Opinión
Javier Marías, intelectuales serviciales y los finales estertores de una era de opinadores

Marías o Reverte ejemplifican los males que aquejan a la mayoría de los creadores de opinión en España: combativos contra los débiles y sumisos con los fuertes.

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¿Qué es un intelectual? Tal como yo lo entiendo, es aquella persona capaz de explicar su tiempo, la que arroja luz sobre el momento en que le ha tocado vivir; la que, por sus valores humanísticos y su compromiso con sus contemporáneos, ha adquirido una autoritas ética que utiliza en beneficio de la mayoría. En nuestro país no parece que haya muchas personas que puedan ajustarse a esta descripción y, al contrario, la figura del intelectual la han usurpado personajillos del tipo de Javier Marías o Pérez-Reverte.

En los últimos tiempos abundan las voces que arremeten contra ambos y no es mi deseo unirme a ellas. Más que nada porque rebatir cada una de las asnadas que vierten, incontenibles, es una tarea a todas luces excesiva para un ser humano normal. Sin embargo, sí pienso que ambos pueden entenderse como sintomáticos de nuestro achacoso debate intelectual.

En comparación con las temáticas que trata Marías, se podría decir que a Pérez-Reverte sí le interesan los llamados “universales”: el dolor, la guerra, el sufrimiento. Pero siendo incapaz de esclarecer las razones profundas de las cosas, se ciñe a una única verdad núcleo de su pensamiento: todo ser humano lleva dentro un cabrón.

Así mantiene su cómoda equidistancia entre víctimas y verdugos, entre golpistas y demócratas, entre opulentos magnates y pobres desposeídos. A sus ojos todos somos igualmente capaces de lo peor. Y él se ve como un solitario espadachín “repartiendo mandobles a diestro y siniestro”. Salvo que suele ser a siniestro. Porque, en general, esa equidistancia moral se expresa de un modo cobarde y servil: es capaz de linchar con crueldad salvaje a unas niñas maltratadoras, pero pasa de puntillas por las injusticias cotidianas del poder. Cada semana Pérez-Reverte alecciona con dureza a todos los débiles que lo merecen.

No leemos manifiestos tampoco contra la tenebrosa involución democrática que hace cada vez más frecuentes y arbitrarias las detenciones, multas y encausamientos

Javier Marías, sin embargo, aborrece de su tiempo, que le parece de “poca sustancia” y poco inteligente. Pero no parece que haga gran cosa por mejorarlo. La mayoría de los temas que trata en sus artículos tienen que ver con asuntos tales como la urbanidad, la buena educación, el conocimiento de idiomas o, su verdadera obsesión: los meados en las calles. Pero lo que sorprende no son las naderías sobre las que reflexiona, ni su pensamiento conservador o su exacerbada misoginia, sino la sarta de simplezas con las que defiende sus argumentos.

Martillo de ciclistas, corredores, padres con niños o mascotas, hace pocos días se escandalizaba porque se retiren de las pruebas ciclistas los besos de las modelos al vencedor. Le parecía contradictorio que hace un siglo las sufragistas peleasen por enseñar las rodillas y hoy las feministas se escandalicen “como monjas” porque dos chicas guapas entreguen un premio. Hasta un niño de primaria sabría decirle a Marías que entre las conquistas que soñaron las sufragistas cuando acortaban sus faldas no estaba el derecho a ser expuestas o entregadas como trofeos.

A las más altas cotas de vileza llegó su inquina contra las mujeres cuando denunció la “campaña orquestada” que busca, nada menos, que reconocer a Gloria Fuertes. Tal campaña se circunscribe, desgraciadamente, a algunas publicaciones digitales feministas y a la edición de su obra completa por una pequeña editorial. Gloria Fuertes no recibe póstumos y masivos homenajes ni su figura se ensalza en programas de prime time. Al contrario, por cierto, que las exageradas honras que reciben cada día una miríada de toreros, deportistas o escritorzuelos (todos varones) con infinitos menos méritos que ella. Pero esto a Marías no le molesta. Al igual que su amigote Pérez-Reverte, su justa y severa ira la reserva solo para los más frágiles.

Ambos son los más ruidosos alborotadores de la escena intelectual y, convertidos en parodias de sí mismos, ejemplifican los males que aquejan a la mayoría de los creadores de opinión en España: combativos contra los débiles y sumisos con los fuertes, creadores compulsivos de estridentes polémicas insulsas y silenciosos encubridores de la injusticia diaria.

Hace apenas un par de días algunos “artistas e intelectuales” firmaron un manifiesto contra la “estafa antidemocrática” del 1 de octubre. El llamado manifiesto se compone de unos brevísimos párrafos con afirmaciones axiomáticas escrito en ese estilo tosco que los partidos políticos usan internamente como “argumentarios”. Esto es: frases cortas y asertivas que cualquier lerdo pueda repetir como un papagayo. Pero lo curioso es lo que viene a continuación: una larga y detallada lista que enumera las luchas en las que han participado los firmantes, al parecer todas y todos nobles paladines de cuanta causa hay. El texto podrá pecar de muchas cosas pero, desde luego, una de ellas no es la modestia.

No parece que proferir apotegmas de trazo grueso, pronunciados tal cual dogmas de fe, sea una de las bondades que le suponemos a la intelectualidad. Quizá cabría esperar un análisis hondo, una búsqueda de las soluciones menos obvias, algo más brillante, un tratar de ver más allá. Iluminar. Hubiésemos deseado que nos iluminasen. Mas no ha sido así.

También resulta un tanto oscura la convocatoria y el momento en que su manifiesto se hizo público, coincidiendo con otro similar firmado por empresarios, tal como si formasen parte de una “campaña orquestada” (esta sí) dirigida por quién sabe qué fuerzas. Por otra parte, aunque algunas de esas personas, como Lidia Falcón o Juan Torres, son verdaderos referentes éticos, otras deben haber combatido en esas nobles luchas de un modo bastante silencioso, invisible e inaudible. ¡Cuánto hubiésemos deseado estos manifiestos cuando se hizo patente la situación de corrupción y saqueo generalizado! No los hubo.

Hace pocos días Savater abandonó su cotidiana defensa del maltrato animal para titular un texto: “La hermandad de la corrupción”. Raudo corrí a leerlo: ¿Se habría obrado el milagro? Pero no: se trataba solo de un erudito estudio sobre la corrupción a lo largo de la historia, con citas de San Lucas y Tomás Moro. En fin, que siempre la hubo, no hay por qué exagerar. ¿Es ese el texto que necesita este tiempo de crisis social? ¿Es esa la labor de un filósofo? ¡Cuánto nos hubiese gustado que se alzase una voz nítida, limpia, insobornable, denunciando este saqueo y este abuso insoportable! Pero no la oímos.

Cuánto nos gustaría verlos, por ejemplo, acompañando a los desahuciados y a la PAH cuando van a presionar a las sucursales de los bancos o paran desahucios. Pero ahí no dicen nada. De hecho, por continuar con Marías, este afirmó en un artículo infame que, más que los políticos ladrones, lo que verdaderamente le repugnaba era esa jauría de ciudadanos que los insultaba a las puertas de los Juzgados. Cuando conocemos las muestras de desesperación y angustia de esas personas estafadas o desahuciadas no podemos sino asquearnos con afirmaciones tan carentes de empatía. Marías no oculta su clasismo pero, al cabo, no afirma más que lo que casi todos los demás hicieron: ponerse de perfil, no acudir, no acompañar, mirar para otro lado, indignarse un poco en el sofá de su casa. Eso de gritar en los Juzgados es algo soez, cosas del vulgo.

Esta falta de sensibilidad es generalizada. Carlos Sobera es un personaje querido que se presta a anunciar en televisión créditos al 2.900% de interés. Han leído bien: dos mil novecientos. Con todo lo que ha pasado, ¿no había un producto mejor? ¿No es una indecencia?

No leemos manifiestos tampoco contra la tenebrosa involución democrática que hace cada vez más frecuentes y arbitrarias las detenciones, multas y encausamientos por delitos que tienen que ver con la libertad de reunión y expresión. Los intelectuales estaban a otras cosas, denunciando pamplinas o dirigiendo su furia contra pobres poetisas muertas cuya figura solo merecería ternura y aprecio. El propio Pérez-Reverte, burlándose de la reclusión forzosa de Assange, ejemplifica como ninguno este comportamiento de matones serviles. Desde luego, a él ningún oscuro poder despótico tendría motivos para perseguirlo: todo lo contrario.

Aquí, son los propios abajo firmantes quienes nos tienen que recordar por escrito sus altruistas virtudes, por si se nos habían pasado desapercibidas

En ocasiones el silencio no es culpa suya. No hace mucho debatía Javier Sádaba en una de las grandes emisoras españolas acerca de la urbanidad de los españoles. Me parecía haber escuchado ese runrún de arquetipos ya infinitas veces, como en un déjà vu eterno. ¿Gritamos mucho? ¿Se nos dan mal los idiomas? ¿Somos más perezosos? Tales son los temas que preocupan en las ondas. La voz de Sádaba se escuchaba entonces, pero cuando encabezó el manifiesto de “Madrileños por el derecho a decidir”, junto a personas tan imprescindibles para entender el mundo de hoy como Yayo Herrero, sus nombres fueron obscenamente silenciados y expurgados de todas las cabeceras de los grandes periódicos. Los intelectuales están bien, sí, pero para opinar de tonterías. Si no, mejor callados. Por cierto, que estos firmantes no necesitaron explicar en qué luchas participaban.

Hoy, otros intelectuales y artistas rompen su silencio de años para alzar la voz, al socaire de un poder brutal que retuerce las leyes y las manipula a su antojo para oprimir de un modo despótico lo que no sería más que una manifestación de la voluntad popular. Esté uno de acuerdo o no con el deseo de independencia de Cataluña, no es posible ir de la mano de esta autoridad tiránica, insensible e irracional. Uno esperaría otro tipo de comportamiento: componer, arbitrar, armonizar. Y, en todo caso, ¿qué legitimidad tienen ahora sus voces tras tanto tiempo de silencio?

Quizá tenga razón Marías y sean los nuestros tiempos poco inteligentes. Quizá los estudiosos del futuro lean sus artículos y los de muchos de sus contemporáneos y se pregunten cómo es posible que en tal situación de autoritarismo, rapiña, cinismo, desigualdad y odio a las opiniones divergentes, los intelectuales españoles tuviesen un papel tan escuálido, trivial e insignificante. Hablábamos en el primer párrafo de que el compromiso proporcionaba una autoritas ética. Aquí, son los propios abajo firmantes quienes nos tienen que recordar por escrito sus altruistas virtudes, por si se nos habían pasado desapercibidas. Qué tristeza.

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