We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Ocupación israelí
Un diputado polaco, el Holocausto y Gaza
El 29 de enero, en el Parlamento Europeo, se guardaba un minuto de silencio en conmemoración de las víctimas del Holocausto. Nada más comenzar, un diputado polaco rompió aquel minuto, pidiendo que, en su lugar, se recordase a las víctimas del genocidio contra el pueblo palestino. Nada nuevo viniendo de este señor. Hace poco más de un año, Grzegorz Braun, que así se llama el susodicho y que es presidente del partido de extrema derecha Confederación de la Corona Polaca, ya se ganó otro minuto de gloria tras apagar con un extintor las velas de una menorá judía que se había instalado en el Sejm, la cámara baja del Parlamento de Polonia, durante la festividad del Janucá.
El autor de tales estridencias recibió entonces una reprobación pública por su vehemente y estrafalario antisemitismo, incluso por parte de su propio partido, recibiendo una multa y perdiendo la inmunidad parlamentaria. Ello no impidió, sin embargo, que fuese elegido como diputado al Parlamento Europeo en las pasadas elecciones de 2024, desde donde continua con su cruzada de expiación contra el judaísmo y la memoria del Holocausto. Antes, en enero de 2023, ya había protagonizado otro incidente, muy en su línea, interrumpiendo con violencia una conferencia del historiador, Jan Grabowski en el Instituto Histórico de Alemania de Varsovia, por sus declaraciones sobre la responsabilidad polaca en el genocidio nazi. El evento, por supuesto, se dio por finalizado, pero el aquelarre contra la memoria de la Shoah y la historiografía en Polonia, ni mucho menos, la había iniciado nuestro señor diputado.
De hecho, ya hace una década, Jan T. Gross, historiador polaco y profesor de la Universidad de Princeton, tuvo que hacer frente a una dura campaña pública dirigida desde la fiscalía y el Gobierno polaco, entonces presidido por el partido ultranacionalista y ultraconservador Ley y Justicia. El motivo había sido un texto publicado en el tabloide alemán Die Welt, en el que criticaba la falta de sensibilidad y de solidaridad de algunos Gobiernos de Europa del Este, entre ellos, por supuesto, el polaco, durante la crisis de los refugiados en aquellos meses de 2015. Es más, y esto fue lo que menos gustó, acusaba a los polacos de haber matado más judíos que los propios alemanes durante la II Guerra Mundial.
Una provocación, seguramente, pero no se distanciaba mucho de la realidad. Así lo demostró en su trabajo Vecinos de 2002, una investigación pionera en la medida en que sacaba a la luz la participación de ciudadanos polacos en los pogromos dirigidos contra la población judía, incluso después de la guerra. Aquella obra, y otras que le siguieron, como las del ya citado Jan Grabowski, cuestionaban de manera documentada la narrativa de un pueblo, el polaco, que no solo no habría tenido nada que ver con aquella carnicería antisemita, sino que habría dirigió sus esfuerzos a salvar al mayor número posible de judíos. No en vano, en 2018 el Gobierno polaco aprobaba una ley que condenaba hasta con tres años de prisión a quienes pusiesen en duda aquella lectura del pasado nacional, totalmente libre de la mácula del antisemitismo y de un crimen en el que, si ocuparon algún lugar, ese fue el de la víctima. Los únicos perpetradores fueron otros, los alemanes.
A este respecto, otro historiador, Enzo Traverso, llama la atención sobre los esfuerzos en desligar de la memoria la responsabilidad europea sobre el Holocausto, y no solo en Polonia. De la misma manera, advierte contra su banalización, perfectamente escenificada en los restos de lo que un día fue el mayor campo de exterminio nazi. Hoy, las viejas y antaño operativas estructuras del homicidio industrializado en Auschwitz son visitadas por millones de personas cada año, llegando a convertirse, para deleite de una obscena frivolidad turistificada, en una suerte de parque temático para instagramers. Quizás exagero, pero esa forma de consumo de nuestro pasado más traumático se enlaza, en cierto sentido, con esa industria del Holocausto de la que, ya hace años, habló el polítologo e historiador israelí Norman G. Finkelstein. Hijo de supervivientes, su libro aborda a modo de denuncia el uso interesado del Holocausto por parte de los dirigentes israelíes como recurso histórico y emocional para justificar su agenda exterior, en especial, la política de ocupación llevada a cabo contra el pueblo palestino.
La historia, como se dice, emitirá su juicio. Como europeos, pondrá en tela de juicio nuestro humanitarismo democrático, coartada autocondescendiente de lo que se ha llamado un genocidio compasivo
Así se ha visto durante este último año y medio por parte del Gobierno israelí, que no ha dudado en caracterizar el atentado de Hamás del 7 de octubre de 2023 como el mayor progromo sufrido por el pueblo judío desde el Holocausto. Aquella espantosa masacre ha justificado la despiadada e injustificable agresión israelí contra la franja de Gaza que, como se ha afirmado en diferentes foros académicos especializados, adquirió ya desde el comienzo un auténtico carácter genocida. A pesar de todo, como avisa el propio Traverso en su último libro (Gaza ante la historia) dicha palabra, la de genocidio, «está prohibida por los medios de comunicación», que preñan de inhibiciones entrecomilladas y de obstáculos semánticos el análisis, impidiendo analizar las verdaderas dimensiones de la barbarie alcanzada en ese otro campo de concentración que es hoy, y desde hace años, la franja de Gaza. De genocidio también ha hablado Francesca Albanese, destacada jurista y relatora especial de las Naciones Unidas para los Territorios Palestinos. Es decir, no una voz cualquiera, como la de aquel iracundo diputado polaco. Una voz a la que, sin embargo, ni se le ha escuchado lo suficiente, ni se le ha leído con necesaria atención su informe Palestina. Anatomía de un genocidio.
Y es que las palabras que utilizamos para definir la realidad importan, lo mismo que dónde nos coloquemos. Hoy, tras la firma de un alto el fuego, que queda lejos de la resolución del conflicto, cabe preguntarse si se puede hacer algo más frente a la complicidad silente de buena parte de los gobernantes europeos. El caso alemán ha sido especialmente indignante, haciendo evidente la carga de una culpabilidad histórica que le ha empujado a posiciones paradójicamente conciliadoras, aunque compensatorias, con otra agresión genocida. Otros Gobiernos, valga decirlo, han tenido la decencia de reconocer, por lo menos, la existencia del Estado palestino. Un gesto más simbólico que otra cosa, pero que conllevó, de parte de las autoridades israelíes, acusaciones de colaboración con el terrorismo contra el Gobierno español. Un síntoma, por lo demás, de la impunidad con la que se sabe y con la que opera el ejecutivo de Netanyahu. Más contundente ha sido, sin embargo, la movilización social que, por toda Europa, han reivindicado el cese de todo tipo de acuerdos, el aislamiento internacional y el boicot económico contra Israel, exactamente igual a como se hizo con Rusia tras el inicio de la invasión de Ucrania.
Por desgracia, poco o casi nada de esto último se ha hecho. La historia, como se dice, emitirá su juicio. Como europeos, pondrá en tela de juicio nuestro humanitarismo democrático, coartada autocondescendiente de lo que se ha llamado un genocidio compasivo. Respecto a las víctimas, dictaminará si merecerán, para nuestra corrección y honorabilidad moral, un minuto de silencio. Otro más. Todo eso es imposible de saber. Lo que sí podemos hacer es esforzarnos en garantizar una memoria que, más allá de sentidas conmemoraciones o de interesados usos ideológicos, opere como marco ético y colectivo desde el que denunciar los crímenes perpetrados y exhibidos ante nuestros propios ojos, como ha sucedido, sucede y, seguramente, continúe sucediendo en Gaza.