Opinión
El punto débil de Feijóo

A pesar de haberle dado la mayoría absoluta en cuatro ocasiones, pocos gallegos serían capaces de decir una única cosa en la que su país haya mejorado con las políticas de Alberto Núñez Feijóo.
Feijóo
O presidente da Xunta, Alberto Núñez Feijóo, no Parlamento galego. Foto cedida por Nós TV.

Como bien saben los trabajadores públicos, cualquier administración es capaz de operar sin el concurso de los políticos que supuestamente la dirigen desde sus altos cargos. Bélgica estuvo casi dos años con un Gobierno en funciones, ¿y no funcionaba todo igual? Muchos funcionarios dirían incluso que, sin la presencia de esa tropa de inútiles que copan los puestos directivos, se trabaja mucho mejor. 

Durante casi dos décadas fui gestor cultural y no había reunión del gremio en la que no surgiese el tema de la caterva de auténticos zopencos que ejercían de concejales de Cultura. Los gestores culturales casi parecían competir por narrar quién tenía el jefe más ignorante y energúmeno.

Durante casi dos décadas fui gestor cultural y no había reunión del gremio en la que no surgiese el tema de la caterva de auténticos zopencos que ejercían de concejales de Cultura

Así las cosas, lo único que se podía intentar es ir domesticándolos poco a poco, orientarlos como si fueran imbéciles, escribirles discursos resultones, hacerles quedar bien, volverse imprescindibles y quitarles de la cabeza sus ocurrencias. Cuando un gestor había invertido años en civilizar a su jefe, las elecciones se vivían con terror porque podían suponer la llegada de uno nuevo en estado silvestre. O, mucho peor aún, podía tocarte uno de esos arrogantes con ganas de dejar su sello, de cambiar esto y lo otro, de hacerse el listillo. De joderlo todo, en suma. 

No, no, mejor los malos conocidos. Mejor los acomodados en su cargo, los que año a año van repitiendo las rutinas y no dan la lata. 

Feijóo es como un concejal de Cultura

Feijóo es uno de estos políticos. Uno con los que los funcionarios amantes de los automatismos y las inercias están contentos. Y su legado visible tras cuatro legislaturas ejerciendo un poder omnímodo en Galicia es… ninguno. Ningún gran proyecto, ninguna transformación significativa, ninguna ley trascendente. Cada viernes el Consello de Gobierno de la Xunta presenta sus acuerdos y estos, en general, no pueden ser más prosaicos: abastecimientos de agua, rehabilitar una carballeira, convenios para la Rota do Viño de Valdeorras. Y así mes tras mes, año tras año, en los que la Xunta parece operar, a distinta escala, como un pequeño concello rural. 

Como dijimos en otra ocasión, a pesar de haberle dado la mayoría absoluta en cuatro ocasiones, pocos gallegos serían capaces de decir una única cosa en la que su país haya mejorado. De hecho, los datos demuestran lo contrario, y los indicadores económicos que relacionan Galicia con el PIB estatal y europeo muestran una situación de progresivo y constante empeoramiento.  

La labor del PP de Feijóo es como la artritis o la caída del pelo: cada año, un pouquiño peor. ¿El medio ambiente? Un pouquiño peor. ¿La industria? Un pouquiño peor. Los servicios públicos, un pouquiño peor. 

Pero del mismo modo que es imposible señalar mejoras, tampoco los gallegos perciben ese lento avejentarse que pasa desapercibido. Puede que los sanitarios tengan jornadas espantosas y el profesorado condiciones de trabajo insufribles pero ¿en qué se trasluce esto socialmente? Al cabo, las cosas, mal que bien, siguen funcionando. Y cuando la oposición se desgañita diciendo que están acabando con la sanidad pública, por ejemplo, la población no les cree: ¿acaso no he estado en el Clínico ayer mismo y me atendieron muy bien? Exageraciones. 

En la antítesis de la doctrina del shock, lo que en Galicia ha funcionado a la perfección es algo parecido a la labor erosiva del viento o de las olas: un lánguido y constante entumecimiento provocado por una administración que ejerce sus funciones de un modo discreto y tediosamente burocrático

En la antítesis de la doctrina del shock, lo que en Galicia ha funcionado a la perfección es algo parecido a la labor erosiva del viento o de las olas: un lánguido y constante entumecimiento provocado por una administración que ejerce sus funciones de un modo discreto y tediosamente burocrático. Así, construidos a su imagen, los Gobiernos de Feijóo los han integrado hombres y mujeres grises, de los que no conocemos ni el nombre, silentes, disciplinados, que van y vienen sin dejar huella alguna tras su paso.

La creación de este estado burocrático es el sueño de los que anhelan un poder velado y permanente. Se hace política, por supuesto, pero no se habla de política. Y cada una de esas decisiones, casi imperceptibles, que toma la Xunta de Feijóo no puede interpretarse como una muestra de su idea de país —que no existe— sino más bien como los ínfimos ajustes en los engranajes de la maquinaria del poder. Lo que se transmite es una sensación de inevitabilidad, de que las decisiones o acciones que se ejecutan están motivadas en razones puramente objetivas o técnicas y que no necesitan de fundamentación ideológica, del mismo modo que juzgaríamos extemporáneo que el presidente de la comunidad de vecinos comenzase a filosofar para explicar que se debe cambiar la caldera. No es de extrañar que a muchos gallegos no les importe que el PP se perpetúe en el gobierno, del mismo modo que agradecerían aliviados tener a ese vecino servicial que se ofrece voluntario a llevar los papeles de la comunidad año a año.

La creación de este estado burocrático es el sueño de los que anhelan un poder velado y permanente: se hace política, por supuesto, pero no se habla de política

Así, la ausencia de ideología visible es el verdadero triunfo de la ideología invisible. Mientras que sus homólogos madrileños exhiben vociferantes sus credos neoliberales tratando, no solo de gobernar sino de adoctrinar, el mismo ideario se propaga silencioso en Galicia sin alharacas ni jactancias, como si fuese el orden natural de las cosas. 

Cuando se dice que Feijóo es un gestor, se emplea incorrectamente la palabra. Feijóo no es un gestor: es un burócrata. No tiene un ideal, y quizá ni siquiera ideas políticas, más allá de ese difuso magma de lo que es “razonable” y que podría haberle dejado caer igualmente en el PSOE. Es de esos a los que no les interesa la ideología, gente práctica, que no se mete en charcos, sin opiniones propias, que no tiene ningún reparo en hacer de cuando en cuando algo que parezca “progresista” mientras le sea útil. Que hoy puede parecer galeguista pero mañana centralista, o feminista y lo contrario. Es decir, que no están para soltar rollos sino para ejercer el poder. Y en eso son serios, confiables, profesionales.

La ausencia de ideología visible es el verdadero triunfo de la ideología invisible. Mientras que sus homólogos madrileños exhiben vociferantes sus credos neoliberales tratando, no solo de gobernar sino de adoctrinar, el mismo ideario se propaga silencioso en Galicia sin alharacas ni jactancias

En una misión tan complicada como encontrar la fórmula de la piedra filosofal, la izquierda lleva cuatro legislaturas tratando sin éxito de buscar el punto débil de Feijóo. ¿Pero cómo encontrarlo? ¿Cómo criticar la nada? ¿Cómo reprochar a un Gobierno que se manifiesta casi exclusivamente en convenios para construir marquesinas en Cospeito o en ampliar la carretera de Santa Comba? 

Y, aunque lo hubiera, ¿dónde hacerlo? Los espacios de discusión democrática languidecen convenientemente aletargados. El Parlamento galego, el lugar donde cabría esperar algún tipo de debate político se ha convertido en una extensión de esa labor que se presenta como puramente administrativa. Y puesto que todos los medios de comunicación galegos, con la única excepción de Nos Diario, están regados por un incesante flujo de dinero público, estos se convirtieron igualmente en extensiones del Diario Oficial de Galicia. Así las cosas, las pocas veces que Feijóo o alguno de los suyos mete la pata, los medios silencian sus torpezas. Y, a sensu contrario, magnifican o directamente inventan, las torpezas de sus adversarios censurando sus aciertos. 

¿Qué le gusta a Feijóo? ¿Tiene hobbies? ¿Lee libros? ¿Ve series? ¿Hace deporte? Nada sabemos de sus aficiones. Probablemente, porque no tenga ninguna. No es tan raro en su mundo: el trabajo no deja tiempo para esas chorradas. Inauguración por aquí, acto por allá, pues cuando llegas a casa te pones en la tele un partido o dejas de fondo el Pasapalabra. No te vas a sentar a leer a Dostoyevski. Eso es para los ociosos que se pasan el día escribiendo paridas en Twitter. Feijóo y otros como él son gente seria, que no pierde el tiempo en pavadas. De hecho, si mañana algún periodista picajoso quisiera ponerle en apuros, quizá debería preguntarle por sus gustos personales más que por otros enjundiosos asuntos políticos. Porque eso es lo que hace visible la nada, el vacío bajo su carcasa. 

Feijóo no tiene ni remota idea de las grandes cuestiones, climáticas, geopolíticas, económicas que amenazan al mundo. No es un estadista, no se cultiva, no trata de anticipar el porvenir ni tiene un ideal de la Galicia o la España de mañana. Pensarlo le provocaría vértigo y una sensación de pérdida de tiempo: palabrería, ensoñaciones. Feijóo no imagina. 

Tampoco parece tener ninguna convicción firme ni profesa dogmas, es líquidamente pragmático y pactará con Vox o PSOE cuando le convenga, dirá una cosa o su contraria y no se le moverá ni un músculo de su rostro flemático. Y no porque sea un cínico sino porque las doctrinas le parecen menudencias, charlatanería, parte del desagradable teatrillo del debate público al que hay que someterse. 

Quizá el chico tenga talento, sin duda es ladino, artero y falto de escrúpulos, pero ha jugado en una competición amañada en la que únicamente el BNG se ha exhibido como una fuerza de oposición seria y diligente

¿Entonces es imbatible? ¿Es el mirlo blanco de la derecha que vendrá a iniciar una larga era de dominio? Está por ver. Precisamente el punto débil de Feijóo es su sobreprotección, el haberlo tenido tan fácil. Quizá el chico tenga talento, sin duda es ladino, artero y falto de escrúpulos, pero ha jugado en una competición amañada en la que únicamente el BNG se ha exhibido como una fuerza de oposición seria y diligente. Muy al contrario, tanto las extintas mareas como el PSdeG han exhibido unas prestaciones tan absolutamente bochornosas que se puede afirmar que Feijóo venció en varias contiendas electorales únicamente por incomparecencia de sus oponentes. 

Para acabar de ponérselo en bandeja de plata, ni siquiera ha tenido que preocuparse mucho de sus intervenciones públicas pues ya los propios medios de comunicación se han ocupado de hacerle el trabajo completo. En mi época de gestor, el alcalde afirmaba en los mítines con total desparpajo: “Tenemos el pueblo lleno de grúas y si hay que dar licencias ilegales, pues las damos”. Los periodistas allí presentes reían escandalizados. Luego contaban esa frase en sus madrugadas de cubatas, pero ni uno solo osaba reproducirla en alguno de sus respectivos medios. Nadie tenía que darles instrucciones: ya se censuraban solos. De la misma manera, todas las redacciones de la prensa escrita —por no hablar de la TVG— se han comportado como delegaciones del gabinete de prensa de Feijóo, compitiendo únicamente en sus muestras de enaltecimiento hacia quien les mantiene. 

Esta facilidad crea malos vicios: resta tensión, vuelve a uno descuidado. De hecho, fue llegar a Madrid y en apenas dos semanas ya se había metido en varios fangales que esta vez, ¡oh, milagro!, sí tuvieron trascendencia pública. ¿Los efluvios de la capital lo han vuelto torpe o es que ahora resulta que, por primera vez en su vida, alguien le fiscaliza?

¿Cómo se relacionará con los medios progresistas que no puede sobornar? ¿Será posible esa indefinición suya en el ecosistema mediático madrileño de la derecha, tan poblado de exaltados extremistas? ¿O por el contrario le obligarán a posicionarse en conflictos y debates de los que siempre huye? En los cenagales donde chapotean felices abascales y ayusos él se mueve incómodo.

Su mayor amenaza es que —propios o ajenos— le obliguen a definirse, a adoptar perfiles nítidos, en definitiva: a ser

Este es su flanco débil. Como esos seres fantasmales de la ficción que se vuelven vulnerables cuando exhiben su forma corpórea, su mayor amenaza es que —propios o ajenos— le obliguen a definirse, a adoptar perfiles nítidos, en definitiva: a ser. 

Al cabo, ocupar la centralidad no es adoptar esta u otra posición política sino conseguir no ser muy odiado ni por unos ni por otros. Y para eso, nada mejor que la nada: no exteriorizar mucho, no meterse en líos, tratar de ser insípido, pues nadie odia el agua. Feijóo no aspira a despertar pasiones sino a aparecer como una presencia que nos acostumbramos a ver y no nos desagrada, el malo conocido, algo cotidiano, rutinario, confiable, como esos procedimientos administrativos que se repiten invariables año tras año y que los funcionarios tramitan con los ojos cerrados aunque no sirvan para casi nada. 

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