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Una barca repleta de seres humanos naufraga y dos niñas caen al mar. Durante un instante terrible, su madre se ve forzada a elegir a cuál de ellas intentará salvar. En la lancha de rescate, los voluntarios se dirigen hacia el confuso y desesperado torbellino de brazos que se agitan demandando auxilio. Y también ellos eligen a quién recogen primero. Las escenas de aquellos otros que se hundieron en el mar ante sus ojos los acompañarán siempre.
La excelente serie Desplazados muestra alguno de los terribles conflictos relacionados con la tragedia de la inmigración. Personas que se ven abocadas a cometer un crimen, a abandonar a su familia, a elegir entre salvar o salvarse. Y, al otro lado de las rejas, otras personas apremiadas a delatar, a infligir castigos crueles y a ser cómplices silenciosos de un indigno sistema carcelario que exige a sus guardianes permanentes pruebas de inhumanidad. O, al contrario, que les inspira para rebelarse, adoptar posiciones solidarias y asumir las gravosas consecuencias.
Pero no hay que irse a la ficción para encontrar ejemplos de disyuntivas parecidas. La generación de mi abuelo vivió una guerra con su inacabable sucesión de decisiones espantosas. Y luego tuvo que elegir qué hijo podía estudiar y cuál no. Quién tenía que emigrar y quién no. En nuestro mundo, cientos de millones de seres humanos en peor situación que nosotros tienen que resolver cada día conflictos que les afectan de un modo trascendental.
Puede que la mayoría de españoles no se las tengan que ver con el hambre y la violencia extrema, pero eso no les evita verse frente a pavorosas encrucijadas: ¿Con quién voy a tomar los langostinos? ¿Con mis padres o mis suegros? ¿Corderito o merlucita?
Casos como estos y tantos otros similares podrían llevarnos a concluir que, en general, cuanto más grave es la situación de penuria material que sufren las personas, más graves son también los dilemas éticos que se ven forzadas a intentar resolver, pues atañen a la vida y la muerte, a las condiciones básicas de la existencia.
Pero si algo hemos aprendido de las pasadas fiestas navideñas es que no hace falta vivir en situaciones límite para tener que resolver dilemas igualmente desgarradores. Puede que la mayoría de españoles no se las tengan que ver con el hambre y la violencia extrema, pero eso no les evita verse frente a pavorosas encrucijadas: ¿Con quién voy a tomar los langostinos? ¿Con mis padres o mis suegros? ¿Corderito o merlucita? ¿Patatitas o champiñones de guarnición? ¿Quedo con los compañeros del curro para bajarnos unas birritas? A ver si voy a quedar como un gilipollas por no ir. ¿Cantamos villancicos o no?
La mera sugerencia de que quizá deberían suspender las celebraciones para otra ocasión más propicia era escuchada con estupefacción y disgusto
Podemos imaginar las dudas, el espantoso conflicto interno ante tan graves cuestiones que este año, de un modo único, sí estaban vinculadas a la vida y la muerte. A la propia y a la ajena. Y, sí, si algo hemos aprendido es que los ricos también lloran.
Como casi todo el mundo, pude ver en mi círculo cercano algunos de estos comportamientos que sospecho generalizados. La mera sugerencia de que quizá deberían suspender las celebraciones para otra ocasión más propicia era escuchada con estupefacción y disgusto. Como si un gafe aguafiestas les estuviese pidiendo un imposible. No puedo hacerlo, decían, no puedo, no puedo. Casi daban lástima. Qué horror, qué padecimientos debe de estar pasando: no puede no ir a comer unos turrones. No puede “en esta noche especial” hacer lo que hace las otras 364 noches. Yo sufría por ellos, pero en seguida me tranquilizaban pues, en todos los casos, había un arsenal de justificaciones —a cual más absurda e infantil— que hacía sus casos especiales: es que nosotros casi no salimos, es que nuestra mesa es muy grande, es que mi tío ha instalado unas mamparas, es que es solo un ratito y yo como poco.
De aquellos polvorones vienen estos lodos. Y las celebraciones se traducen hoy en miles de muertos. Antes usé la palabra “infantil”, pero asociar estos comportamientos negligentes, insensatos, caprichosos y criminales a este término es injusto. En las escuelas infantiles cada mañana miles de niños de apenas tres años siguen a rajatabla las indicaciones de sus profesoras: serios, formales, disciplinados y responsables. Verlos guardar las filas ordenadamente y en silencio, imaginarlos en sus aulas durante horas con mascarillas resulta descorazonador. Por el contrario, sus mayores son incapaces de autolimitarse en cuestiones tan nimias como dejar de ir a una cena o una cafetería. Es que yo sin mi cafecito no soy yo.
De hacer caso a las encuestas, la sociedad española demanda mayoritariamente que los gobiernos impongan medidas más restrictivas. Es decir, que se les obligue a hacer lo que se ven incapaces de hacer motu propio
Y, sin embargo, de hacer caso a las encuestas, la sociedad española demanda mayoritariamente que los gobiernos impongan medidas más restrictivas. Es decir, que se les obligue a hacer lo que se ven incapaces de hacer motu propio. Demandan, pues, un estado despótico que se introduzca en su privacidad y en sus salones, que los vigile y los castigue.
El filósofo Carlos Fernández Liria afirma que uno de los más trágicos errores del pensamiento de la izquierda es haber entregado a la derecha los valores de la Ilustración. Sin duda uno de esos valores principales es el concepto de autonomía kantiano, es decir, la capacidad de los sujetos para darse a sí mismos sus propias normas basadas en la razón y en el respeto a los demás, asumiendo la responsabilidad de sus acciones.
No parece que este sea un concepto muy querido por el pensamiento de la izquierda clásica. Para esta, los individuos viven inmersos en una estructura que limita o impone de un modo casi absoluto sus comportamientos, de modo que poner el foco en las acciones individuales de las personas es desplazarlo de “los verdaderos responsables”. Periódicamente leemos reflexiones que inciden en esta idea. Prohibir las bolsas en los supermercados está muy bien, pero a ver si la culpa del cambio climático la tenían las señoras que compraban la fruta y no las corporaciones. Reducir la huella de carbono es muy bonito, pero a ver si nos vamos a poner a criticar al vecino por reciclar mal o comprarse un SUV en lugar de a las empresas que realmente contaminan. Los lugares comunes abundan y no son infrecuentes las alusiones “a ese pobre trabajador precario de Vallecas que solo puede tener ocio en los centros comerciales”, convirtiendo ese arquetipo imaginario en el epítome de la superficialidad irreflexiva.
Escucho en La Sexta a la enfermera Mónica Pérez. Incluso bajo su mascarilla se puede observar su rostro cansado, su mirada temblorosa, sus ojos emocionados. Se dirige a los espectadores y nos dice: “Os lo imploro”
De un modo psicológicamente muy revelador quienes así piensan mantienen que cuestionar determinados comportamientos sociales va asociado invariablemente a la estigmatización y a la persecución de los sujetos que los practican. Como si ambas cosas tuviesen que ir necesariamente unidas. Por poner un ejemplo: como ya escribimos en otra ocasión, la ciudad de Vigo es tristemente famosa no por sus logros sociales ni culturales sino por el despilfarro energético, cosa esta que parece agradar y enorgullecer a la mayoría de sus habitantes. Pero el hecho de criticar esta insensata manifestación social del consumismo no significa que yo salga con un palo a dar hostias a quienes peregrinan para ver las lucecitas. Para este sector de la izquierda, ambas cosas son lo mismo y cuestionar “lo que hace la gente” es siempre desviar el tiro, hacerle el juego a los auténticos malvados que quieren que nos peleemos entre nosotros.
Opinión
Los alcaldes de Vigo y Madrid tienen razón
Sin restarle al alcalde de Madrid sus bien ganados méritos en el campo de la idiotez, reconozcamos que esta insensata competición de las bombillas, a la que sin duda se adherirán otras tantas ciudades dirigidas por otros tantos cretinos, la inauguró el regidor vigués Abel Caballero.
Por supuesto, cuando nosotros obramos mal es culpa del Estado por no reprimirnos. En el caso que nos ocupa, debería haber sido el Estado quien dirimiese hasta el detalle la infinita casuística de lo que está o no permitido hacer en tiempos de pandemia. O quien definiese con todos sus pormenores el alcance del término “allegado” o imbecilidades como si “los niños cuentan o no cuentan”.
La verdad, cuesta trabajo adivinar por qué prodigio una ciudadanía a la que se le suponen tan pobres capacidades va a ser capaz de construir un Estado tan virtuoso.
Salvo el caso negativo de Madrid, que parece gobernado por la peor horda de psicópatas e incompetentes que cabe imaginar, no parece que las diferencias de gestión entre unos y otros hayan sido notables
Aquí y allá se alzan voces culpando a “los políticos” de haber primado la economía al “salvar la Navidad”. Pero en aquellas semanas de diciembre sus voces no eran las únicas que se oían en el debate público. Una legión de científicos, virólogos, sanitarios, alertaron hasta el aburrimiento día tras día, hora tras hora, de la inconsciencia suicida que suponían estas celebraciones. Anunciaron con absoluta exactitud el alcance de la catástrofe que ahora padecemos. Su autoritas fue, sin embargo, ignorada y se atendió a lo que permitía la autoridad en lo que no deja de ser una decisión cínica y oportunista. Simplemente se obedeció a aquellos que consentían lo que uno deseaba hacer. Y allí donde las prohibiciones fueron más rígidas, como en la Comunidad Valenciana, se hizo de igual modo.
Escucho en la Sexta a la enfermera Mónica Pérez. Incluso bajo su mascarilla se puede observar su rostro cansado, su mirada temblorosa, sus ojos emocionados. Se dirige a los espectadores y nos dice: “Os lo imploro”. Os lo imploro, qué verbo tan tremendo. Lo asociamos a cosas terribles, a antiguas narraciones en las que los hombres imploran piedad a los dioses. Pero Mónica nos implora asuntos más triviales: que no tomemos cafés o mazapanes en unas semanas y que reduzcamos nuestras charletas. No parece una gran cosa pero, aún así, su petición de auxilio sobrecoge y se une a un clamor de voces de sanitarios abandonados, desfallecidos, exhaustos por cuidarnos, que nos imploran responsabilidad individual. ¿Qué debemos contestarles? ¿Que le pidan cuentas a la superestructura? ¿A los políticos? ¿Al capitalismo?
En palabras gruesas, todo parece la misma mierda. El covid nos ha retratado como sociedad en nuestra completa insignificancia.
Por supuesto, lejos de mi intención está absolver o minimizar la gravísima responsabilidad de los representantes políticos. Algunos, como es el caso de Feijóo, han llevado su cinismo a cotas hediondas. Pero, siendo honestos, salvo el caso negativo de Madrid, que parece gobernado por la peor horda de psicópatas e incompetentes que cabe imaginar, no parece que las diferencias de gestión entre unos y otros hayan sido notables. Más bien, todo rezuma el mismo aroma de mediocridad pura. Unas comunidades primero parecían hacerlo bien y luego mal, unas abrieron y fue nefasto, otras cerraron y aún les fue peor. Ni siquiera parece que España en su conjunto obtenga resultados distintos al resto de países europeos. Cuesta trabajo encontrar un solo ejemplo de gestión coherente y aquí y allá se ve lo mismo: improvisación, inconsciencia, imprevisión, incompetencia. En palabras gruesas, todo parece la misma mierda. El covid nos ha retratado como sociedad en nuestra completa insignificancia.
Esta pérdida de autonomía, es decir, esta incapacidad de guiarse por las propias leyes sostenidas en la razón y el respeto a los otros que se observa en estos días aciagos, cuestiona la propia viabilidad de la idea de ciudadanía democrática. ¿Cómo es posible ser ciudadano cuando se necesita de una fuerza coercitiva que deba regular hasta los comportamientos más triviales? ¿Cabe pensar que las personas que han contribuido hoy con su insensatez al colapso sanitario, a la enfermedad y la muerte propia o de otros van mañana a defender los servicios públicos o la reducción de la huella de carbono? ¿O por el contrario, no es más sencillo imaginarlos como súbditos satisfechos de un posible estado totalitario que les garantice sus derechos como consumidores?
La renuncia de la izquierda a trabajar sobre este tema, a ahondar en la responsabilidad personal del individuo víctima de superestructuras asfixiantes resulta absolutamente suicida pues lo único que consigue es entregar al mercado esos valores éticos que renuncia a desplegar. Y el mercado recibe ese regalo con los brazos abiertos, asombrado de su buena suerte. A falta de otra ley, se convierte así en el único actor que dirime lo que está bien y lo que está mal. Y tiene una regla sencilla: está bien todo aquello que se puede comprar. Ya está, a qué comerse la cabeza con otras cosas.
Hoy vemos que allí donde la ciudadanía tiene más inoculado su derecho a ser consumidores, más se exhiben los comportamientos insolidarios y egoístas. ¿Qué gana la izquierda absteniéndose en esta lucha?
Hoy vemos que allí donde la ciudadanía tiene más inoculado su derecho a ser consumidores, más se exhiben los comportamientos insolidarios y egoístas. ¿Qué gana la izquierda absteniéndose en esta lucha? Entregar el terreno al enemigo sin pelea mientras fantasea con estar batallando contra “los verdaderos culpables”, esa entelequia invisible a la que no llegan ni a rozar.
Por el contrario, ideologías como el feminismo demuestran en la práctica cómo es precisamente la propagación constante y persistente de posicionamientos individuales la que consigue introducir cambios en la superestructura patriarcal. Y no al revés. Mal irían las feministas si esperasen con los brazos cruzados a que las estructuras sociales, económicas y políticas abandonasen el patriarcado por arte de birlibirloque.
De hecho, una de las exigencias que tiene cualquier hombre que pretenda ser aliado del feminismo es adoptar, individualmente, comportamientos reales de renuncia a sus privilegios. No esperar a que se los imponga una ley. Y otra de las estrategias que colabora en socavar la lógica patriarcal es que nosotros, precisamente los hombres, seamos los primeros en señalar, denunciar y afear las manifestaciones machistas de nuestros compañeros.
Sin embargo, decir que las personas deben autolimitarse en otros ámbitos de la actuación personal parece ser anatema para la izquierda. Y defender que se debe ser tajante en la censura a los comportamientos que van contra el bien común es “convertirse en policía de balcón”. ¡Quién soy yo, acaso, para afear nada a mis vecinos! Incluso aunque sus comportamientos pongan en riesgo la vida de los demás. No, no, dejémosles y no perdamos de vista al verdadero enemigo, sea quien sea. Ya les multará la policía.
Gran parte de la izquierda acepta que los castigos y las multas pueden ser justas y necesarias, pero la censura social de esos mismos actos le resulta odiosa y desagradable. Aducen que bajo condiciones capitalistas todos de un modo u otro tenemos algo que puede ser reprochado. ¿Y qué? ¿Acaso no ocurre que bajo el sistema patriarcal todos los hombres tenemos comportamientos reprochables? Eso no nos impide que, conocedores de nuestra imperfección, podamos batallar, censurando a nuestra vez, para cambiar la naturalización de ese sentido común perverso que también a nosotros nos corrompe.
Quizá si desde la izquierda se leyese más sobre el feminismo que se dice practicar, se obtendrían valiosas enseñanzas acerca de cómo ese proselitismo boca a boca, mujer a mujer, generación a generación, se ha extendido como un virus virtuoso cambiando las condiciones materiales de vida de millones de mujeres
En esta perpetua contradicción, sí hay ocasiones en las que nos parece bien convertirnos en policías. Somos policías de pared si escuchamos agresiones en el piso de al lado. Y somos policías de cercado si advertimos malos tratos a un animal en una finca. Pero para expresar con contundencia nuestros valores acerca de las manifestaciones dañinas que tienen que ver con la sociedad de mercado, ah no, ahí nos volvemos temblorosos muditos. Y si cuestionamos la hediondez del deporte de élite, los espectáculos de derroche energético, o ciertos hábitos de consumo insolidarios y contra el bien común, entonces es que somos unos sabiondos santurrones elitistas que desprecian al pueblo.
Decía Hannah Arendt que si un individuo podía ser culpable o inocente en virtud de su pertenencia a un sistema –sea el que sea–, entonces se crea una sociedad de chivos expiatorios o héroes.
El intelectual de izquierdas que sí adopta comportamientos respetuosos con los demás, que sí recicla, que sí reduce su huella de carbono, que sí es responsable en la pandemia, no puede pedirle que haga lo propio al “pobre trabajador de Vallecas”. Unos son los chivos expiatorios, “culpables inocentes” que diría Arendt, y otros los héroes. Existe aquí un paternalismo ético sin duda muy grato en el que los héroes somos doblemente virtuosos pues, por una parte tratamos de hacer lo correcto y, por otra, somos tan benévolos que disculpamos como víctimas inconscientes a quienes no alcanzan nuestros elevados estándares éticos. Unos elevados estándares que renunciamos a tratar de extender y custodiamos como un tesoro para goce de una élite. Y así, todos contentos. ¿Todos? No. Quizá no estén tan contentos esos sanitarios que imploran.
Para Sartre la libertad es lo que nosotros hacemos de lo que han hecho de nosotros. La lucha feminista es, hoy por hoy, la única estrategia que ha conseguido socavar y cuestionar el sentido común que sostenía la estructura más poderosa y longeva de la historia del ser humano: el patriarcado. Quizá si desde la izquierda se leyese más sobre el feminismo que se dice practicar, se obtendrían valiosas enseñanzas acerca de cómo ese proselitismo boca a boca, mujer a mujer, generación a generación, haciendo lo que podían desde lo que habían hecho con ellas, se ha extendido como un virus virtuoso, cambiando las condiciones materiales de vida (aquellas que según Fernández Liria dan la posibilidad de ciudadanía) de millones de mujeres. Y, sobre todo, abriendo la posibilidad de otro mundo posible.
Ese mito de la feminista enfurruñada y pegabroncas es, de hecho, un intento por parte del patriarcado de tratar de ridiculizar la única estrategia que lo erosiona. ¿No deberíamos los demás emular esto?
Estas mujeres no se han callado, no han esperado a que las estructuras se caigan solas ni se han contentado con ladrarle a la luna de “los verdaderos enemigos”, sino que han denunciado valientemente todas aquellas manifestaciones patriarcales concretas que debían denunciarse en su ámbito propio. A su jefe, a su novio, a su amigo. Nos han exigido que nos posicionemos éticamente en su lucha. Ese mito de la feminista enfurruñada y pegabroncas es, de hecho, un intento por parte del patriarcado de tratar de ridiculizar la única estrategia que lo erosiona. ¿No deberíamos los demás emular esto? Quizá haya algún tipo de lugar intermedio entre el escarnio público o los autos de fe y la exoneración perpetua que convierte al cuerpo social en un despreocupado consumidor que no tiene por qué asumir el coste de sus actos. Y de igual modo que no asume el coste ambiental que provocan sus viajes en avión, tampoco tiene por qué asumir el coste sanitario que provocan sus diversiones. Se aplica exactamente la misma lógica y la externalización empieza por uno mismo.
Quizá deberíamos buscar ese lugar intermedio en el que nosotros, hoy consumidores en lugar de ciudadanos, aprendamos a asumir las consecuencias de nuestras acciones. Porque si existe alguna posibilidad de socavar el actual sistema es incidir en esa pedagogía y no, al contrario, colaborar con la amnesia moral colectiva. Cuestionar sin insultar, denunciar sin agredir. Y no porque los denunciadores provisionales seamos perfectos ni exhibamos una pureza imposible, sino para tratar de que todos, por medio de ese autoexamen crítico permanente, lleguemos a ser un día mejores.
Entre tanto eso no ocurre, tratemos de contestar a la pregunta que abría el artículo: ¿y de estos contagios quién es responsable? ¿Alguien tiene alguna culpa?
Claro que no. La culpa fue del Cha-cha-chá, que me volvió un caradura por la más pura casualidad.
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Jorge Armesto está empeñado en que no nos lo tomemos en serio y que lo comparemos con el tipico borracho que a las 4 de la madrugada nos cuenta su filosofia de la vida vida sin saber que no nos interesa para nada.
Me quedé en : os lo imploro.
Pues bien periodistas : os lo imploro, dejad ya de guerrear la guerra que no es vuestra. No sois más que uno más banalizando el mal.
Puede que parte de la sociedad es "responsable", por necesidades de cualquier tipo, trabajo en general, han de salir, es difícil evitar el contagio, más en las grandes capitales donde hay mucha aglomeración por necesidad, la única solución es la vacuna.
Al autor de este artículo se le debe olvidar que todos los días, haya pandemia o no mueren más de 1000 personas en España, por causas muy diferentes, y no están siempre relacionadas con las celebraciones navideñas, otros años anteriores la gente también moría, pero no se le daba tanto bombo en los medios . Y respecto a los hospitales , una pequeña mirada a las hemerotecas de años anteriores revela , qué casualidad, que las urgencias u los hospitales también estaban colapsados en estas fechas, vaya por Dios!!! De quien sería la culpa en esos casos...
Y por cierto tanto que se habla de las medidas restrictivas acaso ha funcionado alguna ?? Y a los políticos quien les pide responsabilidades, por qué al ciudadano de a pie es muy fácil.
Vaya país!!!
Plan Demia. Dejen de culpar a las personas de algo que es mentira. Pcr es una Prueba Inespecífica. Falsa Pandemia.
Que es contagio? una Pcr positiva? Dejad de engañar hombre. Sois la misma prensa todos. Pagados por los mismos. Ni independencia ni leches. Y como siempre culpando al ciudadano de este auténtico Circo Sanitario. F a l S o. Que verguenza de periódico. Otro mass media disfrazado
Es indudable que no son responsables las personas decentes, que somos la mayoría. Quizás el análisis pudiera ir por otro lado, no es tan difícil, hay que pararse mirar y ver. Y por favor, si es posible, no tirar la piedra y esconder la mano.
El autor del artículo seguro que no es "responsable", tiene un manual infalible de qué hacer en cada momento.
Lo que hay que hacer es muy sencillo, no dejan de decirlo las autoridades. Y por autoridades no me refiero a los políticos si no a los científicos, cuya autoridad se sostiene en el conocimiento. Lo han dicho por activa y por pasiva. No hace falta tener un manual porque todo el mundo sabe lo que hay que hacer.
El autoritarismo de la nueva autoridad, la autoridad científica. La ciencia es muy amplia y la practican muchas personas de muy diversas ramas. Los epidemiólogos y virólogos de cabecera del sistema (todos ellos con empleos precarios), convertidos en autoridad, están resultando ser el palo de la clase política, esa clase putrefacta. La ciencia nada tiene que ver con eso.Y no sé si se sabe lo que hay que hacer, empecemos por una sanidad pública, universal y democrática, por activa y por pasiva. Gracias
Qué coñazo los "eruditos" que escriben citando y que dicen a otros (tampoco se sabe a quién) cómo deben comportarse. Estamos rodeados, por arriba y por abajo. Qué infierno.
¿"Cuestionar sin insultar, agredir..."?, pues tasquedao a gusto, macho.
Lo que propone es completamente razonable, y de hecho recibe un nombre: “comunicación no violenta”. También aparece ocasionalmente descrita como “comunicación no agresiva”; a mí me parece más acertada esta segunda definición.
Que es razonable lo dirás tú. Razobable es que des tu opinión, por muy irracional que sea, que no digo que lo sea, pero podría serlo según quién y cómo la analice, y según el grado de conocimiento mutuo. ¿"Comunicación no violenta, no agresiva"?, no hay nada más violento y agresivo, como hace el autor, que pensar que uno está en posesión de la verdad y llamar "criminal" a personas a las que no conoces y que actúan de manera diferente, por motivos y condicionantes ignorados. Qué triste, el mundo está así. Pienso que es el miedo y el nulo espíritu crítico.
Un virus se transmite con mayor facilidad en una aglomeración de gente que en un sitio en el que haya distancia social. Esta es la verdad. No "mi verdad" ni "una verdad" ojo, es "LA VERDAD", no hay otra.
La fuerza de la gravedad no es "mi verdad" es "LA VERDAD" tú puedes creértela o no pero la gravedad no necesita que creas en ella, si alguien que no cree en la gravedad se tira por un balcón se cae igual que el que si cree.
Pues bien: la propagación de un virus ( no el Covid, cualquier virus) se facilita en las aglomeraciones de personas y eso es así lo creas tú (o quien sea) o no. Si te metes en una aglomeración estarás facilitando la propagación y de eso no tiene la culpa ni Ayuso, ni Pedro Sánchez, ni el capitalismo. La tendrás tú, o yo, o quien sea que se meta allí. Si ponen luces en la Gran Vía, puedes no ir. De la misma forma que hay puentes y decides no tirarte porque sabes que si te tiras te matas.
No termino de entender como se puede defender la libertad del ser humano y, a la vez, no hacerse responsable de nuestros actos.
En fin, esta claro que el virus somos nosotros.
¿Qué tienen que ver las perogrullladas de las que hablas con ser, o no ser, un humano responsable?
Gran artículo, contiene reflexiones muy acertadas y poderosas.
Me parece tan importante y valioso el mensaje, que me siento obligado a "regañar" al autor por ser demasiado prolijo. Tiene que usar más el lápiz de tachar, ha metido demasiado arbusto que difumina la potencia del artículo.
Gracias, no obstante. Hay cosas que deben ser dichas; gran consuelo comprobar que aún hay quien las dice.
Es interesante lo que apuntas, pero quizá podrías ser más específico.