Opinión
Al cole en menos de quince minutos

Hay una imperiosa necesidad de redefinir (y redimensionar) nuestras ciudades para hacerlas más sostenibles y amables.
23 feb 2025 06:00

Hay una imperiosa necesidad de redefinir —y redimensionar— nuestras ciudades para hacerlas más sostenibles y amables. Y para ello es ineludible abordar el problema del tráfico motorizado que colapsa en hora punta las entradas y salidas urbanas. Antes, aclararé que no voy a extenderme aquí sobre las gravísimas repercusiones que tiene la contaminación ambiental en la salud de todos los seres vivos y tampoco voy a entrar en la contribución central del transporte motorizado al cambio climático. No, hoy no lo haré. Hoy me pondré las gafas para mirar de cerca y miraré a la plaza, a las calles y a los niños cuando llegan a sus colegios. Y con esa mirada, en la primera parte de este texto abordaré cómo reformular nuestras ciudades y nuestros barrios y qué forma puede tomar el transporte escolar en esa utópica ciudad. En la segunda parte del artículo reivindicaré una infancia activa y mucho más autónoma, más parecida a la que vivimos los de la generación X, la última generación que jugó en la calle.

La ciudad de los quince minutos

Hora punta: hora de entrada a los centros educativos. Millones de estudiantes acuden a clase y en los barrios algunas calles, aquellas donde hay colegio o institutos, se colapsan con decenas de coches en doble fila. Varios factores influyen en este colapso, algunos tienen que ver con el urbanismo, otros con la inseguridad callejera para nuestros peques, otros con la falta de alternativa en transporte público y otros con la elección de los colegios a veces a varios kilómetros de las residencias familiares. La cuestión es que la afluencia de estos miles y miles de estudiantes a sus clases es parte del problema del descomunal tránsito motorizado que abruma a todas las grandes ciudades en todo el planeta. Así que el transporte escolar o cómo llegan los y las alumnas a las aulas es una de esas cuestiones sobre las que es necesario interpelarse y profundizar.

Hay fórmulas relativamente rápidas y precisas que aliviarían el problema. Por ejemplo, establecer normas generalizadas dentro del marco de la conciliación familiar que permita flexibilizar los horarios de entrada al trabajo para compatibilizarlos con una llegada a los centros más pausada, menos protagonizada por el estrés. También reforzar los servicios de desayunos y extraescolares en los coles o dotar a las ciudades de transporte escolar de carácter público que recorra distintos centros educativos uniendo barrios y trasladando a los estudiantes que viven más lejos de sus colegios. Son todas ellas medidas que de forma inmediata se pueden poner en práctica y que con un buen diseño supondrían un alivio para las familias, para los centros y también para la congestión motorizada de las ciudades.

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Pero ninguna de estas propuestas, por imprescindibles que sean, tienen en sí mismas potencial transformador. Existe, no obstante, una propuesta que bajo mi punto de vista va al meollo del asunto: no es tanto buscar alternativas de transporte sostenible, sino minimizar la necesidad de moverse, es decir, relocalizar las necesidades socioeconómicas de las personas para que puedan hacer esos trayectos con energía humana. La proximidad es la columna vertebral de esta visión utópica de las nuevas ciudades: la ciudad de los quince minutos, una expresión popularizada por la alcaldesa de París, Anne Hidalgo.

La ciudad de los quince minutos es una ciudad conformada por numerosas calles y plazas peatonales, una ciudad en la que no se depende del coche para moverse estratégicamente y en la que cada ciudadano puede cubrir sus necesidades vitales como asistir a la escuela, a su lugar de trabajo, al centro médico, etc. en apenas quince minutos caminando o en bicicleta desde su hogar. Ciudades con múltiples centros que evitan la afluencia de miles de personas a los mismos sitios evitando los viajes largos y reforzando los vínculos vecinales. Es evidente que una ciudad así ordenada sería una ciudad más tranquila, más segura en la que los colecaminos o los bicibús serían opciones perfectamente plausibles y preferidas para llegar a clase.

Por qué no imaginarse un río de peques caminando o en bicicleta -con sus pertinentes monitores- recorriendo las calles del barrio y recogiendo a su paso a sus compañeritas. Por qué no imaginar que a las nueve de la mañana, en la puerta de las escuelas, son las bicicletas las que colapsan el acceso. Caminar, ir en bicicleta o en patinete a clase -pero no como excepción, sino como práctica cotidiana- sería posible en una ciudad cuyos barrios estuvieran pensados y diseñados a escala humana y sin lugar a duda esto conlleva una ciudad esencialmente descarbonizada en la que el espacio urbano se destina a las personas y no a sus automóviles.

Niñas y niños autónomos y felices

Yo, nacida en los 70, tuve una infancia callejera. A la salida del cole hacíamos los deberes y siempre teníamos un rato para estar en la calle con los amigos y las amigas. Corríamos, cogíamos saltamontes por los descampados, jugábamos «al burro, media manga, mangotero, andábamos en bicicleta. Éramos niñas activas, felices y libres. Pero esta infancia vital y autónoma se quebró. Y a medida que el tráfico y los propios automóviles hacían más inseguras las calles, las familias recluían en casa a los más pequeños. Hoy es raro en una ciudad grande que los niños bajen solos al parque aunque estén a un golpe de grito de sus padres y les puedan observar desde el balcón. Pero los niños necesitan moverse y, por ello, en muchas ocasiones esa dosis de movimiento y de actividad física que supone el juego se compensa con actividades extraescolares embutidas en una agenda apretadísima que suele ahondar la sumisión familiar al automóvil.

Este contexto se oscurece aún más por la creciente y alarmante dependencia a las pantallas en menores, recrudecida en los últimos años tras la pandemia. Y no hay que olvidar que el uso del smartphone y otras pantallas tienen unos efectos demoledores no solo en la construcción cognitiva del cerebro, sino también en el desarrollo psicoafectivo de las niñas y niños y de adolescentes. El uso del móvil restringe claramente la capacidad de imaginar, el pensamiento creativo y origina profundos problemas de déficit de atención. Además, influye en la construcción de los indispensables referentes y te aísla de los demás. Si esto es grave en adultos no es difícil imaginarse las alarmantes repercusiones que tiene en el desarrollo de los más pequeños. El smartphone, las tabletas e internet no son herramientas a disposición de las personas, sino secuestradores de nuestra atención; aislándonos de nuestro presente y de nuestro entorno.

Por el contrario, hay actividades que mejoran las funciones cognitivas y refuerzan nuestro cerebro y por ende nos hacen más felices y plenos. Algunas de ellas son la alimentación, el descanso, la lectura, el aprendizaje diverso, la socialización —interactuar con otros— y el ejercicio. El ejercicio y el movimiento —también el juego— son centrales en el desarrollo psicomotriz, intelectual y afectivo en la infancia. Esta afirmación nos conduce claramente a la necesidad de recuperar espacios en los que los niños jueguen al aire libre y —por qué no— a la vindicación de recobrar esos trayectos de ida y vuelta a las aulas andando o en bicicleta. Moverse es una actividad profundamente humana. Y, por añadidura, la bicicleta es una tecnología que refuerza la autonomía de las personas de toda edad y condición, fortaleciendo su capacidad física, conectándolas con el entorno y generando ingentes dosis de sonrisas y libertad.

Así que volvemos al principio, a esa ciudad policéntrica, predominantemente peatonal, lenta, pensada para recorridos a escala humana en la que los nexos comunales y vecinales son fuertemente vívidos. En esta ciudad, los niños pueden y deben reconquistar el espacio público y su autonomía, recobrando acciones tan sencillas y tan esenciales como cruzar la calle solos, llamar a la puerta de sus amigos o ir al colegio con sus hermanas y vecinas.

Son las estructuras —el planeamiento urbanístico, las diferentes instituciones socioculturales, la normativa— las que pueden vertebrar y sentar las bases con relativa rapidez de esa sociedad pospetróleo que el futuro nos reclama, pero no hay que olvidar (nunca me cansaré de subrayarlo) la importancia de la práctica vital, colectiva e individual en la creación de nuevos imaginarios. Por eso cada calle que se inaugura como peatonal, cada colecamino trazado, todos los bicibús de los viernes en algunos barrios, los coles que prestan un espacio para las bicicletas de sus alumnos, cada familia que planifica sus recorridos diarios en bici o transporte público, son la avanzadilla; la punta de lanza de una nueva —y a la vez antigua, pero sobre todo necesaria— forma de vivir y cohabitar este planeta.

*Este artículo es una versión posterior a otro que se publicó inicialmente en el blog de Aula Revuelta

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