Opinión
La comuna

Por todos los medios nos han inoculado la monserga de que cualquier idealismo es una mamarrachada.

Wild Wild Country
Fotograma de la serie Wild Wild Country.
Gabriela Wiener
20 jul 2018 06:16

La vez pasada volvimos a hablar de hacer una comuna. Cada cierto tiempo nos da por ahí. Mientras en esa comida dominguera íbamos alimentando ensoñaciones, no pude evitar ser la aguafiestas que recordó que hace nada ya nos había tocado ser testigos de la lenta y dolorosa decadencia de algún proyecto de vida colectiva en el que creíamos más allá de toda sensatez. ¿Por qué tendríamos que volver a intentarlo, no habíamos aprendido la lección? Es que no había sido nada fácil ver cómo el colectivo se iba despolitizando, desconectando de la realidad y de los tiempos que corren, cómo la economía compartida se estaba convirtiendo en la explotación de unos sobre otros, cómo el femenino del plural escondía en realidad machismos sin revisar, descubrir que lo colectivo a veces era una excusa para el autoritarismo y el caudillismo, que el espacio individual necesario se invadía, se asfixiaba hasta la parálisis y la abulia, que la supervivencia precaria iba devorando día a día la bella teoría del común.

¿Son las comunas cosas que se hacen en la juventud, como follar en la calle, y luego dejamos atrás para ir madurando? El año en que llegué a Barcelona estaba de moda Remake, una película de Roger Gual, con guión de este y Javier Calvo, que narra la vuelta de dos parejas divorciadas y sus hijos a la masía en la que 20 años atrás levantaron una comuna para luego cargársela. Estaban de vuelta de todo, claro, y con ganas de hacer recuento de daños mediante la catarsis personal e intergeneracional. Eran los hijos, los que guardaban recuerdos buenos y malos, los principales interpeladores.

Este año está de moda el documental Wild wild country, la historia de Rajnishpuram, una comunidad religiosa fundada por el líder espiritual Osho y su asistente Sheela en el condado de Wasco, Oregón, Estados Unidos, en la primera mitad de los años 80, que reunió a 5.000 habitantes en un terreno enorme. Una auténtica ciudad con teatro, restaurantes, salones de belleza, escuelas y aeropuerto; todos vestidos de rojo, hasta la policía, practicando el sexo libre y planeando ataques terroristas. El sueño del mundo propio. Una maravilla, hasta que les obligaron a chapar. Y no me olvido de la comuna de Los idiotas de Lars Von Trier, una utopía en la que todos fingen ser idiotas para no seguir siendo parte del sistema dominante, una reflexión profunda sobre los límites de nuestra ruptura con el orden.

Advertir de que los mundos al uso, las convivencias al uso, las relaciones al uso no fallan o no se acaban es la trampa conservadora en la que no quieres caer

De las comunas nos ha llegado siempre ese regusto de 68 mal envejecido, el fantasma del sueño fallido. Por todos los medios nos han inoculado la monserga de que cualquier idealismo es una mamarrachada. La lógica cutre de que mejor las cosas como están y que experimentos los mínimos, y que se aplica por igual a las comunas como a las relaciones no monógamas o no heteronormadas: ¿para qué te vas a meter en ese jardín si al final vas a acabar como el rosario de la aurora? Pero advertir de que los mundos al uso, las convivencias al uso, las relaciones al uso no fallan o no se acaban es la trampa conservadora en la que no quieres caer.

Se me ocurre dejar de pensar la comuna en términos absolutos, como un estado al que llegamos y del que debemos esperar eternidad y perfección. Retomando la idea de unirnos para una acción concreta, un proyecto de crianza, de vida, o de producción, aceptando que puede tener un clímax, una bonanza quizás, y por qué no, un ocaso. Entender que el grupo puede disolverse, quizá con pena o dolor, pero sin culpa, y sus miembros volver a reagruparse en nuevos territorios. Como en las relaciones. Quizá las rupturas, las separaciones, pueden ser el síntoma de un ciclo que empieza, y no de la pérdida irreparable de lo que debía permanecer igual.

Llegué a un mundo en el que las comunas habían fracasado y me metí en otro en el que funcionaban, pero de pronto un día también comenzaron a fracasar. No sé por qué debería desanimarme. Todos los días nacen y mueren intentos de no seguir más acá, de ir más allá. Mi comuna perdida puede ser el germen de la que está por nacer, que será una vez más lo que queramos que sea, un motivo para ser más idiota o menos.

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No puedo evitar imaginarme “la transición de etnia”, establecer analogías con la transición de género. Imaginar los relatos transétnicos y los discursos cisétnicos.
julia
20/7/2018 16:26

gracias Gabriela

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Commune
20/7/2018 13:33

Buena reflexión, pero creo que se queda en punto muerto. Existe una buena cantidad de experiencias comunales de las cuales sacar lecciones, además de las propias. En mi opinión, una de ellas es efectivamente el idealismo, puerta abierta a futuras horribles frustraciones y rencores longevos. Otra es la naturaleza del vínculo que une a los miembros de la comuna, cuando éste es pricipalmente ideológico suceden problemas como los que has contado (cuasi-universales en todas estas experimentaciones, me parece).
La lección principal a extraer es que debemos explorar otra calidad de vínculos, y para ello hay que despreciar y romper en gran medida no sólo con los condicionamientos propios del sistema, sino también con las ideologías "revolucionarias"

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Alberto
4/7/2018 14:06

Enhorabuena por este artículo delicioso en la forma y esperanzador en el fondo. Gracias.

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