Opinión
Memorias de abril, comenzamos mayo

Recuerdos colectivos en estos tiempos de ofensivas reaccionarias.
25 de abril Diego - 1
Asamblea de campesinos durante la revolución portuguesa.
8 may 2024 05:30

Fijemos la vista más allá del giro de guion que significó, el 24 de abril, la carta abierta de Pedro Sánchez planteando la posibilidad de su dimisión el último lunes del mes; más allá de las consecuencias de su desenlace —“he decidido seguir”—. Intentemos focalizar el momento sin concentrarnos en lo que vendrá a corto plazo después de una decisión que sí despejó la inquietud que la carta había abierto. Esto es, que nos precipitáramos a recorrer la senda de nuestros vecinos lusos a tan sólo cinco meses de la dimisión de António Costa por otra imputación errónea; mientras la victoria de los conservadores —hoy en el gobierno portugués— y el resultado histórico de la extrema derecha en el adelanto electoral del 10 de marzo, aún resuenan en la deriva del continente —negacionismo persecutorio del genocidio en Gaza, leyes del PP y Vox reprobadas por la ONU, Pacto migratorio normalizando a Meloni y declaraciones de pactos con las extremas derechas de Von der Leyen, mediante—.

En otras palabras, con una mirada proyectada por fuera del ahogo de la inmediatez y el indudable impacto que produjo, en la arena pública y el futuro inmediato del país, la particular actuación del presidente del gobierno al alcanzarle a él personalmente la ofensiva reaccionaria desplegada dentro del poder judicial, que continúa avanzando imperturbable y cuyos elementos reaccionarios son viejos conocidos de los movimientos político-sociales del país; lo cierto es que el mes, en el que mirábamos hacia el Próximo Oriente espantados y desgarradas mientras aguantábamos la respiración ante una posible escalada regional, avanzaba, impasible a los acontecimientos, hacia su final. 

Gernika, junto a otras ciudades del país, se convirtió en campo de operaciones de la innovación técnica destructiva de la guerra moderna, aplicada sobre retaguardia civil

Abril declinaba, y lo hacía entre el pasado y el presente, tras haber atravesado la simbólica fecha republicana del 14 de abril —un mes después de la aprobación en el Congreso de la ley de amnistía al procés—, con un Sant Jordi marcado por la precampaña catalana. Mientras, al otro lado del charco, en Argentina —uno de los países referentes de la lucha por ‘la memoria, la verdad y la justicia’, contra la impunidad, el perdón y el olvido de los crímenes de lesa humanidad de su última dictadura cívico-militar—, a casi un mes de la gran marcha del día de la Memoria (aniversario del golpe de Estado, el 24 de marzo), otra movilización, histórica por su masividad, volvía a ocupar las calles de todo el país. Lo hacía convocada específicamente por la defensa de la universidad pública, contra las medidas de Javier Milei que amenazan su subsistencia, y la de buena parte de la población. Y es que después de casi dos décadas de juicios de lesa humanidad, en el contexto de otra crisis económica de extrema gravedad en la historia del país, hoy, el gobierno central de la república argentina está en manos de negacionistas justificadores de aquel ‘terrorismo de Estado’ de la década de 1970 y su sistema de desaparición-forzada. 

En este lado del Atlántico, tan sólo unos días antes, las calles habían sido tomadas por los canarios, en una convocatoria inmensa contra el turismo depredador, y los vascos habían votado. Entonces, en la recta final del mes, los días desembocaban una vez más en los aniversarios que lo despiden cada año: conmemoraciones históricas del ‘corto siglo XX’ (E. Hobsbawm). 

La fecha del 25 de abril comparte la victoria antifascista italiana, en 1945, y la portuguesa revolución de los claveles de 1974, que cumplía en este contexto 50 años. Aquellos 25 de abril que significaron las derrotas de las formas de fascismo militarista que habían parido los años de Entreguerras en esos dos países, al sur del viejo continente.

Por su parte, el día 26 corresponde al accidente nuclear de Chernobil (1986) y al bombardeo de Gernika, en 1937. Dramáticos sucesos del desarrollo de la modernidad que nos apelan en estos tiempos de distintas maneras, pero siempre devolviéndonos una mirada horrorizada, deslumbrada hasta la ceguera por los cristales rotos de la Historia humana. 

Este año, tras unas elecciones históricas para la izquierda abertzale en Euskadi, vivíamos y recordábamos el 87º aniversario de aquella masacre. La destrucción que inmortalizara simbólicamente Picasso para el mundo, consiguiendo despejar para siempre la eficacia de la mentira desplegada por el franquismo y obturando el olvido nacional de un bombardeo perpetrado desde el aire por aviación alemana (nazi) e italiana (fascista), en apoyo al bando golpista en la última, e internacionalizada, guerra civil española.

Aquella guerra ganada por los sectores reaccionarios. El bando que nunca sufrió una derrota al ejercicio de su poder, a diferencia de las conmemoradas el 25 de abril sobre la Italia fascista y el Portugal de Salazar. Aquí, Franco murió matando en la cama y la Transición, que se abrió empujando tras su muerte, fue vertebrada por un consenso que ató la inmunidad de las estructuras oligárquicas y la impunidad del régimen. Una impunidad agazapada en la luchada amnistía de octubre de 1977, bajo las bóvedas construidas sobre las claves de la narrativa de la reconciliación nacional, el miedo arraigado e inoculado a la repetición del pasado traumático fratricida —aprehendido durante 40 años con la política represiva del enemigo interno, considerado como externo, a la par que dramatizado como una excepción esencialista guerracivilista que desdibuja la historia de la construcción de los Estados-nación de todo el globo— y, por último, un olvido proyectado hacia el futuro que sedimentaba el silencio represivo de las 4 décadas de dictadura. De hecho, abril se nos iba un año más como lo había hecho el año pasado, en el que se cumplieron los 60 años del asesinato judicial de Julián Grimau por la legislación franquista. 

Fue en aquella guerra civil —origen de la dictadura— en la que Gernika, junto a otras ciudades del país, se convirtió en campo de operaciones de la innovación técnica destructiva de la guerra moderna, aplicada sobre retaguardia civil. Los ataques aéreos sobre ciudades, que han marcado el resto de nuestra historia mundial hasta el genocidio en Gaza, fueron inaugurados en tierras ibéricas, para normalizarse a continuación durante la II Guerra Mundial. Aquella contienda internacional que se cerró, dando paso a la Guerra Fría, con el uso de las bombas atómicas por parte de EE UU sobre las ciudades niponas de Hiroshima y Nagasaki (1945). 

Desmintiendo la realidad deformada por el sionismo respecto al concepto de genocidio, el recuerdo dramático de la Historia volvía a asomarse: 30 años desde el genocidio en Ruanda

Tanto el 75 aniversario del ataque atómico, en 2020, como el 35 aniversario del accidente en la planta ucraniana del Estado soviético, en 2021, pasaron tristemente desapercibidos por el impacto de la pandemia del covid-19, siendo no obstante la macabra antesala a la reaparición del riesgo de la destrucción nuclear tan sólo un año después, a partir de la invasión rusa de Ucrania y la estrategia seguida por la OTAN. 

Es, por tanto, en la coyuntura desplegada en estos dos años, en la que todas estas efemérides se reconectan eléctricamente con el presente. Retornan ante el horror inenarrable del que seguimos siendo testigos desde octubre: el exterminio sin pausa que Israel despliega sobre Palestina. Han sido masacradas más de 41 mil personas —34.622 víctimas identificadas y más de 7 mil desaparecidas, a cifras del 3 de mayo— en un exterminio que está siendo perpetrado para menguar, expulsar y ocupar la Franja de Gaza, mientras los asesinatos continúan en Cisjordania. 

La memoria de resistencia del Día de la Tierra Palestina había despedido el mes de marzo con la Historia —“lo que duele”, dice F. Jameson— atravesada por el desgarro de un pueblo masacrado y desplazado desde que la constitución del Estado de Israel fue la respuesta que históricamente se dio al genocidio nazi, perpetrado según la directriz de ‘la Solución final’ sobre la población judía tanto de Alemania como de los territorios anexionados por el imperialismo del III Reich, que contaban con sus propios colaboracionistas, como en la Francia del régimen de Vichy. 

Hoy, como estamos viendo, la propaganda y el discurso sionista siguen secundados por la oficialidad del socio mayor, los EE UU, que aprueba leyes persecutorias contra la libertad de expresión, reprime  las acampadas del movimientos universitario de estas dos últimas semanas, habiendo detenido ya a más de 2.200 personas movilizadas en acampadas contra el genocidio en Gaza, mientras en Europa, gobiernos como el alemán y el francés, siguen con las políticas de prohibición de manifestaciones y conferencias, reproduciendo también la instrumentalización facciosa del ‘antisemitismo’, redefinido indigna y distorsionadamente como todo aquello que critica las acciones de Israel. Se trata de la muestra expansiva del poder: la impunidad total que pretende tener el sionismo al definir como ‘antisemita’ —con su poderosa propaganda expansionista adulteradora del lenguaje— a todo aquel que defienda los derechos del pueblo palestino, a toda persona que señale y se oponga al exterminio que se está perpetrando desde hace 7 meses. 

El sionismo —como otras ideologías con importante poder material— está entrenado en la deformación de las palabras con las que pensamos el mundo y expande una nueva práctica dramática en este contexto tecnológico en el que nació la posverdad: una suerte de ‘neolengua’ con similitudes a aquella que describió G. Orwell en su novela distópica 1984 como instrumento útil para el control ejercido desde ‘el ministerio de la verdad’ del ‘Gran Hermano’. Y es que, con este presente, no podemos cansarnos de invocar la actualidad de aquella obra publicada en 1949, a un año de la Nakba palestina, ejecutada en el nacimiento del Estado israelí. 

No obstante, desmintiendo la realidad deformada —apropiadora y excluyente— del sionismo respecto al concepto de genocidio, el recuerdo dramático de la Historia volvía a asomarse a principios de este Abril, en otro aniversario traumático: los 30 años del genocidio perpetrado en Ruanda. Un exterminio con métodos premodernos ejecutado contra los tutsis por parte de la hegemonía hutu, mientras la pasividad de la comunidad internacional se volvía a evidenciar como antesala de lo que vendría al año siguiente en Sbrenica, durante la guerra de los Balcanes. 

Aquella última guerra de la Europa del siglo XX que tuvo lugar, con eliminación sistemática incluida, mientras “la Historia llegaba a su fin” (Fukuyama) con la implementación de una hegemonía neoliberal que ya había parido tanto los yupis de ‘American psycho’ como las teorías de las que hoy bebe la disruptiva derecha minarquista de Javier Milei, el informador de los magnates enriquecidos exponencialmente que en Davos fueron finalmente puestos sobre aviso —por “el elegido” y “sus fuerzas del cielo”— del “peligro socialista”. Una imaginación psicótica desatada en tiempos de posverdad y que va personalizando, primero en Boric, Petro y ahora, en su penúltima jugada distractiva que afecta al ámbito diplomático, con un comunicado oficial, en Sánchez y “sus políticas socialistas que solo traen pobreza y muerte”.   

Abril se fue y llegó mayo arrancando con la jornada de una memoria obrera en homenaje a los Mártires de Chicago —anarcosindicalistas ejecutados por participar en la huelga y las protestas, convocadas durante días, para conseguir la jornada de 8 horas, en 1886—. El 1º de Mayo guarda memoria de la represión ejercida sobre el movimiento obrero —sufrida este año en Francia—, mientras recuerda aquellas victorias que, sin límites de identidad territorial pero impactando en las vidas y territorios concretos, fueron conseguidas. Victorias marcadas por el internacionalismo, la solidaridad organizada en las medidas colectivas de fuerza y la lucha por los derechos de la clase explotada empujando por un horizonte, el de la justicia social. Esa que hoy demonizan como “aberración” las nuevas ofensivas reaccionarias, disfrazadas de ‘libertad monetizada’.

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