Opinión
Las palabras medianas y el existencialismo
“Es curioso cómo la pesadumbre y la inquietud hacen caer los hombros hacia adelante. ¿Qué los sostendrá hacia atrás en tiempos normales?”, escribió Brecht en 1944. Estos tiempos tampoco le habrían parecido, quizá, normales, aunque la vida transcurra casi como siempre para el porcentaje privilegiado de la población mundial.
En medio de las desigualdades, con distintos grados de angustia, calor climático, frío laboral, social, unos cuantos millones de seres humanos viven más o menos en calma pese a las oscuras previsiones de futuro y al conocimiento de que otros seres humanos son asesinados por su nacionalidad, su género, porque molestan, por omisión, por avaricia de clase.
Imaginemos caminar por la calle y darse cuenta de que los hombros se sostienen hacia atrás pues se tuvo la suerte de nacer en unas coordenadas de espacio y tiempo que otorgan la posibilidad de disponer de recursos adquiridos por herencia, lotería genética, esfuerzo o un supuesto mérito que tantas veces oculta formas directas o indirectas de haber accedido a la explotación ajena. Pensemos ahora en cómo algunos textos y narraciones, para dar cuenta de este tiempo, cambian lo concreto por lo abstracto, cambian materialismo por existencialismo. No importa dónde pasan las cosas, cuándo, cuántas, a quiénes, solo las cosas en sí. No importa cómo se llega a los lugares, con qué cálculos, solo el presente. Ni importan las decisiones consentidas, la imprudencia y la dejadez que preceden a la destrucción. No importa la elección de usar vidas para que sean mero espejo de la propia. Solo importa la ruleta extraña de vivir y morir porque esa ruleta también forma parte de la existencia. Desde tal punto de vista, las últimas palabras de Kurtz en El corazón de las tinieblas podrían no haber sido “¡El horror! ¡El horror!”, sino “¡El azar! ¡El azar!”.
Comprendemos esas visiones, nos conmocionan pues apuntan a zonas reales de la experiencia. Aunque sean imprecisas y tiendan a lo engañosamente intercambiable, al símbolo que seduce porque se le puede atribuir casi cualquier significado. Aunque el manto del azar oculte cómo varían sus efectos según las condiciones, impuestas, de existencia, no todo ha de ser consciencia, resistirse a lo aparente. “Dejarse llevar por estas fantasías metafísicas da cierto placer —escribió Collingwood—, semejante al que se obtiene cuando se dicen desatinos. Es el placer del intelecto que retoza, cansado por la tensión constante y por el exceso de trabajo”. De vez en cuando el entendimiento quiere retozar, si bien gran parte de la alta cultura rechazaría el verbo retozar y hablaría del misterio, lo verdadero, lo perturbador, los ángeles terribles. Sea como sea, cunde hoy la preocupación de que la capacidad moral de juzgar se haya atrofiado. No se ha atrofiado, decimos. Son grandes mayorías las que saben que matar a un pueblo de hambre es intolerable. Al parecer, cuesta más que el intelecto abandone un rato sus correteos y sus brincos entre las grandes palabras. Porque lo grande es bello, la gran vileza puede ser arte y lo pequeño, ya se sabe, es hermoso. En cambio, ay de las palabras medianas.
La gran capacidad moral de juzgar se ensaya a diario en relatos sobre el fatalismo del mal. Lo que se ensaya menos —pero existe, no digas que fue un sueño—, es la capacidad de actuar, pues requiere mucha prosa común, mucha política donde no baste la réplica ocurrente, ni la declaración vacía que encubre intereses vergonzantes. Requiere sostener acciones, no solo simbólicas, replantearse las que no sirven, aceptar pérdidas. Requiere palabras medianas, escribir informes, leerlos, proselitismo lento, reuniones a veces largas, pensamiento práctico para hacer frente al poder del capital, valor organizado, y amalgamado con miedo, para transformar la indiferencia de hecho con que complicidades políticas impiden, pongamos, que los hombros del pueblo palestino se sostengan hacia atrás erguidos, al modo de los hombros privilegiados que caminan como si tal cosa todavía.
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