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Opinión
Ley de libertad sexual, la paradoja de castigarnos por víctimas
Se llamaba Mercy, era nigeriana y ejercía el trabajo sexual, junto con otras compañeras, en un piso de Noruega. Un día, un agresor, haciéndose pasar por cliente, se presentó en el piso, las robó y las violó. La policía tardó tres horas en llegar. Tras prestar declaración en comisaría, fueron alojadas en un hotel. Cuando volvieron a su casa, el arrendador las echó, alegando que habían ejercido prostitución en ella. El resultado de denunciar una agresión fue quedarse sin casa: las habían desahuciado por putas.
El motivo fue que, en los países abolicionistas, es ilegal alquilarle una vivienda a una prostituta, ya que se considera delito de proxenetismo. La consecuencia de esta medida es la clandestinidad y, por ende, la indefensión. Así lo señala el informe de Amnistía Internacional El coste humano de “machacar” en el mercado: la penalización del trabajo sexual en Noruega.
Alquilar un espacio destinado a ejercer la prostitución es lo que en el Estado español se denomina “tercería locativa”. Una de las medidas que contempla la Ley de libertad sexual, aprobada en el Consejo de Ministros en segunda vuelta el 6 de julio, es su penalización, puesto que considera que extraer un beneficio del ejercicio de la prostitución de otra persona —aunque este beneficio se limite a un alquiler— es violencia. Pese a su enunciación feminista, esta penalización comportará la clandestinidad para las trabajadoras sexuales. Y, en consecuencia, la imposibilidad de que las trabajadoras sexuales denunciemos robos, violaciones o agresiones, por miedo a perder nuestro hogar o ser expulsadas del país. Así, de modo paradójico y nada inocente, el Ministerio de Igualdad pretende proteger la integridad física y psicológica de la mayoría de mujeres, al tiempo que expone al peligro a las mujeres que no cumplan con la nueva política sexual que impulsa. En otras palabras: castiga a toda mujer a la que considere un mal ejemplo para el resto.
El castigo estatal hacia las trabajadoras sexuales ha ido in crescendo en los últimos años: en un principio, se limitaba a un estigma simbólico, alimentado por las campañas publicitarias —financiadas con dinero público— que afirman que “se paga por nuestro sufrimiento”. Estas campañas, además de estigmatizantes, aunaban en la misma imagen trabajo sexual y trata, alimentando un discurso social que, además de obviar el papel de la Ley de extranjería como motor de la trata, definió a todas las prostitutas como víctimas sin voz. Más adelante la reproducción del estigma se convirtió en penalización económica, mediante la ley mordaza y las ordenanzas municipales. Una penalización destinada a las compañeras que captan clientela en la calle; precisamente las más vulneradas y precarizadas. A las represalias se sumó la invención de fábulas conspiranoides acerca de las trabajadoras sexuales politizadas, con las que nos acusan de ser proxenetas encubiertas tras una falsa identidad de trabajadoras sexuales o de defender los intereses de los mismos.
El Ministerio de Igualdad pretende que las malas mujeres entremos en el Código Penal, resucitando un delito tipificado por el Código Penal del franquismo: la tercería locativa.
Ahora, el Ministerio de Igualdad pretende que las malas mujeres entremos en el Código Penal, resucitando un delito tipificado por el Código Penal del franquismo: la tercería locativa. Así, como segunda paradoja, encontramos que el partido que se alimentó de un discurso de conciencia de clase y democracia participativa castiga a las empobrecidas mediante una lógica penal franquista. No podemos olvidar, asimismo, que el PSOE, el mismo partido que despenalizara la tercería locativa durante la democracia y que tantas licencias ha concedido a clubs de alterne, esgrime ahora el argumento del cierre de los clubs como medida para acabar con la explotación.
No es sin motivo que este tipo de feminismo —defensor de la libertad, la integridad y el consentimiento de las mujeres privilegiadas, a costa de la penalización de las pobres— fue bautizado por Bernstein como “feminismo carcelario”. Tal y como reflejan los informes de Amnistía Internacional, los resultados de este tipo de medidas, no sólo en Noruega, sino también en Argentina, han resultado devastadores, tal y como recoge el informa Lo que hago no es un delito, también de Amnistía Internacional. Su gran logro igualitario ha sido aumentar el poder, abuso y control policial sobre las mujeres, así como la entrada de éstas en las instituciones penitenciarias: según la investigadora argentina Cecilia Varela, el 40% de las personas procesadas por la Ley de trata son mujeres.
Este tipo de legislaciones se venden a la opinión pública como “garantes de los Derechos Humanos”. Sin embargo, pese a este discurso propagandístico, acaban por violar diversos de estos derechos. Noruega, tercer país europeo en implantar el modelo abolicionista, es un perfecto escenario de análisis.
El primer derecho vulnerado con estas políticas punitivas es el derecho a la vivienda, puesto que, al tipificar, como delito de proxenetismo el alquiler de un inmueble destinado al ejercicio de la prostitución, en muchas ocasiones se desahucia a las trabajadoras sexuales de sus viviendas. Un claro ejemplo de esto fue la “Operación sin techo” (Noruega, 2007-2011), en la que se desalojó sistemáticamente a las trabajadoras sexuales de sus hogares. A fin de obtener su dirección y echarlas de sus domicilios, la policía noruega hostiga incluso a las trabajadoras que captan clientela en la calle, pese a que no ejerzan en sus casas. Los arrendatarios, a sabiendas de las dificultades habitacionales ante las que se encuentran estas compañeras, les exigen un alquiler más elevado. Estas medidas violan, por tanto, el derecho a no sufrir discriminación, a la intimidad y a la vivienda.
Enumerando las paradojas que encierra la Ley de libertad sexual, en su importación del punitivismo, añadimos la de un partido que se hizo con la confianza de la clase obrera por señalar el problema de acceso a la vivienda, la especulación urbanística y el impago de las hipotecas y al que ahora, con sus medidas, no le importa desahuciar a las menos privilegiadas.
La “ley de sólo sí es sí” pretende garantizar la integridad física, psicológica y sexual de las mujeres, pero al mismo tiempo empuja al peligro a las trabajadoras sexuales, utilizándonos como el castigo ejemplarizante
En segundo lugar, otro de los derechos que se ven afectados por la propuesta de la “ley del sí es sí” es el de la seguridad de la persona: puesto que la policía actúa como cuerpo represor, las trabajadoras sexuales no denuncian los abusos a los que puedan verse sometidas; por tanto, los perpetradores gozan de impunidad. Dada la situación, en ocasiones, las trabajadoras sexuales optan por realizar los servicios en la casa de los clientes, exponiéndose al peligro: muchas veces, incluso los hoteles identifican y echan a las trabajadoras sexuales. También se penaliza a las compañeras que, por garantizar su seguridad, compartan espacio. Esta inseguridad a la que se ven abocadas las que viven bajo el punitivismo arroja luz sobre otra de las paradojas de la “ley de solo sí es sí”: una ley que pretende garantizar la integridad física, psicológica y sexual de las mujeres, al mismo tiempo, empuja al peligro a las trabajadoras sexuales, utilizándonos como el castigo ejemplarizante de quienes no sigan los mandatos de la nueva política sexual.
En tercer lugar, la criminalización de la tercería locativa supone un aumento de la presión policial sobre los lugares donde se ejerce prostitución. En esta persecución de prostitutas, la policía ha llegado a considerar como prueba de que en un inmueble se ejerza la prostitución el que haya preservativos. Con esto, se está violando el derecho a la salud sexual y reproductiva. En este mismo sentido, tal y como denuncia ONU SIDA, la criminalización aumenta el contagio del VIH: los clientes problemáticos, conocedores de la clandestinidad y la vulnerabilidad a las que se ven sometidas las trabajadoras, acaban por exigir prácticas de riesgo.
En ningún caso estas medidas ayudan a acabar con la trata, pese al argumento populista de que están destinadas a acabar con la explotación. Tal y como señala Amnistía Internacional, de las 280 denuncias presentadas en Noruega, en el ámbito de la prostitución forzada, entre 2006 y 2014, solo se han dictado 32 sentencias. Paradójicamente, no se protege a las víctimas de trata, sino que sucede lo contrario: al recaer la sospecha de prostitución especialmente sobre las migrantes, se dan muchos casos en que las víctimas de trata acaban siendo perseguidas.
En cuanto a Argentina, la ley vigente es la Ley de trata, la cual, al igual que la Ley de libertad sexual, anula el consentimiento de la trabajadora y tipifica como delito todo lo que rodea al trabajo sexual (alquiler de inmuebles, transporte, limpieza, ayuda con la organización, etcétera). En consecuencia, las trabajadoras sexuales se ven expuestas al acoso, abuso e incluso sobornos policiales, ya sea éstos a cambio de avisar de un allanamiento o de una declaración favorable ante el juez.
En Argentina, esgrimiendo como justificación la Ley de trata, las trabajadoras sexuales padecen de constantes allanamientos, detenciones, arrestos con armas de fuego e interrogatorios coercitivos
Esgrimiendo como justificación esta ley, las trabajadoras sexuales argentinas padecen de constantes allanamientos, con conductas violentas y robos de sus efectos personales, detenciones, arrestos con armas de fuego e interrogatorios coercitivos —incluyendo en éstos a los psicólogos que, lejos de respetar la confidencialidad exigida por el código deontológico, suelen colaborar con la policía—. También se ven sometidas, pese a que su actividad no está reconocida como trabajo, a inspecciones normativas por parte de los funcionarios, quienes en ocasiones también les exigen sobornos a cambio de no multarlas o no clausurarles el piso.
Como puede deducirse, los esfuerzos de la ley, pese a llamarse “Ley de trata, no se concentran en perseguir a las figuras criminales, sino que acaban criminalizando a las mujeres a las que dicen rescatar. Una paradoja del mismo tipo se da en la Ley de libertad sexual donde, como bien señala la jurista María Luisa Maqueda, las penas por trata son menores que las de violación.
La persecución de las trabajadoras sexuales se suele fundamentar en estereotipos —apariencia, comportamiento, etcétera—. Esto puede dar pie a la discriminación de mujeres sospechosas de prostitución, como mujeres trans y/o migrantes; por tanto, se está dificultando el acceso a la vivienda a colectivos ya de por sí discriminados. Es aquí dónde se vislumbra otra de las paradojas del Ministerio de Igualdad: por un lado, impulsa una Ley trans para acabar con la discriminación de un colectivo históricamente vulnerado. Por el otro, propone una ley que supondrá una mayor precarización y la criminalización de gran parte de dicho colectivo; esa mayoría cuya única salida laboral es el trabajo sexual.
Esta ley es otro ejemplo más de cómo el Ministerio de Igualdad ha diseñado una meritocracia del buen comportamiento sexual. Así, las trabajadoras sexuales hemos quedado excluidas del IMV. De la misma forma, se entorpeció nuestra recuperación económica post-confinamiento, cuando se ordenó el cierre de nuestros espacios de trabajo.
El Ministerio de Igualdad sigue sin recibirnos, asegurando que estas reformas legales no van a atentar contra nosotras, pese a que el texto de la ley no presenta ninguna garantía de estas afirmaciones
Y, ante esta inminente criminalización, el Ministerio de Igualdad sigue sin recibirnos, para que le expongamos las consecuencias de sus políticas; más bien, se limita a desmentir nuestros temores, asegurando que estas reformas legales no van a atentar contra nosotras, pese a que el texto de la ley no presenta ninguna garantía de estas afirmaciones. Sin embargo, nosotras, las trabajadoras sexuales, somos conocedoras de cómo las medidas abolicionistas, pese a no estar dirigidas directamente a penalizarnos, sí repercuten negativamente en nuestro trabajo y nuestras vidas. Mientras no se despenalice la tercería locativa, no habrá autoorganización que se sostenga -ya que alquilarnos un espacio donde trabajar será un delito-. Así, el negocio del sexo pasará a depender de quien tenga contactos y poder. Vemos cómo este feminismo institucional da la espalda a nuestras compañeras más precarizadas y cómo las va a servir en bandeja a una justicia patriarcal, tránsfoba, racista, putófoba y clasista.
La Ley de libertad sexual no niega nuestro consentimiento por considerarnos víctimas. Más bien lo hace porque nos considera culpables y que, en consecuencia, no debemos beneficiarnos de protección legal alguna en lo que se refiere a nuestra integridad física, psicológica y sexual. Que esto lo lleve a cabo “el Ministerio de Todas las Mujeres” puede resumirse en una frase: la verdadera paradoja es un feminismo que establece jerarquías de mujeres.
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