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Pequeñas grandes victorias
La hormona del se acabó
Por la mañana, una chica mira el móvil en un café. Una pareja se sienta en la mesa de enfrente. Rondan los 65 años. Él, pelo blanco, escaso, y bigote blanco, aspecto bonachón. Ella, pelo teñido y cardado, expresión amable. Junto a sus sillas, dos maletas de ruedas y una bolsa de viaje.
La mujer va a la zona del café donde están los periódicos para los clientes, toma un ejemplar y se lo entrega al hombre, que empieza a leerlo y de vez en cuando comenta algo. Ella asiente a los comentarios. Luego saca el móvil y se pone a mirar algo. Él comenta otra noticia. Ella no dice nada. Él, airado:
—¿Me has oído?
Ella, sobresaltada, levanta la cabeza.
—Sí, sí.
Él, en voz más alta, violento pero sin gritar. La violencia viene de muy atrás, no duda ni necesita justificarse:
—Haz el favor de guardar el móvil.
Ella lo guarda. Su mirada encierra la soledad mayor, la de quien sabe que no puede aspirar a la comprensión, no le ha tocado, no tiene ese derecho ni esa posibilidad.
Él sigue leyendo y comentando.
Ella asiente cada vez.
Él quizá no se da cuenta, pero la pena de ella es evidente.
La cabeza de la chica trabaja a toda velocidad. Ha clavado los ojos en el hombre desde que le oyó esa orden amenazante, pero él no se da por aludido.
La chica no quiere comprometer a la mujer ni provocar una situación de la que no podrá hacerse cargo. A juzgar por el equipaje, ambos irán luego a la estación; es posible que la chica no vuelva a verlos.
Baraja levantarse, tomar otro periódico del estante y ofrecérselo a la mujer. Sería, piensa, lo más discreto. Como dar por hecho que si la mujer no está leyendo no es porque él se lo prohíba, sino porque no había más periódicos. Además, le permitiría mirarla a los ojos, y darle a entender que pueden contar con ella. Duda, ¿y si incluso ese mero gesto suyo causa represalias después?
Entretanto, el hombre ha terminado y le suelta a ella el periódico con desdén:
—Toma, te lo regalo.
La mujer lo toma, saca las gafas de cerca y empieza a leerlo. Él mira lo que ella lee y sigue haciendo comentarios. Guarda sus propias gafas, decide que ya es hora de irse. La mujer se apresura a guardar las suyas, sin tiempo apenas para coger la bolsa y su maleta. Se van.
La chica respira impotencia. Recuerda unas declaraciones sobre la oxitocina del neuróendocrinólogo Sapolsky. Al parecer no es solo, como se creía, la hormona del afecto. Aumenta, sí, el apego entre la madre y la cría, o entre dos amantes. Pero, también, la desconfianza hacia quienes están fuera del círculo. Es la hormona del nosotros frente al ellas, o ellos. A más oxitocina, más agresividad contra quienes no consideras los tuyos. El hombre del bigote blanco, piensa, debe de tener mucha oxitocina que aumenta el amor por sí mismo y el desprecio por la mujer.
La chica se pregunta cuál es la hormona del “ya basta”, del “se acabó”. Piensa que cualquier día puede encontrar la foto de la mujer del pelo teñido como la próxima asesinada. Y aunque no aparezca esa foto, aunque a esa mujer no la maten, quizá nadie lleve nunca luto por su alegría de vivir, esa sí asesinada.
La hormona del se acabó casi nunca se segrega solo dentro. Está en el lenguaje, en la política, en la organización. Se llama solidaridad, hermana, amiga, compañera. Se llama rebelión contra lo intolerable. Haría falta que el café entero se levantase al oír al hombre del bigote blanco. Poco a poco empieza a pasar. Ojalá siga pasando. Haría falta también que el mundo entero se levantara, porque nadie tiene derecho a matar las ganas de vivir de una mujer, ni a masacrar un pueblo.
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