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No es suficiente con tachar de falta de seriedad, y hasta de dignidad, el libro autobiográfico con que Javier Solana ha pretendido resumir su larga etapa como político español, otanista y europeo. Testigo de un tiempo incierto. De la caída del Muro a la invasión de Ucrania (Espasa, 2023) es un texto de pocas páginas y tipos grandes, en el que el autor evidencia su intención de ser breve, eludiendo así el tratamiento riguroso que la mayoría de los asuntos que trata exigían.
El resultado, inevitable, es que manipula y malversa casi todos los temas que toca, ocultando otros ciertamente importantes, y esta es la conclusión a la que se debe llegar si es que hemos de hacer de ellos el debido, y serio, análisis histórico-político. Como si quisiera salir al paso de estas memorias infumables con un argumento que sólo él puede atribuirse, Solana nos recuerda que, como físico de formación que es, en el ejercicio de sus responsabilidades políticas trató de “preservar el rigor científico para afrontar la plasticidad de la política”. Lo que, como digo, suena a música celestial, sobre todo si recordamos que los científicos “abióticos”, como es su caso, son los menos indicados para gestionar asuntos en los que la vida humana, a veces por miles, está siempre expuesta.
El resultado, inevitable, es que Javier Solana manipula y malversa casi todos los temas que toca, ocultando otros ciertamente importantes
Para poner en antecedentes sobre el personaje a quienes no lo conocen o han olvidado sus andanzas en el denso y peligroso periodo en el que se desenvolvió su actividad en la política internacional —ministro de Exteriores de España en 1992-1995; secretario general de la OTAN en 1995-1999, Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad Común (abreviando, PESC), en 1999-2009)— lo mejor es aludir al tono cínico y dulzón con que se autodescribe.
No puedo dejar de iniciar mi resumen sobre esta obra y su autor reproduciendo lo que él mismo señala sobre la amistad que sostenía con el presidente estadounidense Bill Clinton desde los tiempos en que ambos, estudiantes universitarios, protestaban contra la guerra de Vietnam. Y que Solana evocaba en los días en que ambos hablaban de su candidatura a la OTAN (1995), cuando Clinton le recordó cariñosamente aquellos días: “Conozco tu ficha (de la CIA)... y me gusta, recuerdo aquellos tiempos...”. Un toque presumiblemente falsario y carente de validez, de protestón antinorteamericano, sobre todo si era Clinton su testigo. O cuando recuerda que pudo “saludar al presidente Bush (padre) y a su secretario de Estado, James Baker (Conferencia de la OSCE, Helsinki, 1991, siendo ministro de Exteriores de España). Los dos estuvieron cariñosísimos conmigo”. O durante el Proceso de Barcelona (1995, también como ministro de Exteriores, “unos meses de actividad frenética, que recuerdo con mucho cariño”. O en el día de la firma del Acta Fundacional de relaciones OTAN-Rusia (París, 1997, como secretario general de la Alianza Atlántica), en un almuerzo en el que Clinton bromeó con Yeltsin sobre su propensión al alcohol, reunión en la que “ese tono, cariñoso y distendido, imperó en todo momento”. Momento que, señala, supuso un gran alivio personal para Primakov, el canciller ruso, recordando con gran cariño el día en que ambos, Solana y el ruso, se separaron, cuando el español vio “cómo a Primakov se le humedecían los ojos, mientras me decía: ‘Gracias, Javier’”. “Gracias Yevgeny”.
Tan agradables sensaciones, vividas en el ojo del huracán, ilustrarían la frivolidad básica de un turista de las relaciones internacionales, muy en modo pijo pilarista; de no ser por la sistemática ocultación que el emotivo Solana hace de las circunstancias más dramáticas en que se vio envuelto, como el permanente engaño y falsedad de los líderes de EE UU y de la OTAN (o sea, Solana) hacia los rusos que, débiles e impotentes, tuvieron que pasar por ingenuos durante todo el periodo de Yeltsin.
Solana no dice ni una palabra de las repetidas promesas de Bush padre, Clinton, Baker, Kohl y Genscher de que la Alianza Atlántica no avanzaría “ni una pulgada hacia el Este”
Demasiado cariño, en efecto, demasiadas emociones para un tipo envuelto en aquella conspiración que pretendía pasar mucho más allá de la humillación de la nueva Rusia, reforzando la OTAN para acosarla, humillarla y, si fuera posible, trocearla y saquearla. A este respecto, Solana no dice ni una palabra de las repetidas promesas de Bush padre, Clinton, Baker, Kohl y Genscher de que la Alianza Atlántica no avanzaría “ni una pulgada hacia el Este”, dado el hecho, contundente y trascendental, de que la URSS comunista había desaparecido. Sí se explaya en el intento de demostrar una pretendida aceptación de la Rusia de Yeltsin (al que califica, para conmoción de cualquier espíritu avisado, de “político audaz”) de la ampliación de la OTAN a los países surgidos de la órbita soviética que así lo deseasen, dejando de lado la realidad de una sistemática oposición —si bien débil, dadas las circunstancias de una Rusia en profunda crisis existencial— a esta estrategia de cerco. Y aprovecha para, refiriéndose a que el Pacto Varsovia había desaparecido (lo que, evidentemente, hacía innecesaria a la OTAN), que este Pacto, creado en 1953, era “en gran parte el resultado de una victoria militar”; y no, como marca la historia, la directa respuesta a la creación de la OTAN en 1949 (Cuando, ya sin cargos políticos, un periodista preguntó a Solana por la promesa de Occidente de no llevar la OTAN a las fronteras de Rusia, sin titubear mintió: “No recuerdo que hiciéramos tal promesa”).
Pero no hay que olvidar que, entre los “méritos” de su ejercicio debe figurar, durante su último año de mandato al frente de la OTAN, la integración en ella de Polonia, Hungría y la República Checa (llamado Grupo de Visegrad, marzo de 1999, celebrando el 50º aniversario de la Alianza), un bofetón al amigo Yeltsin, que se oponía, y primera etapa de la prolongada traición con que se trató a Rusia, marcando el camino de la provocación al que tendría que oponerse Putin a partir de 2007/2008, y que generaría la guerra de Ucrania.
Por cierto que, cuando nuestro héroe se refiere al “proceso” de su selección como secretario general de la OTAN en 1995 (con Clinton de valedor decisivo), muestra la sorpresa que esto le supuso ya que “yo era miembro de un partido que hacía poco más de una década adoptó una posición contraria al ingreso de España en la OTAN”. Sin decir una palabra sobre que él mismo fuera el dirigente socialista más caracterizado (siendo ministro de Cultura del Gobierno de Felipe González) en aquella operación de manipulación política, para doblegar la opinión pública española desde su masiva oposición al ingreso en la OTAN hasta su aceptación en el referéndum de 1986; como si no hubiera sido aquella granujada muy probablemente, más que cualquier otra cosa, lo que le valió los puntos decisivos para ser designado.
El asunto más grave con que este privilegiado miembro de la burguesía madrileña trata de camelar al lector fue el ataque pirata a la Yugoslavia residual de 1999
Pero sin duda el asunto más grave con que este privilegiado miembro de la burguesía madrileña trata de camelar al lector fue el ataque pirata a la Yugoslavia residual de 1999. Solana escribe que “en marzo de 1999 la OTAN inició una operación militar en Serbia con el fin de obligarle a que retirara sus tropas de Serbia”. Como si no hubiera sido él, como máximo responsable político y militar de la Alianza, quien ordenó bombardear Belgrado violando el derecho internacional “a la americana”, es decir, apelando a los manipulables “derecho humanitario” y “derecho de injerencia”, e inventándose una “limpieza étnica” inexistente como tal, pero que era la excusa intervencionista que su amigo Clinton y los halcones yanquis habían elaborado para liquidar el sistema político de Belgrado y arrebatarle a Serbia su provincia de Kósovo. Y se alegra de que aquella operación militar de la OTAN propiciara el final político de Milosevic, que fue “derrotado en las elecciones presidenciales del año 2000 por sus propios ciudadanos”; sin citar el papel decisivo, en aquella cita electoral, de los tumultos creados por la organización Otpor, financiada por Occidente, que inició la serie de “revoluciones de colores”, prefabricadas y orientadas a derribar gobiernos elegidos con el pretexto del fraude electoral.
Y nos recuerda que en 2001 Milosevic fue entregado al Tribunal Penal Internacional “para ser juzgado por crímenes de guerra”, invitándonos a considerar que, por el ataque ilegal (grotescamente pretextado y sin autorización de Naciones Unidas) a un Estado soberano, con el resultado de miles de víctimas mortales de entre los civiles, debiera haber sido también él, Javier Solana, objeto de acusación —y juicio, con muy probable condena— por motivos igualmente comprendidos en el estatuto de tal Tribunal (aunque todos sabemos, y él mejor que nadie, que los protegidos del Imperio no deben temer nada de trances como estos, reservados a los vencidos y capturados).
Solana querría eludir el juicio que merece como responsable visible de aquel ataque criminal contra Yugoslavia, y se ha atrevido a afirmar (El País, 26 de octubre de 2023) que “yo no tomé la decisión, era un consejo, pero sí tuve que dar la cara”, como si pudiera borrarse su declaración de la fatídica noche del 24 de marzo de 1999: “Acabo de dar instrucciones al comandante supremo de las fuerzas aliadas en Europa, el general Wesley Clark, para que lance operaciones aéreas en la República Federal de Yugoslavia. He tomado esta decisión...”. El crimen es suyo, para su conciencia (aunque no solo de él, bien es verdad).
Solana alude a Kosovo como “una pequeña provincia balcánica que se disputaban albanokosovares y serbios”, sin más, pasando por alto que se trataba de un territorio legal e históricamente perteneciente a Serbia. Y, desde luego, no repara en que, arrebatando ilegalmente en nombre de sus patronos yanquis Kosovo a Serbia, ese territorio se convirtió desde aquella fecha en un extraño protectorado de la UE, mantenido militar y económicamente, con fuerzas ocupantes de la OTAN y de Estados Unidos, y carcomido por la corrupción: un Estado fallido y horrendo, un ejemplo significativo de a lo que llevan las injerencias infames de las potencias en asuntos internos de países que son declarados enemigos. Y tampoco parece que se enterara de que, forzando la segregación y la independencia de esa región serbia, ponía en un notable aprieto a su país, España, enfrentada al secesionismo catalán y vasco; por lo que no reconoce al Estado de Kosovo, como sí hacen sus vecinos de la Unión Europea. Así que cuando dice que se siente muy español, posiblemente mirando de reojo a aquella inmensa pifia, no nos puede despistar: en su vida política internacional, su patria física prioritaria no ha sido España, sino esa nube negra formada por la filosofía agresiva y las consignas farisaicas de Occidente.
Igual de blandengues son sus evocaciones de las relaciones con Colin Powell, secretario de Estado norteamericano, y Condoleezza Rice, siendo consejera de Seguridad del Gobierno estadounidense, dos halcones y reconocidos malversadores de la realidad internacional con quienes recuerda que “discrepábamos en multitud de asuntos”, pero con los que mantuvo muy buena relación, tanto con el primero (“preservándose las cuestiones en las que coincidíamos y nuestra amistad”) como con la segunda (que fue “respetuosa y comprensiva”, en una conversación que se mantuvo “en un tono de cordialidad”), por la retirada española de Iraq decidida por Zapatero.
O esas afirmaciones, en tono de conclusión a guerras e intervenciones de la OTAN, como la de Afganistán de los talibanes, al que se le hizo, como venganza ciega, responsable de los atentados a las Torres Gemelas, que dejan estupefacto al menos informado de sus lectores: “La operación militar se saldó con una victoria rotunda de la coalición liderada por Estados Unidos”, pese a que la salida a la carrera de ese país, de las fuerzas estadounidenses en agosto de 2021 solo pudo ser comparada con la derrota de 1975 en Vietnam.
Respecto de Europa, cuyos asuntos militares y diplomáticos creyó dirigir cuando fue nombrado PESC (un cargo teórico y vacío, como premio a sus servicios al frente de la OTAN), la visión de Solana se muestra enteramente subsidiaria de su relación con la OTAN, que “tras la caída del bloque soviético ha liderado la delicada empresa de extender la zona de paz y seguridad en el continente europeo”, tarea en la que incluye —a más de la primera tanda de integraciones en la Alianza, la del Grupo de Visegrad, siendo él todavía máxima figura otánica— el notable “empujón” de la OTAN contra Rusia, con siete nuevos miembros (2004), tres de los cuales, los bálticos, habían sido miembros incluso de la propia URSS, cuyo objetivo era, dice, “estabilizar el continente tras la caída de la Unión Soviética”. Con la ferviente declaración de que “la OTAN es la piedra angular de la seguridad europea”, claramente negado por la realidad, y la aguda afirmación de que “el proyecto europeo nació para evitar la guerra, y construir la paz en Europa debe seguir siendo su esencia”.
Fue 2004, precisamente, cuando nuestro memorialista data el cambio operado en Putin frente a las maniobras de la OTAN, señalando que “una de sus prioridades políticas —Ucrania— empezó a degenerar en obsesión”. Y a partir de ahí, gran parte del libro está dedicado a atacar al mandatario ruso (que el propio Solana describió, cuando lo conoció siendo el segundo de Yeltsin, como “persona de gesto serio, parco en palabras, se expresaba bien y acudía muy preparado a las reuniones”), y a manipular la historia de los tumultuosos acontecimientos en Ucrania en 2004 y en 2013-2014. Un relato occidentalista que cualquier crítico bien informado ha de rechazar por falso y artero, y que trata de ocultar las persistentes asechanzas de la OTAN contra Rusia mangoneando los asuntos ucranianos (que, cuando menos, se inicia ya en 1997, cuando la OTAN de Solana abrió una representación en Kiev); que es el mismo enfoque aplicado a los demás asuntos que recoge en ese texto, si exceptuamos cierto reconocimiento de la dignidad de Irán frente el acoso de Occidente (envenenado por Israel) por frenar su desarrollo nuclear, y de la China emergente (a relacionar con su cargo honorífico en la Universidad Tsinghua).
Una ortodoxia que, sobre Alemania, le hace glosar el papel del Gobierno de Scholz, que “decidió cortar las importaciones de gas ruso por el famoso gasoducto Nord Stream 1 e interrumpió la construcción de Nord Stream 2”, sin enterarse de la crisis que —a continuación y como consecuencia de este boicoteo al gas ruso y todo lo que lo acompañó— golpeó a Alemania y la ha llevado en poco tiempo a una crisis social y de Gobierno, allanando la vuelta de los conservadores al poder y el avance de los neonazis; y, por supuesto, sin tocar el interesante tema de la voladura de esos gasoductos, acto de terrorismo atribuible a sus admirados compinches en la causa ucraniana. También aprueba la creación alemana de “un fondo especial de cien mil millones de euros para modernizar sus fuerzas armadas, una cifra que representa el doble de lo que venía gastando en los últimos años”; convocando, quizás ingenuamente, a esos demonios germánicos que solo tragedias han traído a Europa.
Obra tan singular e instructiva no podía pasar sin el reconocimiento debido, y por eso recibió el Premio Espasa 2023, señalándose como resumen de sus méritos que es “una obra fundamental para comprender los acontecimientos decisivos de la historia reciente, vistos por un protagonista de excepción”; aunque, en rigor, debiera subrayar que hechos tan decisivos han sido “vistos por un lacayo del Imperio”.
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Solana, pijo de los barrios ricos de Madrid, lacayo de EEUU, realmente ha trabajado a las órdenes ese país y no al servicio de los ciudadanos del suyo, ya que supuestamente era socialista, aunque realmente hay que decir socialdemócrata, algo que no tiene que ver casi nada con el auténtico socialismo.