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Comunismo
Besana: La primera línea
LA PRIMERA LÍNEA
La primera línea del arado es la que marca el recorrido de todas las demás. Saberla trazar puede ser determinante en el resultado del trabajo posterior, así como entender por dónde avanza el surco que orienta la salida de esta oscuridad a la que nos arroja el capitalismo en descomposición. Sobre todo, en una tierra, como la de Castilla, donde se ha borrado todo rastro anterior y la ideología ha sido cercada, tan pavorosamente, en beneficio de las élites dominantes.
Y como surco que ha de ser amplio, abierto a las grandes mayorías sociales, tiene que acertar a recorrer con su hendidura el sentido común de la época en que se gesta. De lo contrario, la inadecuada consistencia del terreno, la desconexión con el sustrato en el que implantarse, lo desdibujará malogrando cualquier esfuerzo por bienintencionado que este sea. Este sentido común, en realidad, ha de ser la fuerza que empuje la reja, como escribe Víctor Hugo: «Nada hay más poderoso que una idea cuyo tiempo ha llegado».
SEÑALES
En el empeño de adivinar por dónde discurre ese sentido común, dos son las señales a interpretar en este suelo baldío. Señales contradictorias, incluso tramposas, pero son la manera que tiene de manifestarse en una geografía sobre la que se ha instalado el corazón de la bestia. Un cuerpo cuyo aliento mantiene otro espíritu.
Por un lado asoma el retorno de lo reprimido, tras décadas donde parecía que la globalización iba a borrar cualquier vestigio de comunidad política nacional. Al proyecto neoliberal, que anhelaba deshacerse de las políticas redistributivas ancladas en cada país después de la Segunda Guerra Mundial, por medio de un imperialismo económico armado con una batería de organismos supranacionales y leyes económicas internacionales, le atraviesa una corriente soberanista que quiere devolver la palabra, el derecho a decidir, a los pueblos.
Hoy, con un capitalismo acariciando sus límites estructurales, que cada vez se puede comprender menos desde la producción y más desde la desposesión, el gran conflicto a nivel mundial es por la soberanía, siendo hacia su interior donde se articulan el resto de opresiones: clase, género, raza… Que la resolución de este conflicto se esté produciendo, en la mayoría de las ocasiones, con programas conservadores (aquellos que integran a las élites), no quita validez al planteamiento del regreso del unheimlich, a decir de Freud, sino que por el contrario le añade importancia.
Un sentido común recorre Europa como un fantasma, y es la evidencia de que no existe otra polis que la nación. Hacer de ella un lugar donde fijar derechos, confrontar a las clases dominantes, es la tarea irremplazable para todas aquellas voluntades que quieran tomar partido por el bando plebeyo.
Trasladar esta lectura a Castilla remite directamente a España como entidad de construcción nacional, como única realidad legible en los términos descritos anteriormente. Pero España, única apuesta también para el grueso de las izquierdas por estos lares siguiendo un falso indicio, una pista engañosa, nunca ha abandonado su condición imperial, ahora postimperial, siendo ella la última colonia de sí misma. Se mantiene operando con esa lógica que genera fragmentación y heterogeneidad, para situar a incontables sujetos como enemigos internos (migrantes, LGTBI, pobres, precarizados, independentistas…). El pueblo aquí no es un sujeto constitutivo (no existe un sujeto nacional, transversal), sino a dominar: la anti-España. El no haber gozado nunca de un proceso constituyente viste al Estado únicamente con la armadura del derecho de conquista: de cuerpos, territorios, instituciones, imaginarios…
El imperativo categórico, por lo tanto, de impulsar un proceso constituyente, en plural, procesos constituyentes, obliga a las gentes que habitamos estas tierras a volver a mirarnos. A contribuir, con nuestra crucial aportación, a la de esa «generación de pensadores y activistas que en este fin de siglo [ XIX ] empezaron a desmontar el único sistema verdaderamente eurocentrado de la historia universal, y dejaron a las potencias imperiales, todas ellas, ante la tarea (aún inconclusa) de dejar de ser “colonias de sí mismas”», como dejó anotado el mexicano Hernán Taboada. Hay un horizonte compartido de soberanías populares y republicanas del que Castilla tiene una responsabilidad histórica, la de ser depositaria de la llave que permite su acceso.
La otra marca, que nos guiará en el trazado de esa primera línea, es la de devolver un uso social a la propiedad y las instituciones, ambas medidas con una clara intencionalidad de reparto de la riqueza. En un contexto donde las desigualdades sociales se van agudizando, donde la categoría de trabajador pobre va calando en cada vez más capas de la población, urge poner límites a las malas prácticas que se ejercen desde la propiedad: especulación, usura, chantaje… Así como reintroducir de nuevo la economía en el campo de la ética y la política, como acostumbraba la vieja concepción aristotélica, de tal manera que nos permita dirigirnos hacia una mayor igualdad sin descuidar el cuestionamiento de la riqueza que sostienen las perspectivas vulgares del materialismo (en la acepción más restringida de la palabra).
El mercado fuera de control es una fuerza devastadora de lazo social, bienestar y las bases más esenciales para la reproducción de la vida. Acotarlo es ganar posiciones para la democracia frente al autoritarismo neoliberal, y las únicas instituciones dispuestas a librar esa contienda son las del pueblo, es decir, aquellas en las que el pueblo manda. Ya que al igual que el negro o la máquina de hilar (tecnología), al discurrir de Marx, solo bajo determinadas condiciones son un esclavo o capital, las instituciones públicas (tecnología) del lado plebeyo están a su favor. Blindarlas es hacerlas más transversales, participativas, horizontales; ponerlas en comunicación con las instituciones y prácticas comunales, hacer difusa la distancia entre estas y aquellas.
Con este criterio se debería de empezar a afrontar los tres problemas más acuciantes de la moribunda Castilla: el vaciamiento y despoblación de gran parte de su superficie debido a la división internacional del trabajo; el Madrid Distrito Federal que (sin abandonar su estatus de Corte) actúa de agujero negro para la circulación global de capitales; y la ausencia permanente de un proyecto de vertebración territorial que genere cohesión y solidaridad a lo largo, y ancho, de toda su extensión. Así es como, interviniendo en estos tres aspectos estructurales, con políticas a favor de las grandes mayorías sociales, también se produce territorio. Porque el territorio es una producción social, y como tal puede tener su origen arriba, en las oligarquías y clases dirigentes; o abajo, las clases populares.
LA PROMESA IGUALITARIA
Castilla necesita un nuevo pacto social, una promesa igualitaria, que haga prender la llama comunera: su destello la ha de volver a situar en la historia; y el incendio dibujar su contorno, alumbrar su silueta. Como cuenta Marina Garcés, las promesas nos vinculan a futuros imaginados y tejen pasados. El tapiz que cubre la epidermis de esta tierra lleva un hilo republicano, de color morado, que se remonta al vigoroso movimiento municipal del siglo XII. La convencional denominación de vecinos que de él proviene, opuesta a la de naturales del reino, muestra ya desde sus orígenes una impronta cívica y de autogobierno.
Ya en los albores de la que se ha apelado como cepa republicana castellana, que ha brillado con fuerza en diferentes momentos de su devenir histórico, la idea de libertad estaba muy presente. Si antes se levantó contra monarcas, caciques y dictadores, hoy le toca lo correspondiente contra unas élites que eligen el régimen de guerra global, como mecanismo para resolver estos tiempos de crisis, invirtiendo la cita de Clausewitz y haciendo de la política una continuación de la guerra por otros medios.
El Estado español, la trinchera que nos compete, sigue a la ofensiva con su fórmula del Régimen del 78 compuesta por centralismo, monarquía y falta de democracia; y con una Constitución que deja en los márgenes de su orden normativo las bases materiales de la reproducción de la vida. El antiguo pacto capital-trabajo se desintegra, fruto de la divergencia entre democracia y capitalismo, y aparece un inmenso campo social que no tiene cobertura ni representación. El valor de un proceso constituyente para Castilla radica precisamente en acercar la democracia al pueblo, a una escala de lo posible. Una escala cuyas dimensiones no son físicas, sino históricas, sociales y políticas. A ella solo se accede deshaciendo el nudo que España aprieta entre lo social y lo territorial, como proyecto que es de los grandes propietarios y oligarquías.
Si en la Transición el modelo territorial y el reparto de la riqueza no fueron objeto de debate (la supuesta cultura del consenso miró para otro lado), hoy solo tirando de esas dos cuerdas, como en la teoría de los ovillos enredados, lograremos avances significativos para las clases populares de todas las naciones del Estado.
Además, para esos españoles a los que dijo Cánovas del Castillo que no pueden ser otra cosa, se despeja una vía por la que transitar en busca de una identidad que esté capacitada para dialogar con otros pueblos sin sentirse ultrajada ante la alternativa de caminos separados; y que tenga, a la vez, pistas por las que rastrear las respuestas a las preguntas civilizatorias fundamentales de estos tiempos. Que el ser comunera, en su apuesta por lo común, sea una particular forma de estar en el mundo que se convierte en un universal emancipado.
VOLVER A MIRARNOS
Una gran verdad se intuye tras el poema de Antonio Machado: «Españolito que vienes/ al mundo te guarde Dios/ una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón». Esas dos Españas, la reaccionaria y altiva junto a la servil e indolente, son una. Se necesitan, se complementan, se sostienen; entre las dos ponen en juego una ficción, una fantasía, que es la nueva que está por venir, por nacer. No existe. Cualquier posible España va a ser siempre un intento de restaurar su pasado imperial hacia la metrópolis.
Es el momento de volver la mirada hacia los pueblos, de transformar las derrotas de ayer en victorias mañana, de dar una oportunidad a los pasados no ocurridos. Para que en la terrible estepa castellana una primera línea inaugure surcos de esperanza, habrá que partir de un pensamiento situado en el territorio, con un léxico y una semántica que conformen raíces. Como el escogido por Miguel Delibes para confundirse con el paisaje y sus protagonistas (besana), sólo así cabe todavía imaginar la última palabra de esta contienda en boca de la criada Régula, de Los santos inocentes; o del señor Cayo; o del Nini, el niño sabio de Las ratas…
Aún nos queda el encinar.
Castilla comunera, una república plebeya.
Alonso de Salazar y Frías
(Colectivo LA CHAPA)