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Opinión
¿Justicia o persecución? La ultraderecha y el arte de ganar perdiendo

A pesar de que los facharanceles de Trump han opacado comunicativamente todo, quizás la noticia política de la semana en Europa —por sus posibles repercusiones en el futuro de la gobernanza no solo de la república francesa sino de la propia UE— ha sido la inhabilitación de Marine Le Pen. Este pasado lunes, el Tribunal Penal de París hacía público el veredicto por el que condenaba a cuatro años de prisión por malversación de fondos públicos del Parlamento Europeo —dos de ellos con tobillera electrónica y otros dos en libertad condicional— a Marine Le Pen.
Aunque la medida que más polémica ha generado ha sido la retirada inmediata de su derecho a presentarse como candidata durante los próximos cinco años. Porque, a pesar de que la legislación francesa prevé la inelegibilidad automática por malversación de fondos, los hechos por los que ha sido condenada Le Pen son anteriores a la ley anticorrupción Loi Sapin 2, por lo que la retirada de la elegibilidad inmediata no fue una “sanción obligatoria”. De esta forma, la retirada inmediata de elegibilidad, antes de que termine el proceso de apelación, impedirá a Le Pen —que actualmente lidera claramente todas las encuestas— presentarse a las presidenciales previstas para la primavera de 2027, desencadenando todo un debate político en Francia que va mucho más allá de este caso específico y que, incluso, guarda ciertas similitudes con procesos en otros países de la UE. Una situación que ha sido aprovechada por la ultraderecha continental para hablar de un lawfare europeo contra ellos.
Quizás el caso más sonado en los últimos meses ha sido el de Calin Georgescu, en Rumanía, vencedor en la primera vuelta de las elecciones presidenciales celebradas en diciembre pasado, que el Tribunal Constitucional rumano anuló tras la desclasificación de informes de inteligencia que supuestamente demostraban la implicación rusa en un intento de influir en los votantes a través de las redes sociales para que apoyaran al entonces relativamente desconocido candidato ultraderechista, que fue apodado desde ese momento como el “Mesías TikTok”.
Una decisión —anular unas elecciones en pleno proceso— insólita en el marco de la UE, que no solo pone en tela de juicio el propio sistema democrático rumano, sino que ha catapultado a la fama al ultraderechista Georgescu, permitiéndole presentarse como un “antisistema” víctima del establishment partidocrático rumano y enemigo de la “burocracia de Bruselas”, el nuevo héroe popular rumano. De hecho, uno de los bulos que más ha circulado por las redes sociales, desde la decisión del Tribunal Constitucional rumano de anular las elecciones ha sido atribuir a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, una intervención directa en la cancelación de la segunda vuelta de las elecciones.
Unos meses después de la cancelación de la segunda vuelta electoral, el Comité Electoral Central de Rumanía suspendió la solicitud de Georgescu para presentarse a las próximas elecciones. Una decisión que fue calificada por el ultraderechista como “otro golpe directo al corazón de la democracia en todo el mundo“, argumentando que si caía la democracia en Rumanía, caería todo el mundo democrático: “Esto es solo el principio. Europa es ahora una dictadura, Rumanía está bajo la tiranía”. Otra decisión que, a corto plazo, frena el ascenso de Georgescu hacia la presidencia del país, pero a costa no solo de degradar la confianza popular en un sistema democrático cada vez más deslegitimado, sino también de dejar en bandeja a la extrema derecha el monopolio del voto protesta, la etiqueta tan útil de outsider de un sistema que genera cada vez más malestares y la supuesta defensa de la democracia frente a su secuestro por parte del establishment.
Trump consiguió dar la vuelta a la supuesta debilidad de aparecer como imputado e incluso condenado, para convertirla en una fortaleza de su campaña
Un buen ejemplo de la utilización de la persecución judicial en su favor ha sido el propio Donald Trump, que consiguió convertir el periplo judicial de los meses previos a su campaña en una importante arma electoral, presentándose como víctima de una persecución del “estado profundo” norteamericano contra él. La propaganda demócrata enfatizó la figura de Trump como un candidato perseguido judicialmente —incluso condenado por el tribunal de Nueva York por falsedad documental— frente a Kamala Harris, la primera mujer fiscal del distrito en San Francisco y la primera fiscal general de California. Pero, a tenor de los resultados, no parece que funcionara mucho electoralmente. Trump consiguió dar la vuelta a la supuesta debilidad de aparecer como imputado e incluso condenado, para convertirla en una fortaleza de su campaña.
De hecho, está por ver el efecto que puede tener en la carrera a las presidenciales francesas la condena a Marine Le Pen. Por el momento, la agresiva campaña mediática de Agrupación Nacional (RN) ha conseguido desviar el foco sobre el contenido de la sentencia por malversación de fondos públicos y centrarse en la inhabilitación como un debate sobre derechos democráticos. Esto ya es una victoria en sí misma para la ultraderecha, que no solo consigue contrarrestar la onda expansiva de su nueva etiqueta de delincuente corrupta, sino que, además, se arroga el papel de víctima, desempolvando su viejo discurso contra las élites, el establishment político y el sistema judicial.
Así, la ultraderecha está acaparando el foco mediático, consiguiendo un auténtico debate nacional sobre la figura de su lideresa, denunciando una persecución personal para frenar su ascensión al poder. La propia Le Pen argumentó en la rueda de prensa posterior a la publicación de la sentencia judicial que: “El sistema ha sacado la bomba nuclear” (...) “y si están utilizando un arma tan poderosa contra nosotros es, obviamente, porque estamos a punto de ganar las elecciones”. Dándole la vuelta a la sentencia de corrupción para convertirla en una maniobra judicial contra la democracia, que no solo afecta a Le Pen por no poder presentarse, sino que ataca la libertad de voto de millones de franceses, obligando al conjunto del arco político francés a tener que pronunciarse. En este sentido, el ministro de Justicia, Gérald Darmanin, ha llegado a afirmar que “no se puede derrotar a Le Pen en los tribunales; hay que luchar contra ella en las elecciones”. De una forma muy parecida se manifestó el líder de Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, declarando: “Solo los votantes pueden revocar a un cargo electo”. Mientras tanto, el Partido Socialista, al igual que los Verdes y el Partido Comunista, ha defendido la inhabilitación: “nadie debe poder escapar de la ley”.
Una presión política, social y comunicativa de la extrema derecha que está consiguiendo resultados. El gobierno de François Bayrou, que se encuentra en minoría en la Asamblea Nacional y, por tanto, necesita o bien el apoyo de RN o el de los socialistas, ha tardado menos de veinticuatro horas en abrir el debate sobre la reforma de la ley de la inhabilitación. Una medida que refuerza las posiciones de la ultraderecha, que defienden que la decisión judicial condenatoria de la inhabilitación inmediata es una suerte de “caza de brujas” encaminada a impedir su candidatura a las presidenciales.
De hecho, numerosos cargos públicos, como el ministro de Justicia francés, han reclamado agilizar el proceso de apelación de Le Pen contra su inhabilitación, reclamo que ha sido recogido por el Tribunal de Apelación de París, que ha anunciado que prevé una primera decisión sobre la sentencia de Marine Le Pen en verano de 2026. Un plazo sensiblemente más corto de lo habitual, pero que se ajusta a la norma y que permitiría a la ultraderecha francesa contar con su lideresa desde el inicio de la precampaña de las presidenciales de 2027.Sino siempre tendrán al “joven” Bardella como plan B.
La ultraderecha ha logrado lo que parecía impensable: transformar una sentencia judicial por corrupción en una plataforma para reforzar su narrativa de victimización y polarización política
La campaña de las próximas presidenciales francesas ya ha comenzado. Y una vez más la ultraderecha ha logrado lo que parecía impensable: transformar una sentencia judicial por corrupción en una plataforma para reforzar su narrativa de victimización y polarización política. Ya no estamos ante un caso de corrupción sino ante un ataque a la democracia. Así, la discusión pública ya no gira en torno a los hechos probados por la justicia, sino en torno al derecho o no de Le Pen a presentarse, a la legitimidad del sistema judicial y al valor del voto popular. La alegría de los que celebraban la sentencia como la salvación de Francia ante la amenaza ultraderechista, empieza a tornarse en preocupación. Porque, este caso, está demostrando, una vez más, que los atajos en política, incluso los judiciales, no existen. La derrota de Le Pen y la ultraderecha francesa tiene que ser social, en las calles, centros de trabajo y ciudades de Francia, una derrota política que tenga una sentencia electoral. Si no, los atajos pueden engordar aún más al monstruo e incluso volverse como un boomerang contra nosotros.