Opinión
De Riefenstahl a Rosalía: la estética como coartada

¿Cuántas veces más se podrá invocar el arte para no decir nada? ¿Cuántas vidas seguirán siendo utilizadas como decorado antes de ser olvidadas? ¿Y cuántos silencios más se archivarán como si no fueran ya, también, una forma de tomar partido?
Riefenstahl (2024)
Fotograma del documental ‘Riefenstahl’ (Andres Veiel, 2024). Riefenstahl recibe a Hitler en su villa de Berlín-Dahlem en 1937.

Es curioso cómo las imágenes se entrecruzan con la realidad, cómo a veces una película, una fotografía o un gesto dicho frente a cámara puede encender algo que ya venía latiendo en otra parte. Eso me ha sucedido al ver el documental sobre Leni Riefenstahl: no podía dejar de pensar en Gaza, en las imágenes que nos llegan desde allí cada día, y también en los silencios —tan pulcros, tan calculados— de ciertos artistas frente al genocidio palestino. Lo que al principio parecía una coincidencia de tiempos se volvió pronto una red de conexiones: el encuadre que excluye, la cámara que no muestra, la voz que no nombra.

En Riefenstahl (2024), el documental dirigido por Andres Veiel, se derrumba uno de los mitos más tenaces del siglo XX: el de la artista inocente. Lejos de una hagiografía, Veiel entrega una crítica implacable construida desde el archivo: cartas privadas, fotografías inéditas, películas caseras, fragmentos de entrevistas y documentos personales revelan a una Riefenstahl hábil no solo en la composición estética, sino en la manipulación de su propia memoria.

Durante décadas, Riefenstahl defendió la idea de que ella “solo filmaba”, que su cine era arte puro, despojado de ideología. Sin embargo, el documental aporta evidencias de su presencia durante una masacre de judíos en Konskie, Polonia, en 1939, cuando acompañaba a la Wehrmacht en calidad de observadora. Lejos de denunciar lo que vio, su única reacción fue una queja formal porque la escena dificultaba su trabajo cinematográfico. No por las víctimas, sino por el encuadre.

Veiel muestra que Riefenstahl no fue una víctima del régimen, sino una arquitecta visual del mismo: diseñó una estética de la supremacía, de la pureza, del orden jerárquico. Y más aún, diseñó —y actualizó— una narración de sí misma como “ajena”, como artista atrapada en un sistema que no comprendía. Esa construcción personal no fue menos performativa que sus películas.

En otro tiempo y bajo otras coordenadas, pero en un escenario también atravesado por la imagen, una artista contemporánea como Rosalía encarna, sin pretenderlo, una variante contemporánea del mismo mecanismo de distanciamiento. Durante los peores meses del ataque israelí sobre Gaza en 2024-2025 —bombardeos sobre campos de refugiados, hospitales, escuelas, el asesinato sistemático de civiles— muchas voces públicas mantuvieron un silencio calculado. Rosalía fue una de ellas.

En julio de 2025, cuando el diseñador Dominnico anunció públicamente que dejaba de vestirla por no condenar el genocidio, la cantante reaccionó con una declaración publicada en Instagram: “Es terrible ver cómo día tras día personas inocentes son asesinadas y que quienes deberían parar esto no lo hagan”. Y agregó: “No publicar no significa no condenar. El señalamiento debería ser hacia arriba, hacia quienes tienen el poder de frenar esto”.

La declaración, lejos de asumir una posición política clara, evitó toda mención directa a Palestina, a Israel, a la palabra “genocidio”. Fue un gesto de distanciamiento emotivo: un lamento abstracto, sin dirección ni consecuencia. Como si el dolor bastara, como si nombrar fuera un exceso.

No se trata de acusar a Rosalía de propaganda ni de equiparar los contextos, sino de señalar cómo la retórica de la neutralidad sigue siendo funcional al poder. En un contexto donde el genocidio es visible, nombrar —o no hacerlo— tiene un peso ético

En este gesto hay algo que se parece —por negativa— a la forma en que Riefenstahl retrataba el mundo sin sus víctimas. No se trata de acusar a Rosalía de propaganda ni de equiparar los contextos, sino de señalar cómo la retórica de la neutralidad sigue siendo funcional al poder. En un contexto donde el genocidio es visible, nombrar —o no hacerlo— tiene un peso ético.

Riefenstahl se pasó medio siglo repitiendo que su cine no era político, que su única lealtad era hacia la belleza. Que ella no era nazi, solo una artista. Esa escisión radical entre arte y política fue el eje de su defensa: si el arte está más allá del bien y del mal, no puede ser juzgado, pero su cine no solo fue financiado por el régimen: fue una de sus herramientas más efectivas.

El triunfo de la voluntad no representa el nazismo, lo produce. No es testimonio, sino máquina de legitimación. Su eficacia formal —el encuadre perfecto, la coreografía militar, la luz como ideología— no la hace menos culpable, sino más peligrosa.

La pregunta no es si el arte puede ser político, sino si puede no serlo. Toda decisión estética es también una decisión ética. La cámara elige, excluye, encuadra

La pregunta no es si el arte puede ser político, sino si puede no serlo. Toda decisión estética es también una decisión ética. La cámara elige, excluye, encuadra. La forma nunca es inocente. Cuando Riefenstahl afirma que no habría filmado a personas discapacitadas está diciendo algo más profundo: que su arte no admite ciertos cuerpos. Que hay vidas que no merecen imagen.

Esa lógica excluyente se materializa en uno de los episodios más siniestros de su filmografía: el uso de personas gitanas —hombres, mujeres y niños— como extras en Tiefland, película que comenzó a rodar durante el nazismo y concluyó años después. Para filmar escenas en los Alpes italianos, Riefenstahl solicitó prisioneros romaníes internados en campos como Maxglan-Leopoldskron (Austria) y Marzahn (Berlín). Fueron trasladados a los sets, grabados como “decorado humano”, y luego deportados —la mayoría a Auschwitz— donde fueron asesinados.

Riefenstahl negó durante años cualquier conocimiento del destino de estas personas. Alegó haberles tratado con respeto, incluso haber intentado protegerlos. Sin embargo, investigaciones, como las de Nina Gladitz en Zeit des Schweigens und der Dunkelheit (1982), demostraron lo contrario. En 1987, Riefenstahl fue obligada a reconocer que sabía que los extras procedían de campos de concentración. No eran actores contratados, eran prisioneros. Y entre ellos había niños. Lo que muestra el documental de Veiel —y lo que la historia confirma— es que estos cuerpos fueron elegidos no a pesar de su precariedad, sino precisamente por ella. Eran prescindibles. Eran usables. Estaban a disposición. El cine, en este caso, no fue un testigo de la violencia: fue su cómplice simbólico. La cámara no salva. La cámara puede matar. Veiel señala algo esencial: la imagen no es solo representación, es gesto. El cine de Riefenstahl construye un mundo sin grietas, sin debilidad, sin otredad, pero eso no la hace apolítica. La hace profundamente ideológica. Toda estética que excluye, que ordena el mundo según jerarquías de pureza y fuerza, está produciendo violencia.

En 2025, con Gaza reducida a ruinas, el silencio de las figuras públicas no es solo omisión: es alineamiento. Una forma de preservar imagen, contratos, estabilidad. El arte no está por fuera del mundo. Está en él

Lo mismo puede pensarse del presente. En 2025, con Gaza reducida a ruinas, el silencio de las figuras públicas no es solo omisión: es alineamiento. Una forma de preservar imagen, contratos, estabilidad. El arte no está por fuera del mundo. Está en él. Y su forma de estar importa. Quizás dentro de unas décadas alguien revise los archivos de este tiempo: stories, entrevistas, declaraciones de Instagram. Y quizás entonces se diga “solo cantaban”, “no sabían”, “no querían meterse en política”. Como dijo Riefenstahl. Como repiten hoy tantas voces, buscando el refugio de la neutralidad.

¿Cuántas veces más se podrá invocar el arte para no decir nada? ¿Cuántas vidas seguirán siendo utilizadas como decorado antes de ser olvidadas? ¿Y cuántos silencios más se archivarán como si no fueran ya, también, una forma de tomar partido?

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