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Inteligencia artificial
Sangre en la máquina, ludismos del futuro pasado con Proyecto UNA

Año 2087, luna quinta, sol vigésimo cuarto
Erre ha salido de su cubículo casa en Capital Nuevo Norte por la escotilla que da a la fachada donde, como siempre, la espera la pasarela desplegada por el dron de transporte público de Amazon. La escotilla del piso 57 se cierra en cuanto la cruza para no contaminar con partículas del exterior la atmósfera programada domóticamente. El dron la desplaza suavemente hacia su cubículo de trabajo, formando parte del enjambre de la miríada de insectos de metal que cruzan el espacio entre los rascacielos. Un vacío atravesado por innumerables lineas que solo pueden ver los drones.
Desde hace 10 años Capital Nuevo Norte es una ciudad 15 minutos. Nadie tiene que desplazarse más de este tiempo para trabajar o disfrutar de los placeres que la urbe ofrece. Todo el mundo se desplaza entre cubículos gracias a los drones que se orquestan mediante complejos algoritmos, en una sinfonía cambiante y eléctrica. Nunca es la misma, pero siempre suena parecida. Los drones autónomos son muy convenientes. Te llevan a dónde quieras de la ciudad en menos de quince minutos y puedes resolver pequeñas tareas durante el transporte, permitiéndote salvar tiempo.
Erre lleva tiempo en un plan de micro-desconexiones del feed que le ha recomendado su terapeuta. Mira a través del cristal del dron que la transporta. Imagina los innumerables cálculos simultáneos que suceden para que todo ese caos incierto de vehículos en el que está envuelta sea, en realidad, un orden casi perfecto. Agarrando las ganas de consultar sus mensajes, correo, medios o redes, respira hondo como la ha enseñado el terapeuta. Mirar el enjambra es una meditación. Pero entonces se detiene y olvida las instrucciones. Sus ojos detectan algo que jamás había visto antes.
Por primera vez en su vida descubre algo que retiene sus retinas, colores que se clavan como garras en su atención. Colores que no ha visto nunca. En la pared, letras y un mensaje:
“Esto que estás viendo es vandalismo. Seguramente desaparezca pronto. Esto es una invitación para jugar. Una invitación secreta para ti, que tienes tiempo de mirar las paredes. Te invitamos a una fiesta especial. Tan solo tienes que acudir a la plaza de Estación Este-Norte, en el nivel de suelo número siete, la próxima luna sexta, sol segundo, al atardecer. Te esperamos”. Aquellas letras en un color innombrable brillante estaban firmadas por la Capitana Ludi.
Año 2087, luna octava, sol quinto
Erre está en su cubículo. Le gusta cómo suena el repiquetear de sus dedos con la máquina del mercado de recicles que ahora visita casi cada semana. Estaba ahí, fuera de las lineas invisibles, de las rutas preprogramadas de los drones. Junto con toda aquella población que nunca había visto antes. La ciudad en realidad no era una ciudad. Eran varias ciudades superpuestas, entramadas. ¿Cuántas eran? ¿Cinco, seis? ¿Doce? Ni siquiera los luditas lo sabían. Pero las ciudades y sus habitantes se desconocían entre sí porque sus rutinas programadas impedían que se cruzasen sus caminos.
Desde su máquina, el primer dispositivo que maneja que no está conectado a la red, Erre se divierte. Juega con las tipografías y diseños en la plantilla que está preparando para su primer grafiti. Su índice de productividad está bajando, al igual que sus ingresos, pero su capacidad de atención ha mejorado, duerme mejor y ya no tiene que hacer microsesiones de desconexión. Tiene cosas que le importan entre manos.
Entrar a las filas de Ludi ha dado un ángulo de sentido y aire, sobre todo aire, a su vida. Secretamente, de mano en mano en parques y mercados, a través de redes privadas en ordenadores sin conexión a la gran internet, se intercambian fragmentos de una historia perdida, pero que aparenta ser tan antigua como la propia humanidad. La historia de quienes se resistieron a dejarse controlar y aplastar por las tecnologías.
Su propósito, sabotear la máquina, domesticarla, hacer que deje de ser una trituradora de vida, empieza por reclutar a más y más personas para que se unan a las luditas. Por supuesto, aquello era solo el principio, después vendría mucho más.
Siente una comunión especial, casi mística, cuando lee textos del pasado. Para su primer grafiti ha elegido cuidadosamente los colores, estuvo meditando y probando durante horas en el bazar hasta que encontró los espráis que cree que más llamarían la atención. También ha elegido cuidadosamente las palabras. Son de Chris Smalls, que formó el primer sindicado contra Amazon y ganó las primeras batallas contra la big tech. Las lee de nuevo y se le dibuja una sonrisa cuando las imagina brillando en los muros de la ciudad:
“Vas a tener que enfrentar las peores tácticas, te encerrarán, te multarán, te demonizarán, te harán dudar de ti, serás bombardeada con propaganda, te aislarán completamente. Si estás dispuesta a dar el paso, más vale que crees una base sólida de cuidados en la que sostenerte. Vas a pelear contra la gente más peligrosa del mundo. Tienes que sentir realmente que eres parte de algo mucho más grande”.
¿Por qué recordamos a los luditas como un grupo de personas naifs, incluso estúpidas, que se oponían tercamente a la idea de progreso, en lugar de recordarles como un grupo capaz de organizar a miles de personas en células, recabar armas en secretos y poner en jaque a la industria de la que dependía toda la economía de Inglaterra y sus grandes empresas?
En este episodio de PAN hacemos un crossover entre el libro Blood in the Machine de Brian Merchant y La viralidad del mal, de Proyecto UNA, quienes nos acompañan en este viaje sonoro en el que ponemos en contraste la historia del ludismo con las luchas actuales que se resisten a que la tecnología tenga que ser un mecanismo de opresión.
Han sonado en este programa:
- The Fall – Naomi Oliver
- Every grain of Palestinian sand – Muslimgauze
- Delirio sónico al ¾ – Nihilística Proyectual
- Brian Emo – David Boring
- I was called – Jaeho Hwang