País Vasco
El poso de la dispersión

El final de la política penitenciaria de dispersión de los presos de ETA abre un escenario diferente para familiares y reclusos. Su alivio contrasta con la constatación de que las prisiones vascas no son muy diferentes a las españolas.
Varios Pasaia Euskal Herria - 2 Presos
Una patrullera de la Guardia Civil entrando en el puerto de Pasaia en Gipuzkoa. David F. Sabadell

Eztizen Artola no puede contener las lágrimas tras una visita a la prisión de Zaballa, en Álava. Durante 13 años —ahora tiene 23— ha visitado a su padre en distintos penales del Estado español y “voy y me derrumbo en una cárcel vasca”, explica riéndose. Es alegre, analítica y transmite una mezcla equilibrada de dulzura y rabia. A la misma hora que cuenta a El Salto su experiencia como hija de un preso de ETA, Etxerat, la asociación que acoge a los familiares de presas y presos vascos, comparece en Donostia para exigir “pasos efectivos en la reparación y el reconocimiento de las personas fallecidas en accidentes”. 16 en total han muerto cuando iban a visitar a sus familiares y 35 presos lo han hecho mientras cumplían condena. Según la propia Etxerat, además, son un millar las personas afectadas de forma directa por la política de alejamiento. 35 años después, y 13 desde que ETA declarase su cese, “dejamos la dispersión atrás y nos adentramos en un tiempo nuevo”, concluyen.

“Ahora es un momento delicado porque todo lo que se ha contenido estos años comienza a aflorar”, alerta Maritxu Jiménez, psicóloga de Etxerat

Maritxu Jiménez, psicóloga de Etxerat, y Maider Galardi, investigadora de la UPV-EHU, sin embargo, se apresuran a matizar. Ambas coinciden en que lo que ha terminado es el alejamiento, es decir, “los viajes y el cansancio” según Jiménez, pero quedan “todos los efectos de una política penitenciaria concreta”, añade Galardi. Esos efectos son, precisamente, los que explican el derrumbe de Artola, que siente “que tengo que estar feliz pero no puedo evitar que me siga doliendo”, describe. “Ahora es un momento delicado porque todo lo que se ha contenido estos años comienza a aflorar”, alerta Jiménez, quien se muestra preocupada por la salud emocional y psicológica de quienes siguen encarceladas y también de la de su red de apoyo.

Romperte en casa

Quiebres emocionales, pérdida de control, incapacidad de conectar con el deseo y el dolor o una sensación enorme de deuda con sus familiares es lo que más está trabajando Jiménez en terapia. Ahora las sesiones las hace semanalmente en los cuatro penales vascos y “por fin sin funcionarios, sin cansancio y en euskera”, explica con alivio. Durante estos 35 años, la atención terapéutica a los internos se ha visto condicionada por la dispersión y “ha estado más centrada en la contención que en un abordaje integral”, lo que ha llevado a Jiménez a tener que viajar de urgencia a “tratar situaciones muy extremas”. Esto a lo que al abordaje psicológico personalizado se refiere, es decir, al que ofrece Etxerat, porque el que se brinda desde dentro de la prisión responde más a “intereses administrativos y de control de la población reclusa que a fines terapéuticos”, denuncia Cesar Manzanos, de Salhaketa, una asociación referente en el País Vasco que lleva años trabajando en sus cárceles.

A estas situaciones hay que añadir los duelos enquistados, algo que bien conoce Eztizen Artola. Cuando murió su abuela autorizaron que su padre pudiese acudir al funeral. Sin embargo, “nos dijeron que era muy complicado organizar el traslado y no vino”. Tampoco estuvo en el parto. Llegó unos días después a la casa familiar: “Me hicieron en un vis a vis y nos conocimos rodeados de policía”, cuenta con ironía. “Eso es la dispersión”, asevera algo más sería.

“No es solo la dispersión, son los años de un régimen de aislamiento”, concluye Maider Galardi, investigadora de la UPV-EHU, quien recuerda que más de una semana en módulos o celdas de aislamiento produce daños irreversibles en la salud mental de los presos

Con el acercamiento progresivo también han tenido que atender en las cárceles vascas situaciones graves de depresión, intentos autolíticos y brotes psicóticos. “No es solo la dispersión, son los años de un régimen de aislamiento”, concluye Galardi, quien recuerda que más de una semana en módulos o celdas de aislamiento produce daños irreversibles en la salud mental de los presos. En el caso de los políticos, estos periodos han llegado a extenderse durante años. La atención psicológica y psiquiátrica en las prisiones vascas, además, es competencia de Osakidetza con quien “a veces nos está costando”, confiesa Jiménez, que no pudo atender de urgencia una crisis en la cárcel de Zaballa “porque para eso ya está Osakidetza”, le respondieron; y, tras atender al paciente lo trasladaron al módulo 3, el destinado para los conflictivos.

Poder parar

El momento más crítico para las personas presas fue el cambio de estrategia, cuando comenzaron a aceptarse medidas individualizadas. “Ahí aumentaron exponencialmente los casos a atender”, explica Jiménez. Con los familiares, sin embargo, no ha habido un momento significativo de la demanda, pero el fin de la dispersión “sí ha traído nuevas necesidades terapéuticas y ahora, por fin, emerge el yo”, revela Jiménez. Durante las décadas que ha durado la dispersión “todo giraba en torno a eso: al alejamiento y a las condiciones en las que se encontraban los presos”, continua. Todo se agrupaba en “la presión de los viajes, en el miedo a quedarte sin trabajo, a que no te dejasen entrar en una visita, en la humillación que sentías durante los cacheos y desnudos antes de pasar a locutorios, en la preocupación por el trato que recibían las personas presas o en las miradas estigmatizantes que sentían en algunos lugares de la ruta a prisión”, ejemplifica Galardi. Todo ello “ha llevado a que muchas hayan acompañado la dispersión con antidepresivos, ansiolíticos y calmantes. Se ha psiquiatrizado el derecho a la visita. No había otra”, concluye tajante.

Poder parar para centrar la mirada en el yo ha provocado que en algunos familiares emerja con fuerza “la apatía, la desgana, la tristeza y la sensación de que ir a prisión ahora cuesta más, aunque, paradojamente esté más cerca”, desarrolla Jiménez. En este sentido, Artola, al explicar su experiencia con la dispersión, se plantea una disyuntiva: no sabe —dice— qué es lo que le ha generado más sufrimiento, si la dispersión en sí o la prisión porque “la cárcel es un lugar miserable”, reflexiona.

En esta disyuntiva es donde Jiménez y Galardi identifican algunos de los posos que deja la dispersión. “Hemos dejado de poner la mirada en lo logístico, pero ¿quién dice que no necesitas que te lleven a una visita y te sostengan?, entrar en prisión para un familiar siempre es algo duro”, reflexiona Galardi. En todos estos años “se han puesto muchas expectativas en traer a los presos a casa, pero en las prisiones de aquí sigue habiendo vulneraciones de derechos y tratos vejatorios constantes y eso está generando ansiedad y frustración en los familiares”, relata Jiménez. Ahora toca, eso sí, “renegociar las relaciones, poner nuevos límites personales, echarse las cosas en cara y mirar más a los vínculos personales que a la situación de excepcionalidad”, dice Jiménez.

Nada bueno en prisión

El alivio de familiares y presos por el fin de la dispersión contrasta con la constatación de que las prisiones vascas no son muy diferentes a las españolas. Así lo asegura Cesar Manzanos que las califica de “complejos hoteleros” en lo que a su modelo de gestión refiere. Son macrocárceles como la de Zaballa y la de Pamplona o penales clásicos como los de Martutene y Basauri en donde en la actualidad cumplen condena 134 presos de ETA —otros 18 están en régimen domiciliario—.

Para Manzanos, “con la transferencia de prisiones a Euskadi se podía haber apostado por otro modelo” centrado en el cierre progresivo de las prisiones y que priorizase el cumplimiento de penas en centros especializados o las sustituyese por medidas alternativas al internamiento en prisión, pero “prefieren que todo siga igual”, denuncia. De hecho, el propio Manzanos, por encargo del Gobierno Vasco, redactó un informe en 2006 en el que desarrollaba las líneas principales para un modelo alternativo. El informe completo “está cerrado con llave en un cajón”, asegura.

El alejamiento que sigue

Eztizen Artola en la actualidad suele ir a visitar a unos vecinos a la prisión alavesa de Zaballa, Amira —nombre ficticio—, sin embargo, espera paciente el permiso de instituciones penitenciarias mientras ahorra para costearse el viaje a otra prisión del Estado español. A su pareja —preso social— le trasladaron hace unos meses de Zaballa “sin darle ninguna explicación”, cuenta. “Le dijeron que recogiese las cosas y se lo llevaron antes de la cena”. Ella tardó unos días en saberlo, cuando su pareja pudo conseguir un móvil y la llamó. “Una vez me autorizaron, hablé con él. Han pasado meses y no he podido ir a verle. No ha tenido ninguna visita desde entonces. A los presos les tratan como animales, como si no tuviesen derechos”, denuncia entre lágrimas.

“Ha terminado la dispersión contra los presos políticos pero el alejamiento sigue vigente”, explica Manzanos. La disponibilidad de plazas según los grados penitenciarios y el seguimiento personalizado a la población reclusa es la “excusa para moverlos de un lado a otro, pero el motivo real es el control y la gobernabilidad de las prisiones”, explica. Alejarlos de los territorios en donde haya organizaciones que puedan movilizarse en defensa de sus derechos, separar a las comunidades de un mismo origen para impedir que estén juntas y puedan organizarse y cuidarse son “los verdaderos motivos”, expone Manzanos: “Quebrarles psicológicamente por dentro para tenerles controlados y seguir haciendo negocio con las rentabilidad de las prisiones”, finaliza.

En la actualidad, en las cárceles vascas la dispersión está afectando principalmente a la población extranjera y a las mujeres embarazadas o con criaturas en prisión —ninguna cárcel vasca tiene módulo de madres—. “Cuando tengamos a los nuestros en casa tenemos que seguir luchando porque se cierren las prisiones, porque seguirán estando llenas”, dice Artola, que tiene claro que este es uno de los retos a futuro. Jiménez, por su parte, pone la mirada en el abordaje psicosocial que habrá que hacer cuando lleguen todos los terceros grados y en la recomposición psicológica y emocional a largo plazo de familiares y expresos. Galardi, sin embargo, apunta a las instituciones a las que pide que periten los efectos de la dispersión y que creen espacios para trabajar la memoria, en los que reparar y reconocer el dolor causado. Atrás quedan 35 años de dispersión, pero el poso que deja es tan grande que la herida quedará durante un tiempo abierta.

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