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De entre todas las canciones a las que Liz Fraser ha puesto voz, hay una que nunca fue oficialmente publicada y, sin embargo, podemos escuchar. Esa canción cuenta una historia y es la siguiente: alrededor de 1995-96, la escocesa conoció al californiano Jeff Buckley, se enredaron en una relación y se amaron obsesivamente. De ahí salió “All flowers in time bend towards the sun”.
No es una colaboración más dentro de su larga carrera y no debería haberse publicado. Muchos de los comentarios al tema aluden a ese “placer culpable”, a la sensación de estar asistiendo a un ritual íntimo y prohibido. Son cinco minutos que testimonian un encuentro entre dos talentos increíbles, cinco minutos que patentan algo que los transformó a ellos, y también a los demás.
Probablemente se trata de una toma única. Hay una guitarra, quizá dos, y sus voces armonizando, jugando. Nunca sabremos cuántas personas presenciaron el momento en el estudio, ni cuántas sabían de la relación que unió a estos dos, con trayectorias tan distintas, fugazmente reunidos. Al principio, se oye a Liz reír brevemente. Al final de la pieza inacabada, ríen ambos y la voz de ella dice “Oh my god”. La segunda estrofa está sin escribir —Liz la resuelve con sus clásicos da-da-da en trémolo ascendente—, la tercera solo dice “It's okey / to be angry / but not to hurt me”. Jeff es autor de la letra, aunque tampoco sabremos cómo se articuló ese trabajo conjunto, cuánto tiempo compartieron, lo lejos que llegaron.
Liz Fraser tenía 33 años y era la cantante de la banda británica Cocteau Twins desde sus 17. Por aquel entonces, banda y matrimonio (con el guitarrista Robin Guthrie, con quien tenía una hija) hacían aguas. Jeff Buckley (hijo del cantautor Tim Buckley, a quien nunca conoció) tenía 30 y había publicado su único disco Grace en 1994. Giraba por el mundo y trataba de componer nuevas canciones, con toda la presión imaginable por seguir haciendo leyenda. El romance fue breve, la propia Liz admite que fue “demasiado” para ella y se apartó. En el último disco de Cocteau Twins le dedica una canción con un escueto “For Buckley, my love”. En mayo de 1997, encuentran el cuerpo del californiano ahogado en un río de Tennessee. La muerte se llevó tantas canciones, tantos encuentros, tantas obsesiones inconclusas.
En algún momento de 2007, alguien publica la grabación que patenta ese encuentro fulgurante, “una aberración que no debería existir”, dice otro comentario. A Fraser le cuesta admitir que podamos escucharla: era el único tesoro que guardaba de una relación intensa como el rayo.
En estos caracteres no caben más detalles de ese momento irrepetible, ni sé nada más que no sea especulación. A menudo desprecio mis obsesiones como cosas infantiles, otras veces admito que es una condición necesaria para toda obra y me sumerjo en ellas hasta desaparecer. La obsesión es un recurso increíble en su potencia, e inmanejable si no se tiene cuidado. Atrapados en la obsesión, sentimos que podemos descomponer el mundo hasta sus más pequeñas partículas, para recomponerlo y hacer algo nuevo después. Empantanarse en ella es lo que hace cualquiera que se dedique a la creatividad, hasta que llega un momento en que pasa a ser “demasiado”.
Liz y Jeff se pusieron frente a los micros y se grabaron como en un juego. Es necesario que quede patente el germen del juego, siempre: ese que dicta cuándo es momento de pasar a otra cosa. Algo que les niñes saben detectar bien en general.
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Es una canción maravillosa. Reconcilia ver que hay más gente que la aprecia...Gracias por traerla del recuerdo
Hermoso texto. Hermosa canción. Hermosas voces. Gracias, Carolina León.