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Opinión
‘No me llame Ternera’ o cómo observar al animal en la jaula
En un artículo titulado “La formación de un entrevistador”, Ronald Fraser cuenta que, después de publicar Blood of Spain (la primera historia oral sobre la guerra civil española), la productora británica Granada TV le contrató para hacer una serie sobre esta temática. En la intrahistoria del que se considera el primer gran documental sobre la guerra civil, Fraser describe cómo, mientras el protagonista (que vivió la guerra) se preparaba a ser entrevistado, el investigador que domina el castellano y el catalán hablado, charla con él como si fuese un extra de cine, inseguro aún del papel que tiene que hacer.
Fraser sigue describiendo el proceso artificial que conlleva la creación de un documental: “Cada diez minutos se detiene la entrevista; hay que colocar una bobina de película nueva en la cámara, (…) una vez hecho esto la sala vuelve a resonar con voces inglesas y el informante queda olvidado, ignorado. Mientras la cámara no ruede, no hay actor principal. Yo observaba al informante y a menudo parecía como si se hubiera encogido de tamaño, quizás encogido en sí mismo para renovar fuerzas para el siguiente rodaje de diez minutos. (…) Esta ruptura entre la centralización del informante y su repentina marginación es lo que resulta tan desolador”.
La estrella de la televisión debía mostrar a su audiencia desde el minuto uno que si se sentaba a hablar con un terrorista sanguinario sería con el único objetivo de demostrar todo el mal que ese anciano de 72 años había provocado a lo largo de su vida
Cuando vi el documental No me llame Ternera, dirigido por Jordi Évole y Marius Sánchez, me venía constantemente a la cabeza este pasaje de Fraser. El entrevistador con más poder de la televisión española se encontraba con uno de los líderes históricos de una organización armada que hace más de una década declaró el cese definitivo de la violencia y dejó de existir como organización hace cuatro años. Évole, repitiendo constantemente las palabras “organización terrorista ETA”, sonaba forzado. La estrella de la televisión debía mostrar a su audiencia desde el minuto uno que si se sentaba a hablar con un terrorista sanguinario sería con el único objetivo de demostrar todo el mal que ese anciano de 72 años había provocado a lo largo de su vida.
Para los que practicamos la historia oral, ese planteamiento de la entrevista puede llevar al documental de Netflix a ser más un espectáculo vacío con mucha puesta en escena, representando a la vez una oportunidad perdida para que la audiencia sepa quién es (en toda su complejidad) Josu Urrutikoextea. El título del documental, No me llame Ternera, muestra toda una declaración de intenciones en cuanto al contenido de la obra. Si en los manuales de historia oral se suele destacar cómo todos somos expertos en nuestra propia vida, está claro que en la hora y 42 minutos que dura el documental, a Évole en ningún momento le interesa mostrar a la audiencia la persona que hay detrás del arquetipo del terrorista. Hay que mostrar a un ‘Ternera’ (apodo que recibía el militante) incómodo de forma constante para que al final de la entrevista casi que se arrepienta de haber “salido del armario”.
El uso de fuentes orales tiene una diferencia fundamental con la utilización de fuentes primarias escritas. Las orales tienen una carga de subjetividad mayor debido a que, durante la entrevista, el informante muestra cómo se percibe a sí mismo y al mundo que le rodea. Al comienzo del documental, cuando Évole le pregunta al ex militante de ETA cuál era su motivo para haber aceptado la entrevista, este le contesta que a lo largo de su vida “otros han hablado por mi”, dando a entender que lo que la prensa había contado representaba, obviamente, solo una parte de su vida. Esa contestación me recordó a los años en los que un joven madrileño como yo iba a hacer su trabajo de campo al País Vasco. Era el año 2014, poco después de que ETA declarase el cese definitivo de la violencia. Las redes que conseguí establecer con la sociedad vasca me permitieron llegar a sentarme enfrente de varios militantes de ETA para que me contasen su historia de vida. Durante ese periodo sentí el privilegio (y los puros nervios) de recoger una fuente oral que podía retratar (y por ende ayudar a explicar) uno de los periodos más conflictivos de la actual democracia española. La calidad de las entrevistas no se basaba únicamente en toda la literatura que había podido leerme sobre el conflicto, sino sobre todo en una interacción entre dos personas donde una quería escuchar y aprender, y la otra explicarse a sí misma después de tantos años conflicto donde el único modus vivendi era “mirar hacia adelante”.
Lo que subyace en este documental es justo lo contrario a lo que se supone que tiene como fin la metodología de la historia oral: una construcción dialogada y participativa del conocimiento
En este sentido, el documental tiene mucho más valor por lo que no dice que por lo que dice. El espectáculo dantesco de dos machos liberando testosterona, el uno actuando como fiscal del Estado interrogando al acusado y el otro haciendo piruetas semánticas para no criticar los atentados más brutales de ETA, muestra que lo que subyace en este documental es justo lo contrario a lo que se supone que tiene como fin la metodología de la historia oral: una construcción dialogada y participativa del conocimiento. En otras palabras, a los que la practicamos esta metodología nos gusta hablar de una ecología de saberes. No me llame Ternera muestra a un animal en la jaula donde la única emoción que se espera que exprese es la del arrepentimiento.
En 1963, una de las filósofas más relevantes del siglo XX, Hannah Arendt, publicaba Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, provocando un cataclismo en el establishment israelí. Durante el juicio en Jerusalén, el alto funcionario nazi Adolf Eichmann era expuesto en un recipiente que protegía a los judíos de su perpetrador. Las tesis de Arendt, discutida hasta el día de hoy por académicos que culpan a Eichmann como uno de los planificadores del exterminio, planteaba que el mal extremo asociado a este alto funcionario nazi no se podía explicar por una patología. En otras palabras, Eichmann no representaba la esencia de un mal que había que extirpar. Por el contrario, su participación en la “solución final” venía dada por su incapacidad de pensar en lo que estaba haciendo, algo que para Arendt era consustancial a la condición humana. Este concepto de obediencia ciega a la autoridad puede servir para entender no solo el planteamiento de No me llame Ternera, sino las heridas abiertas que sigue teniendo la sociedad vasca después de décadas de conflicto armado.
¿Por qué Évole, un entrevistador que suele destacar por su empatía hacia la persona que le brinda un testimonio, parece un sabueso en la entrevista al ex militante de ETA? ¿Por qué un dirigente histórico como Josu Urrutikoetxea, que fue clave para impulsar el proceso de paz entre la organización y el gobierno de Zapatero, cae en la contradicción constante de pedir que no se le deshumanice, y a su vez alega que los guardias civiles asesinados no son víctimas, sino “voluntarios” que eligieron librar una guerra? Volviendo a Fraser, No me llame Ternera es un espectáculo donde ambos adversarios tratan de que el otro encoja de tamaño. Aun así, y aunque al lector le parezca un poco extraño lo que voy a decir después de todo lo expuesto, Évole vuelve a trazar el camino.
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Pues sí es extraño que digas que "Évole vuelve a marcar el camino" ¿qué camino? y ¿a dónde nos lleva?
Y efectivamente, el riesgo de ser asesinados de la Guardia Civil lo llevaban y llevan en el sueldo, pero no está ni estaba esa clausula en el sueldo de obrerxs, estudiantes y ciudadanxs asesinados y torturadxs por defender sus derechos a manos de los herederos de Franco.