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Opinión
Hijos del cielo
Para las que estamos familiarizadas con las revistas del corazón –y la autora de estas líneas se ha criado en una peluquería de señoras de barrio, leyéndolas, día sí y día también–, sabemos que a Ana Obregón se la conoce por “Anita la fantástica”. Pero el presente capítulo de su biografía deja a la altura del betún cualquier anécdota disparatada precedente. Su fantasía ahora va más allá y es mucho más peligrosa, porque nos afecta a todas. De la misma manera que el hecho de que alguien crea, fruto de su fe religiosa, que abortar es pecado, no puede limitar los derechos de las mujeres; que alguien crea que está realizando una “misión” para honrar la memoria de un fallecido, no legitima la utilización del cuerpo de varias mujeres y la mercantilización de estos y de un bebé, exclusivas incluidas.
Las recientes declaraciones de la protagonista de este esperpento, en la presentación en el papel couché de la criatura, están llenas de términos religiosos: ángel, cielo, resucitación, milagro. Esto no es baladí, pretende enmarcar la cuestión, intentando llevarla a otro plano, hacerla ascender. Es curioso, por no utilizar alguna otra palabra más gruesa, que la señora Obregón haga referencia a un supuesto testamento ológrafo de su hijo, y que se quiera amparar en que ese “documento existe y es legal”, textualmente, agarrándose a la legalidad según sus intereses. No está de más recordar, todas las veces que sea necesario, que la compra de bebés es ilegal en nuestro país.
Esa ilegalidad, real, debe ser para Ana menos importante que la supuesta legalidad de las últimas voluntades de su difunto hijo. “Nadie en el mundo puede poner en duda que cuando una madre entierra a su hijo tiene que cumplir su última voluntad”, nos dice, en una argumentación, que cree poderosa pero que choca frontalmente con un mínimo análisis moral.
Pero, precisamente, es en la relación con el plano espiritual, en donde este tema se vuelve, aún si cabe, más complejo. Dice Ana que tomó la decisión de comenzar con el proceso de gestación por sustitución el día que su “niño se fue al cielo”. También declara que la “batalla” de traer a su hija-nieta al mundo es lo que la ha mantenido con vida, y que, si no fuera por esto, ella ya no estaría aquí –en referencia al plano terrenal, no a Miami, aclaremos–. Y, más adelante, dice que la niña ha sido “deseada por parte de su padre desde el cielo y por mi parte desde la tierra”. Establece así, de nuevo y de forma reiterada, un puente entre la vida y la muerte, entre el cielo y la tierra, pretendiendo tener una mayor justificación de lo que resulta injustificable.
Hay que tener claro que esto no va de opiniones, esto va de opresiones y privilegios, de clases sociales y de derechos de las mujeres
Comentaba hace solo un par de días, en el marco de una charla que mantuve sobre el mandato social de la maternidad con el psicólogo feminista José Oteros, que el principal modelo de madre que tenemos en una nuestra sociedad, y que está grabado a fuego, es el de la Virgen María. Madre amantísima, madre sin haber tenido relaciones sexuales para ello, madre doliente, madre de un único hijo, varón, muerto joven Por otra parte, solemos dar legitimidad a las experiencias de los otros según la cercanía que tengamos con estos. Pero esta cercanía no tiene porque ser física, de hecho, no suele serlo. Los referentes juegan un papel central en nuestra sociedad –de ahí la perseverancia del feminismo por sacar de las sombras de la historia a las mujeres que han sido, intencionadamente, olvidadas–, y estos referentes nos llegan por múltiples vías: arte, religión, productos culturales, televisión, etc.
La compra de bebés llevada a cabo por otros rostros conocidos de nuestro país, sean hombres o mujeres, heteros u homosexuales, jóvenes o viejos –eso sí, todos de una clase social adinerada– es igualmente censurable, porque la mercantilización en sí, de mujeres y niños, es la misma. Pero, en mi opinión, el caso Obregón es mucho más peligroso, en términos de que puede asentar premisas torticeras en el debate social de los vientres de alquiler, precisamente por todas las referencias culturales y religiosas que le rodean, y que ella, además, se está afanando en fomentar, con la complicidad de los medios de comunicación.
De la madre gestante, que ha parido a la niña, solo hace una rápida mención para decir que es “una bendición”, de nuevo, un término religioso
A las que no somos madres, a veces se nos intenta quitar la posibilidad de hablar de la maternidad porque es algo que no hemos vivido, un argumento inconsistente que tiraría por tierra la práctica totalidad del conocimiento humano en el que se investigan, creando conocimiento científico, temas que no se han vivido en carne propia. Pero Ana va más allá, porque desde la autoridad moral que se autootorga, tampoco va a permitir que las que son madres la critiquen, ya que afirma que solo va a aceptar opiniones de gente que también haya enterrado a un hijo. El hijo muerto como bandera. Intentando no dejarnos atrapar por un discurso emocional con el que es fácil empatizar –y ahí también está el peligro–, hay que tener claro que esto no va de opiniones, esto va de opresiones y privilegios, de clases sociales y de derechos de las mujeres.
Ante la enorme polémica que se ha creado, Ana argumenta que, con respecto a Estados Unidos, aquí “estamos en el siglo pasado”. Como ella es de ciencias y no de letras, quizás no sabe que lo que está haciendo entronca directamente con la historia, con la más remota y rancia, con la historia de los privilegiados.
Monarquía, nobleza y alta burguesía han buscado su perpetuación, a través de los siglos, vinculando su herencia genética con su herencia patrimonial. Ana Obregón pertenece a la alta burguesía, pero en multitud de ocasiones se ha mostrado orgullosa de los orígenes regios, por parte paterna, que tenía su difunto hijo, que era tataranieto de Alfonso XIII. Cada uno se siente orgulloso de lo que quiere, pero esos orgullos también dejan entrever la ideología que los sustenta. En la defensa histórica de las clases dominantes por la legitimidad de sus castas –que debía permanecer sin mácula respecto a la relación genética que ligaba antepasados y descendientes–, la relación con lo divino, con el más allá, era el marco teórico inicial, aunque hoy día vemos que no queda tan lejano como podría parecer. La utilización del cuerpo de las mujeres ha sido el medio, siempre, ayer y hoy.
En su exclusiva, en la revista del saludo, Ana no le dedica a la madre biológica, que ha donado su óvulo, ni una palabra, ni para dar las gracias. De la madre gestante, que ha parido a la niña, solo hace una rápida mención para decir que es “una bendición”, de nuevo, un término religioso. Este borrado real de mujeres, se suma a una larga lista repleta de mujeres pobres que han sufrido violencias similares, como todas las sirvientas y esclavas, que a lo largo de lo siglos eran violadas por sus patronos y que, en muchos casos, tenían que renunciar a sus bebés; como las amas de cría que llegaban a ejercer como madres; como las niñeras que educaban, durante años, a los niños de la clase alta, convirtiéndose en sus verdaderas figuras de apego; como las madres víctimas de la trama de bebés robados, a quienes recordaba, hace unos días, Irene Zugasti en este artículo. Distintas realidades, en todos estos casos, que encierran denominadores comunes como la falta de derechos, la vulnerabilidad económica y la racialización o situación de migración de las mujeres explotadas.
Las implicaciones de las acciones y las palabras de Ana Obregón son múltiples y complejas, y dan para un análisis mucho mayor, que supera los límites de este artículo. Pero seguro que seguirán siendo observadas y se escribirá ampliamente sobre ellas. Solo espero que toda esta polémica sirva para combatir el fraude de ley que se puede estar dando –como apuntan Olympe Abogados–, para que se persiga a las empresas que se lucran por hacer de mediadoras y a las que están haciendo publicidad de una práctica ilegal, y para que se legisle para combatir, más allá de nuestras fronteras, esta práctica demencial.