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OTAN
La banda de Hank Scorpio
El 4 de abril de 1949 doce países (Estados Unidos, Canadá y diez estados europeos) firman en Washington el Tratado del Atlántico Norte, carta fundacional de la OTAN, organización a la que hoy ya pertenecen treinta estados. Según el artículo 5 del citado tratado —perezosa bandera que avientan sus propagandistas— la finalidad de la OTAN sería meramente defensiva. Si uno de sus miembros es atacado por un estado ajeno a la organización, el resto debería responder por él.
Pero la mentira dura hasta que la verdad florece y basta un somero repaso a la historia de los últimos 73 años (algo que escapa de las pretensiones de este artículo) para advertir que la OTAN no es más que una extensión de la fuerza militar estadounidense. Si, en un principio, fue parte de la presión ejercida sobre el bloque soviético, desde la caída de la URSS se ha mostrado como el brazo militar que ejecuta las decisiones tomadas desde Washington. Sus intervenciones en los Balcanes, Irak, Afganistán y Libia lo demuestran; también su extensión hacia Europa del Este, en contradicción con las declaraciones de los líderes occidentales de principios de los noventa. La organización defensiva ha resultado ser, además de escudo, espada de Estados Unidos, gran potencia y supuesta culminación de la cultura occidental.
La vida es como el agua marina, que siempre escapa de las redes, y el ser humano bien haría en aceptarlo sin, por ello, renunciar a exponer su piel a la sal.
Los límites y los fundamentos de esa cultura occidental, como los de cualquier otra, son caprichosos como el humo. No existe ninguna visión del mundo que no deba contaminarse y afrontar el caos que le da forma. Pretender definir cualquier cultura con la imagen cosmética y monolítica con la que la presenta el poder y no como un constante flujo de ideas, sensaciones y personalidades es matarla.
Todo el legado del pensamiento griego, el derecho romano, los cantares de gesta, las cosmovisiones campesinas europeas, la ciencia árabe o la ética de Cristo no puede desembocar mansamente en la consolidación de la estructura de poder que toque en cada momento ni en una ideología que reduce la razón al instrumentalismo, que, pretendiendo controlar la naturaleza, acaba controlando al ser humano, pues este es parte de ella.
Podemos elegir ser herederos de Alejandro Magno o de Diógenes el Cínico. Entre la honestidad del «solo sé que no sé nada» de Sócrates y el belicismo de la OTAN hay infinitos caminos por emprender en este viaje entre el placer y el dolor. Y bien haríamos en acompañar a quienes peregrinan más allá de unas fronteras que se muestran incapaces de contener el aliento de la vida. La OTAN no defiende la visión occidental del mundo: la OTAN es el brazo criminal de un poder que intenta imponer una interpretación reduccionista y utilitaria de la realidad.
En su maravillosa Pequeña serenata diurna, Silvio Rodríguez canta a la libertad, al amor y al esfuerzo por crecer en la contradicción, elementos imprescindibles para la comprensión de uno mismo y entre las culturas, los pueblos y los seres humanos. Pero el momento más estremecedor de la canción llega en estos versos: «Soy feliz, soy un hombre feliz y quiero que me perdonen, por este día, los muertos de mi felicidad». Bien haríamos en plantearnos si es posible no dejar muertos (metafóricos o reales) en el camino y si los asesinatos de la OTAN realmente protegen algo que valga la pena.
La OTAN es el brazo criminal de un poder que intenta imponer una interpretación reduccionista y utilitaria de la realidad
Nuestros ejércitos se confunden con la banda terrorista de Hank Scorpio, aquel villano de Los Simpson que, con buen humor, cimentaba su poder, edulcoraba las penas de unas indefinidas clases medias y convertía a los mendigos en buzones.
Lo peor es que todo esto lo sabemos y ni siquiera somos de los que se alejan de Omelas.