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En Beirut se ha impuesto la espantosa costumbre de esperar a que caiga la noche para escuchar los primeros bombardeos. El zumbido del dron israelí que cada día sobrevuela y taladra nuestras cabezas parece haber desaparecido. El descanso dura poco. Diez y cuarenta y tres, los canales de noticias libaneses informan: ghaara yawiye ala Dahye [ataque aéreo en Dahye]. Nueva alerta tres minutos más tarde. Dos más. La última explosión fue intensa, puede que aún más que aquella sentida la noche que asesinaron a Nasrallah. Israel bombardea con tanta potencia que el ruido retumba por toda la ciudad. Escribo a mis amigos: “¿Estás despierto? ¿Lo sentiste? ¿Dónde estás? ¿Fue cerca?”.
Salgo de mi habitación. Mi compañero de piso y dos amigos más salieron al balcón. El sueño se ha convertido en un bien de lujo. Todos estamos atentos a las noticias. Me perturba ver cómo en las redes sociales se alternan las escenas de cotidianidad de algunos de mis contactos fuera del país y las denuncias, la conmoción y el sufrimiento de los que aquí viven. Intento no caer en el juicio, solo me hiere el abismo entre ambas realidades. Las imágenes son horrorosas. Ayer cayó una bomba con tanta potencia que una testigo se espantaba por no encontrar los restos de los desaparecidos, evaporados por la brutalidad de las explosiones. El humo y las llamas se elevan al sur. Lina Mounzer, periodista libanesa, cuenta que cada noche se siente como estar en prisión: se pueden oír los gritos de otros prisioneros que están siendo torturados en el pasillo y no hay nada que se pueda hacer al respecto.
Me perturba ver cómo en las redes sociales se alternan las escenas de cotidianidad de algunos de mis contactos fuera del país y las denuncias, la conmoción y el sufrimiento de los que aquí viven
Ataque a las once y cinco. Nuevo bombardeo a las once y veinticuatro. Explosión en Bachoura. De vez en cuando hago por allí tiempo antes de entrar en el Cervantes. El objetivo: un centro de salud dicen que vinculado a Hizbullah; la misma retórica y estrategia que las empleadas en Gaza, deshumanizada y relegada a punto de referencia para la masacre. “¿Quién vive allí? ¿Su familia está a salvo? ¿Dónde se van a quedar?”. Muchas familias del Dahiye y del sur del país se alojan en esa zona para huir de las bombas, pensando que sería más seguro. No hubo aviso de evacuación, como injustamente hemos acordado llamarlo, antes del ataque. ¿Y si lo hubiera habido? Cuando el ejército israelí tiene la dudosa deferencia de advertir de sus objetivos, a través de las redes y mapas confusos de edificios y barrios residenciales, en mitad de la noche, cuando los vecinos duermen, están desconectados o no siguen los medios, el tiempo para actuar es insuficiente, a veces menos de media hora. En estas condiciones es difícil pensar que la información es para ellos y no para encubrir los crímenes. ¿Adónde ir en cualquier caso? La ciudad está colapsada. Las viejas tensiones se avivan. Familias enteras permanecen en escuelas provisionalmente habilitadas para acoger a la gente o acampan al aire libre, en la explanada de la gran mezquita, en el paseo marítimo de la Corniche…
Aviso de desalojo a las doce y veinte para las áreas señaladas en un mapa nuevamente proporcionado por el ejército israelí. Son los barrios de Burj al-Barajneh, donde el campamento de la Cruz Roja para los refugiados palestinos, y Haret Hreik, el más castigado por los bombardeos. Estuve allí hará unas semanas. Guardo el recuerdo como un momento emotivo: mi amigo me había hecho por primera vez un tour improvisado por las calles de alrededor de su casa, la mezquita Al Qaem, el cementerio de los mártires, los cafés…, edificios de numerosas plantas donde se aglomera gran parte de los beirutíes. Sé que él y su familia están físicamente bien, en zonas más seguras, pero no puedo evitar pensar en la devastación y en esos escombros; solo siento rabia y no dejo de llorar, todos lloramos diariamente, a veces en las ocasiones menos evidentes, y no sé qué hacer ni qué decir porque todo lo que se me ocurre sonará absurdo. Pienso en él constantemente.
Las palabras fallan y es momento de compartir la ira, tomar medidas y denunciar lo que cada día pasa
Bombardeo a la una menos cuarto de la madrugada. Otro a la una y siete, a las dos menos veinte, a las dos menos diez… Pierdo la cuenta. Me extraña que suenen al impactar y no mientras caen. Nueva tecnología, parece. ¿Para qué la necesitan en un país sin defensa aérea? ¿Para qué esos aviones que atraviesan la barrera del sonido, simulando bombas sobre una gente desde hace décadas traumatizada por el ruido de las explosiones, sino por un ejercicio de puro sadismo? Mis colegas con hijos me cuentan de las estrategias que tienen que inventar para distraerlos del estruendo. “Cierra las ventanas”, casi que me ordena un amigo. Le comento que es inútil, no amortiguaría el ruido. “No es por eso. Han lanzado fósforo blanco”. Es cierto eso de que cada día vemos lo peor que hemos visto en nuestras vidas.
Agradezco los mensajes de preocupación y cariño, y cuando puedo intento corresponderlos: trato de convencerles de la seguridad de mi barrio, pese a las informaciones vistas el fin de semana y lo imprevisible de las tácticas sionistas. Les cuento sobre mi maleta preparada y las posibilidades de dejar el país, aun la violencia que también acarrea la partida. No me atrevo a explicarles que los bienintencionados y sinceros ánimos no son suficientes —tampoco los que yo mismo dedico a quienes me rodean—, que las palabras fallan y que es momento de compartir la ira, tomar medidas y denunciar lo que cada día pasa.
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El terror y más terror, es la táctica militar del ejercito colonial israelí. No sabe de otra que atemorizar con bombas, colonos y cárceles a los pueblos árabes.
En su guerra de destrucción y genocidio, Israel ha conseguido liquidar en mi alma, y supongo que en muchas otras, hasta el último rescoldo de proximidad y de simpatía, si alguna vez la hubo, con el pueblo que sostiene y apoya a este estado terrorista.