Chile, tampoco sabía mucho de ella. En casa escuchábamos un disco de Ángel e Isabel Parra, La peña de los Parra (1971). En él se encuentra una versión de uno de sus temas menos conocidos, “Qué vamos a hacer con... / Ayúdame, Valentina”: quizá la proclama más radicalmente anticlerical que existe en castellano.
Mi pareja opinaba que era mucho mejor en la voz de su hija: más dulce, menos rústica, más ¿civilizada? No solo era una versión melodiosa, sino de una tonalidad totalmente opuesta, que rebaja la rabia y la acerca más a un “peticionario”. Como el vino peleón, con la música de Violeta siempre está uno tentado de “rebajarla”.
Pasado el tiempo, abrí el cancionero, sin píldoras de azúcar, y eso fue abrir la caja de Pandora. Se pueden disfrutar las traducciones de su legado en la voz de Francesca Ancarola, Pedro Aznar o Javiera Parra. Pero nada hay comparable a habituar el oído (a veces el alma) a su sonido áspero, su tosquedad, su raíz destemplada o su melancolía (que no es nunca, jamás, impostada, aunque resulte un tanto insufrible). Salvaje, arisca, indomesticada... Cuando te sumerges en su cancionero (Violeta es mucho más que Las últimas composiciones) en su propia voz, descubres algo más bien feo, algo como un grito modulado, más cerca de lo dionisíaco que de lo apolíneo, más cerca del exceso que de la contención. Y más humano que divino. Yo me lo tomo siempre de a poquito, ay, sí, sí, sí.
Pido ayuda para escribir, porque este texto no quiere contribuir al mito: pregunto a dos personas que documentan la música popular de Chile, y ambos insisten en sus contradicciones. Fue una mujer orgullosa, trató mal a medio mundo. Nicanor, el hermano, la llamaba “Violenta Parra”.
Hay largos testimonios sobre su mal genio, que ahora no toca considerar. Se enfadan —cada uno en su versión— por lo que el centenario pueda hacer en su figura. Tienen (tenemos) miedo de la congelación del personaje a través de un homenaje acrítico que lime los claroscuros. Como si, en lugar de rescatarla, fuera a depositar una capa de lava sólida sobre su ser “valiente”, “sufriente”, “sacrificado”. “Deberían canonizarla, es lo que queda”, bromea uno.
Aún más desastroso que escucharla en traducciones y versiones, puede ser escucharla sin escucharla: superponerle marcas blancas, significantes vacíos, para hacerla más cómoda o dócil. Lo peor que le puede pasar a su figura es convertirla, como le he oído a su nieta, en “la mártir” de la música chilena.
Dejó un legado vasto como Chiloé, pero no podemos dejar de someterlo a crítica. Actualizarla es desmontarla. Para salvar a Violeta de Violeta (la estatua de sal), mis amigos proponen tratarla como “a alguien de la familia”. Alguien tan humano que también es capaz de hacernos daño. Alguien a quien los homenajes le resbalarían, o directamente los maldeciría. Y tocaría el cultrún en tu habitación hasta que te doliese la cabeza.
Con agradecimiento a Gerardo Figueroa e Ignacio Ramos.