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Opinión
Veinte años no es nada

Llevo más de dos décadas participando en el movimiento LGTBI+ y empiezo a estar cansado. Tantos años después de la aprobación del Matrimonio Igualitario, sería demasiado sencillo plantear un quo vadis, preguntarnos cuáles serán nuestros próximos movimientos, las reivindicaciones del futuro y las estrategias que emplearemos para conseguir nuevos objetivos; pero no es suficiente con imaginar lo que vendrá, porque los problemas a los que nos enfrentamos van mucho más allá de nuestra falta de imaginación. Nuestro mundo ha cambiado y apenas hemos advertido que un nuevo contexto exige nuevos discursos y nuevas herramientas de trabajo.
Llevo más de dos décadas participando en el movimiento LGTBI+ y acuso ya el hastío de seguir siempre con lo mismo. Comencé defendiendo el Matrimonio Igualitario y no he escuchado mucho más en veinte años. Convivo con activistas históricos que sacan pecho por haber participado en conseguirlo y ahora reclaman una vez más la corona de laurel que merecen por su victoria, entonando como una letanía los nombres de nuestros caídos —Sanctus Zerolo, qui matrimonium in mundum induxit—, pero sin ir más allá, sin preocuparse de qué habrá de ser lo próximo ni qué estrategias usaremos para reivindicarlo. Convivo con activistas radicales cuyas palabras transforman en cátedras los fríos suelos de las asambleas y podrían iluminar nuestra reivindicación, pero sus discursos se alejan más y más de la realidad hasta conseguir convertir nuestro mensaje más político, el más interesante, en una retahíla de utopías imposibles sin sugerir siquiera un camino viable para alcanzarlas. Convivo también con la militancia de diferentes partidos, con representantes institucionales de gobiernos y ayuntamientos, y me encuentro con el extraño trato que dan a quienes verdaderamente se mojan, a quienes se hunden hasta el cuello en las aguas de una reivindicación tan compleja, pues en lugar de escuchar sus voces prefieren observar de lejos el espectáculo: en lugar de atender la voz de quienes navegan en el mar abierto de nuestro movimiento han decidido santificar su rivera y prestar atención a uno o dos diletantes, siempre varones, que juegan al balón en la orilla.
Llevo más de dos décadas participando en el movimiento LGTBI+ y últimamente solo me encuentro banderas huecas que esconden los intereses comerciales de empresas y municipios empeñados en convertirnos en un reclamo turístico
Llevo más de dos décadas participando en el movimiento LGTBI+ y últimamente solo me encuentro banderas huecas que esconden los intereses comerciales de empresas y municipios empeñados en convertirnos en un reclamo turístico, asociaciones institucionalizadas cuya actividad se centra casi únicamente en la solicitud y gestión de subvenciones públicas, otorgadas caritativamente por las mismas instituciones a quienes condenan; y colectivos radicales más o menos queer que comercian con las esencias del activismo y acaban proponiendo delirios contra la psicología y los servicios sociales haciéndole el juego a quienes recortan los derechos de la ciudadanía. Solo me encuentro un Orgullo comercial de escasa utilizad, un Orgullo institucionalizado que me sabe a poco y un Orgullo incomprensible, lejos de la realidad cotidiana de quienes más necesitan el Orgullo y que solo parece posible ya en las convocatorias modestas, casi de barrio, como la que se organiza en Vallecas y en las ciudades más pequeñas.
Mientras celebramos nuestros escasísimos éxitos Carla Toscano, una impresentable con acta de concejal, se dedica a difundir bulos homófobos sazonados con banderas españolas
Llevo más de dos décadas participando en el movimiento LGTBI+ y me planteo seriamente qué estamos haciendo. Conseguimos una ley hace veinte años, algunos avances en derechos autonómicos y, por fin, una ley estatal muy mejorable que sigue esperando su desarrollo. Pero mientras celebramos nuestros escasísimos éxitos Carla Toscano, una impresentable con acta de concejal, se dedica a difundir bulos homófobos sazonados con banderas españolas, secuestrando la simbología de nuestro país para que solo pueda asociarse con la basura ideológica que defiende su partido. Mientras honramos nuestra genealogía hay cada vez más supuestos liberales desnortados que enarbolan banderas arcoíris totalmente huecas, soñando con que Ayuso es su amantísima mariliendre y besando por donde pisa, sin querer comprender el atentado que suponen sus políticas precisamente para los derechos que ahora pueden disfrutar. Mientras algunas valientes viajan hasta Hungría para apoyar la respuesta a las políticas ultras de Viktor Orbán, en España han pasado cuatro años desde el asesinato de Samuel Luiz y unos meses desde que la sentencia reconoce el agravante de homofobia solo para uno de los asesinos. Hace poco me preguntaron desde El Salto si el final del juicio podía considerarse un hito histórico en nuestro activismo y tuve que decir que no. ¿De qué ha servido la muerte de Samuel? ¿Realmente ha cambiado algo ese proceso? ¿Hay ahora un nuevo mensaje reivindicativo contra la violencia, o más activistas movilizándose para erradicar la homofobia, la lesbofobia, la bifobia y la transfobia? Hace apenas unas semanas el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía resolvió que una agresión a un grupo de chicos gais durante la Feria de 2018, cuando los asaltantes los atacaron al grito de “maricones de mierda, os vamos a matar”, no constituía un delito de odio. Descubrimos una vez más que la judicatura española, tan docta en leyes, se comporta mayoritariamente como una absoluta ignorante en derechos humanos, y que estamos increíblemente lejos de conseguir cambiar esta situación de vulnerabilidad frente a un sistema judicial que nos ignora.
Me pregunto si estos veinte años de Matrimonio Igualitario no solo han servido para hacer del nuestro un país mejor, sino también para adormecernos
Llevo más de dos décadas participando en el movimiento LGTBI+ y me pregunto si lo que hacemos aún sirve para algo; si estos veinte años de Matrimonio Igualitario no solo han servido para hacer del nuestro un país mejor, sino también para adormecernos, para despistarnos, para convertirnos en productos comerciales del turismo o en debates filosóficos y gramaticales que no llevan a ningún lado. Cuando la amenaza de la ultraderecha empieza a recortar las leyes que hemos conseguido aprobar, como ha hecho Ayuso en Madrid, cuando solo algunas activistas y políticas parecen comprender la nueva realidad en la que vivimos, afirmo que llevo más de dos décadas participando en el movimiento LGTBI+ y estoy harto. Harto de lemas vacíos y de mensajes incomprensibles, de aplausos fingidos y de gestos reivindicativos que no funcionan, que no cambian las cosas. Ni Orgullo de amar, ni Orgullo de ser: Orgullo de desear y disfrutar, de existir y expresar, de pensar, de decir y de enseñar. Ni el canon del amor, ni la esencia identitaria: Orgullo de visibilizar todo lo que quieren esconder, de sacar afuera todo lo que va por dentro, y de cambiarlo todo para ser libres de hacerlo en todo momento. Llevo más de dos décadas participando en el movimiento LGTBI+ y por primera vez no me apetece asistir a ninguna manifestación por nuestro Orgullo. Pero tendremos que ir, como siempre, porque la otra opción deja que el fascismo y los arribistas arcoíris se apoderen de todo lo que hemos conseguido. Aun con la frente marchita, volvamos al Orgullo. Nos vemos en la mani, la que sea.