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Opinión
Sentido y senilidad

Yasha [Levine] y yo hablamos hace poco con Alexander Melamid, uno de los popes del mundo del arte, que habla sin tapujos y se desilusionó hace tiempo con el culto al arte.
Me ha interesado Melamid desde que descubrí su movimiento satírico, el neosenilismo, que inventó y promovió hace más de una década como conclusión lógica al arte moderno. Es un término amplio, pero realmente engloba a buena parte del arte conceptual y político que se produce hoy en día, la risible y pretenciosa mezcla de filosofía, moralismo y activismo.
Conecté de inmediato con el punto de vista de Melamid porque desde hace tiempo pienso que la senilidad de la que habla trasciende el mundo del arte y está presente en la cultura en general. Quizá comencé a darme cuenta de ello en el cine porque es el medio que me es más cercano.
A medida que los grandes cineastas de nuestra época envejecen y se encuentran asentados en el tercer acto de su vida, sus películas se han vuelto, como es natural, más seniles.
Esto se me hizo obvio por primera vez cuando vi Prometheus de Ridley Scott en un cine en 2012. Scott tenía entonces unos 70 años. Había algo en la película que descolocaba. Transmitía una sensación muy concreta: la trama apenas coherente, la confianza agresiva con la que estaba dirigida, las referencias constantes al pasado, el cliché filosofizante sobre el sentido de la vida, la energía confusa general, y el hecho de que esta película fuese la quinta de una franquicia lanzada a finales de los años 70... todo ello me hizo pensar en la senilidad. A menudo, cuando los ancianos comienzan a perder facultades mentales, se vuelven más asertivos y agresivos, un hecho sobradamente conocido en la profesión médica.
Historias que están hechas pensadas para niños (y en evocar conexiones culturales nostálgicas en los adultos) son ahora los vehículos más caros y lucrativos de la industria cinematográfica
Después de ver Prometheus comencé a darme cuenta de este fenómeno más a menudo. Es más, casi todas las películas de Ridley Scott en la última década han tenido esa energía senil. La última película de Francis Ford Coppola, Megalopolis, me encantó, pero a pesar de sus grandes momentos de lucidez y de su contagioso optimismo, no es muy coherente, y en ocasiones se va a pique o no tiene ningún sentido. En pocas palabras: la palabra “senilidad” está escrita sobre toda ella.
Pero la senilidad que he estado viendo en la industria cinematográfica no se limita a la edad de ciertos directores. Es algo mayor que eso, se ha convertido en una manera de pensar, en un fenómeno cultural. Puede verse en los constantes remakes de viejos clásicos, en la proliferación de franquicias y en el hecho de que Marvel y Disney ahora dominan el paisaje cultural. Historias que están hechas pensadas para niños (y en evocar conexiones culturales nostálgicas en los adultos) son ahora los vehículos más caros y lucrativos de la industria cinematográfica, y algunos de los que consiguen grandes estrenos cinematográficos y aguantar durante semanas en cartelera. ¿Qué es todo ello sino una caída colectiva en la senectud? Vivimos en el pasado más que en el presente, colmado de nostalgia por los “días mejores”, cerrado a cualquier cosa nueva y que no puede avistar un futuro diferente de una versión del pasado.
Este escapismo colectivo en el que participamos puede parecer tranquilizador, pero la cuestión es que el mundo está en llamas y apenas se refleja en las películas
Incluso los actores mismos no se permiten cambiar. La mayoría de los actores con los que crecí están tratando literalmente de no envejecer… de actuar y ser solo como eran en su juventud. Tom Cruise, quien a los 60 años trata de aparentar 30 y correr y saltar tan rápido y tan alto como solía hacer, no tiene canas y en la pantalla sigue pareciendo el mismo. Es confortable a cierto nivel, pero también extraño. Tengo 35 años. He cambiado, he crecido, tengo una familia, una hija… ha transcurrido el tiempo. Y con todo, este paso del tiempo en el mundo no se refleja de ningún modo en las películas de Hollywood. Todo ha quedado congelado desde que tenía seis años. Nicole Kidman, a quien recuerdo con Tom Cruise en Un horizonte muy lejano, también ha intentado permanecer en la misma edad. No tiene arrugas, se ha operado los labios para que parezcan carnosos y jóvenes, y tiene una piel blanca espantosamente reflectante. Kidman tiene 50 largos y aún intenta parecer una mujer pantera, como en su última película, Babygirl.
Este escapismo colectivo en el que participamos puede parecer tranquilizador, pero la cuestión es que el mundo está en llamas y apenas se refleja en las películas, más allá de la idea de que algún héroe de acción puede mágicamente solucionarlo todo.
Con la edad se pierde flexibilidad mental, lo que no está mal porque entonces los jóvenes pueden ocupar tu sitio mientras tú te jubilas. Pero eso no es lo que está ocurriendo en Estados Unidos. Toda esta gente en posiciones de poder son bastante viejos, política y culturalmente. No están falleciendo y no están cediendo su control de las cosas.
El movimiento MAGA de Donald Trump es explícito a la hora de adoptar la nostalgia senil por un pasado mejor. Incluso Bernie Sanders, quizá lo mejor que le ha ocurrido a la política estadounidense en la última década, construyó toda su campaña desde la senilidad cultural, apelando al movimiento por los derechos civiles de los años 60 y prometiendo reiniciar los valores del New Deal de los 30 en la sociedad estadounidense de esta década. Su foco ha estado en el pasado, en cómo las cosas solían ir bien cuando era joven. En este sentido Bernie es como Donald Trump, pero en una dirección política opuesta: ambos prometieron hacer América grande de nuevo… como era en su juventud. Únicamente se diferencian en cómo definen “grande”. Y, por supuesto, la versión de Bernie es inmensamente mejor y más humana, y, con todo, la senilidad está ahí…
Y luego está Joe Biden, a quien, a los 82 años, se lo consideró apto a aspirar a la presidencia a pesar de sus claros síntomas de serio declive cognitivo. No podía pronunciar una frase sin tartamudear y, a pesar de ello, el Partido Demócrata trató de convencer a todo el mundo de que no había ningún problema.
Así pues, tanto Trump como Bernie son parte integral de la cultura de la senilidad estadounidense. Bernie tiene 83 años. Trump tiene 78. No solamente se encuentran en la edad en la que aparecen los primeros síntomas de senilidad, sino que sus ideas y eslóganes se refieren a retornar a un “gran pasado”, a su época dorada.
Por supuesto, no puede decirse que el simple hecho de apelar a algo en el pasado sea un signo de senilidad. Pero entre los síntomas claros de una mente activa, la inteligencia es la habilidad de sintetizar, de formular nuevas soluciones, no de presentar las antiguas, que puede que no tengan ninguna relevancia en el mundo como es hoy. A medida que estos líderes seniles apelan a algún pasado majestuoso —la época de su juventud— no hacen nada para detener los horrores del presente y parecen creer profundamente en el viejo adagio de après moi, le déluge [después de mí, el diluvio].
Los boomers como Bernie son más generosos y quieren que los jóvenes experimenten unos Estados Unidos mejores, los Estados Unidos en los que él vivió su juventud más o menos despreocupadamente. En el mundo de Trump, quieren retroceder en el tiempo, pero incluso más allá… antes del New Deal y antes del movimiento de los derechos civiles y de las mujeres… En cualquier caso, nadie quiere mirar al futuro, lo que es claramente un síntoma de senilidad. En Rusia tenemos una expresión —“caer en la infancia”— para referirnos a lo que les ocurre a los ancianos y que señala la clausura del círculo de su vida.
Quizá esta amplia extensión de la senilidad sea, en verdad, una consecuencia del progreso médico: antes la mayoría de la gente no vivía lo suficiente o permanecía físicamente capaz durante el tiempo suficiente antes de perder su capacidad mental. Pero ahora lo hacen, y quizá poner un límite a la edad del presidente sea una buena idea para comenzar.
Históricamente, cuando la gente envejece y supera sus años activos, se retira y deja a los más jóvenes dirigir las cosas, llevar las riendas. No es eso lo que está ocurriendo con los boomers en Estados Unidos. El hecho de que los jóvenes no se rebelen y se alcen demuestra lo débiles y asustados que están, su precariedad, su incapacidad para mantener su cabeza por encima del agua y estar a un salario de no ser capaces de pagar el alquiler de su apartamento compartido, sus communalkas capitalistas. No pueden cambiar los poderes fácticos, así que, en su lugar, tratan de unirse a ellos. Esperan escalar por las estructuras del poder senil, ya sean las Demócratas o las Republicanas de MAGA.
Quizá, si los jóvenes viesen el sistema bipartidista como esencialmente las dos caras de una misma moneda, como un partido de ese culto a la muerte que es el capitalismo, quizá pueda haber una oposición genuina a ambos más que una bifurcación siguiendo las líneas partidarias que dividen a la gente.
Yasha constantemente sostiene cómo los jóvenes también han caído presos de esta manera de ser senil, que mira hacia atrás. El Green New Deal, promovido por la fracción más de izquierdas de la juventud del Partido Demócrata, es un ejemplo de ello. Están intentando cartografiar una manera de avanzar hacia adelante mientras están firmemente enraizados en un programa de industrialización que ocurrió hace un siglo. Pero los tiempos han cambiado y las ideas pertinentes al progreso social durante la industrialización no van a resolver los problemas a los que hoy nos enfrentamos.
De vuelta a la senilidad que veo en las películas, pienso que es la extensión de la misma cuestión. Creo que todo el cine es político, independientemente de su argumento o género. O bien confirma el statu quo —estética y narrativamente— o bien se opone a él. Y puesto que el cine es todavía el medio más popular, cuando es eviscerado y pierde toda su vitalidad es un reflejo de los problemas sociales en su conjunto, de su falta de visión para el presente y el futuro.
Una sociedad que está segura de sí misma explica historias sobre sí misma. Los Estados Unidos parecen haber perdido esa confianza y las historias que explica lo dejan al desnudo. No tratan de ninguna cuestión relevante, sino que tratan de calmarte, de acunarte, de hacerte sentir cómodo y nostálgico. Y, con todo, no termina de funcionar.
La oscura comedia futurista Idiocracia casi se ha vuelto realidad en los Estados Unidos de hoy, y si el Biff Tannen de Regreso al futuro es nuestro presidente, ¿quién sabe qué otra cosa podría hacerse realidad?