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Precariedad laboral
Jóvenes sin alternativa: cómo la precariedad y el realismo capitalista definen una generación
Llegas a las ocho de la tarde a casa de trabajar. Tienes que poner una lavadora, hacerte la cena, recoger la casa y ducharte. Te apetecía ver una película y hacer algo de deporte, pero cuando el pijama ha tocado tu piel, rápidamente el cansancio te ha invadido. Algo totalmente normal: llevas doce horas fuera y ya estamos a mitad de semana. Sales al balcón para que te dé el aire un poco; las luces de la ciudad te recuerdan que el asfalto que pisamos cada día respira y está vivo. Los Uber suben y bajan por la calle, y en el horizonte de la avenida, como si de un eterno ocaso se tratara, te das cuenta de que esa congoja, ese cansancio que te entumece la cabeza, lleva años contigo y no ha hecho más que aumentar, especialmente después de que tu casero subiera el alquiler otros cien euros hace tres meses.
En el telediario están haciendo un especial sobre salud mental. Todas las premisas parten de análisis individuales, biológicos o paliativos. Es aquí donde te das cuenta del enfoque que tienen montado sobre toda esta parafernalia: hábitos saludables, mentalidad positiva, falta de resiliencia, generación de cristal, trabajar la inteligencia emocional, cultivar un carácter estoico, etc. Todo lo que sale de la boca de los tertulianos está enfocado en la superficialidad, en el cese del dolor inmediato, ignorando una dimensión crucial: la política.
En España, aproximadamente el 18% de los jóvenes entre 16 y 35 años experimenta trastornos de ansiedad, y el 12% presenta síntomas de depresión
¿Era real ese ocaso temporal que has sentido mientras la noche se zambullía en la ciudad? ¿Era tan certera esa sensación de no haber alternativa más allá de aguantar ese cansancio psicológico hasta que una no pueda más? El crítico cultural Mark Fisher tenía palabras para esa congoja colectiva, que se ha hecho cada vez más acuciante a medida que el capitalismo tardío va quemando fases de violencia y precariedad, con su creciente autoritarismo frente al proletariado que trabaja esclavizado en él. La hedonia depresiva es un estado psicológico y social característico de las generaciones jóvenes en el capitalismo actual. Las personas, afectadas por el contexto capitalista tan negativo, grave y omnipresente, experimentan un impulso hacia la búsqueda de placer constante y superficial, pero este placer no produce satisfacción ni alivio auténtico, lo que las lleva a un bucle de adicción, vacío y depresión.
En consecuencia, las respuestas que encontramos frente a este bucle de hedonia depresiva pasan por defender las ideas de la (auto)responsabilidad y la (auto)ayuda individual que están llevando a las generaciones Z y millennials a la imposibilidad de buscar una salida colectiva a la situación psico-social que describió Mark Fisher.
¿Trastornos mentales o desesperación generacional?
Mirando esta realidad psico-social sobre datos: en España, aproximadamente el 18% de los jóvenes entre 16 y 35 años experimenta trastornos de ansiedad, y el 12% presenta síntomas de depresión. Estos datos provienen de estudios recopilados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) y del informe del Ministerio de Sanidad de 2023, que reflejan el creciente impacto de los trastornos mentales en la población joven.
Sobre esta clara realidad vertebrada en el malestar psicológico pasa algo perverso. El primer factor a tener en cuenta sobre dicha perversión, es cómo se individualiza la culpa en cada joven que sufre la precariedad del sistema capitalista. Es decir, no solo se obvian las condiciones estructurales que generan esta problemática, sino que, además, se culpabiliza a las víctimas de ellas.
En el malestar psicológico pasa algo perverso: se individualiza la culpa en cada joven que sufre la precariedad del sistema capitalista
El segundo factor es la rentabilidad que el propio sistema capitalista extrae de esta situación. No es de extrañar esa proliferación de discursos motivacionales, de coaching, la fiebre de las criptomonedas o la oleada de discursos, sobre todo desde la masculinidad, que apelan a una fría lógica economicista, donde el darwinismo social, la competencia y el éxito económico individual se presentan como una ley natural e inalterable. Desde discursos sobre finanzas, fitness, experiencias vitales, mindfulness o relaciones interpersonales, todos están atravesados por el tercer factor, el más importante y el que canaliza nuestro malestar psicológico: el realismo capitalista.
Este concepto revela cómo el capitalismo se ha vuelto tan hegemónico que se muestra como la naturaleza misma de las cosas y no como una ideología. El realismo capitalista, como rasgo sociohistórico, señala una característica del capitalismo actual que lo diferencia de sus etapas anteriores: la hegemonía total no solo a nivel militar o de política estatal, sino también a niveles ideológicos.
Hoy en día, el realismo capitalista es tan fuerte que interiorizamos su ideología hasta tales extremos que pensamos y sentimos que este es connatural al desarrollo humano. Entonces, en ese pequeño balcón donde buscas una salida, se libra el inicio de la lucha política más importante de nuestra generación, una lucha que empieza cuando una voz en nuestro interior nos asalta luchando contra la impotencia reflexiva: ¿alguna vez te has preguntado por qué tenemos estas ideas tan interiorizadas? ¿Por qué nos constituyen de tal manera que parece casi imposible pensar que la vida puede transcurrir de otra manera?
Hoy en día, el realismo capitalista es tan fuerte que interiorizamos su ideología hasta tales extremos que pensamos y sentimos que este es connatural al desarrollo humano
Estas preguntas que resuenan en tu cabeza no son nuevas, pero intentar responderlas constituye un cuestionamiento radical a nuestra antropología humana pues, a diferencia del resto de animales, como comentan antropólogos y lingüistas, tenemos que dotar de significado a la realidad.
Es decir, somos seres con una estructura deseante. Podemos comprender la realidad y relacionarnos con el medio material de una manera antropológica que nos diferencia del resto de los animales. No tenemos una vinculación programada genéticamente tan inmediata como el resto de los animales, que se relacionan con el medio y sus necesidades de manera innata, o con poca variación entre grupos y épocas. En nuestra especie, tenemos la necesidad de significar la realidad, el medio y, por tanto, de moldearlo cognitivamente. Esto sucede a través del lenguaje y el habla, lo que permite una relación con los objetos y el entorno más compleja y cambiante. Por lo tanto, nuestras necesidades no son innatas ni limitadas (o ciertamente no tan limitadas), sino cambiantes, mediadas por la comunicación y los infinitos significados que podamos desarrollar frente al medio.
El origen ideológico del individualismo
La explicación anterior es fundamental para entender el realismo capitalista y su efecto, así como su definición. Pues esta mediación a través del habla, el lenguaje y las estructuras cognitivas está totalmente permeada por el capital. Siempre lo estuvo en el capitalismo, pero su efecto actual es de una hegemonía ensordecedora. Pero ¿cuál es el origen antropológico y epistemológico del realismo capitalista?, ¿cómo ha construido la ideología liberal y neoliberal su propio relato?
Para responder a esta pregunta, liberales y neoliberales recurren a John Locke y Adam Smith, teóricos liberales, para construir su idea de vida. Tal y como expone Johan Norberg en su obra El manifiesto capitalista: ¿Por qué el libre mercado global salvará al mundo? (2024):
“Sin embargo, John Locke, el padre del liberalismo clásico, escribió en 1689 que Dios aseguró que «no es bueno que el hombre esté solo», y continuó explicando por qué no se puede imaginar al individuo sin la familia y sus otras comunidades. Adam Smith, el padrastro del liberalismo económico, declaró en 1759 que la naturaleza «formó al hombre para la sociedad», y expuso de forma minuciosa cómo nuestro comportamiento y nuestra moral surgían de nuestras interacciones sociales como resultado de nuestra empatía, en un periodo en el que sus oponentes conservadores se limitaban a suponer que nos habían sido dados por Dios” (Norberg, 2024; 260).
Analizando minuciosamente esta cita, vemos que sus tesis se basan en el teísmo y el ateísmo simultáneamente. Aseguran que Dios, a quien toman como un ser existente, no quiere que el hombre esté solo y, al mismo tiempo, hablan de que la naturaleza formó al hombre para la sociedad. Aunque estos principios antropocéntricos parecen contradictorios, remarcan una misma idea: la vida empieza en el individuo independiente, lo que les permitió construir ideológicamente la doctrina del individualismo.
Una vez construida socialmente la doctrina del individualismo, se vieron obligados a ponerla en relación con otros individuos y colectivos. Aquí recurren, otra vez, tanto a Dios como a la Naturaleza: por un lado, es Dios quien no quiere que el individuo independiente esté solo, por eso no podemos imaginarlo sin familia y otras comunidades. Por otro lado, desde el discurso naturalista, comprendieron que son las interacciones sociales entre individuos independientes, basadas en la empatía, las que dan forma a nuestra moral. De aquí deriva la segunda doctrina: la libertad individual, pues los individuos independientes tienen libertad para relacionarse con otros individuos independientes.
Aquí se desmonta otra falsa idea, refutada por teóricos anarquistas como Malatesta (1853-1932), quien afirmaba que en lo colectivo también está la prevalencia del individuo
Aquí es necesario un análisis más profundo para ver las trampas ideológicas del liberalismo. Si partimos de la doctrina del individualismo y de la libertad individual, habría que imaginar un mundo formado únicamente por sujetos independientes que, por empatía, decidieron unirse en sociedad. Pensar de esta manera es lo mismo que imaginar que un día, por arte de magia, aparecieron millones de australopitecos en la Tierra y que cada uno decidió libremente vivir en sociedad.
Como animales humanos no podemos entendernos sin la simbiosis gregaria. Desde nuestros orígenes somos gregarios, nos necesitamos unos a otros, no por empatía, sino por pura supervivencia animal. Es aquí, en esta supervivencia y en la necesidad de dotar de significado a la realidad, donde construimos el sentido de nuestras interacciones sociales, no fuera de la sociedad, sino en el seno de la especie animal que somos. Sin embargo, el liberalismo nos ha convencido de lo contrario. Esto nos lleva a otra mentira del liberalismo, como dice Johan Norberg:
“Es sorprendente la frecuencia con la que una rápida lectura errónea de los liberales clásicos basta para desmontar la conexión entre liberalismo y avaricia o soledad. Como si la resistencia a las relaciones forzadas se basara en una resistencia a las relaciones” (Norberg, 2024; 259-260).
Para los liberales, todo lo que implica lo colectivo está asociado a relaciones forzadas y, por tanto, a la pérdida de la libertad individual y al fracaso de su doctrina. Es lógico que piensen así. No realizamos una lectura errónea de sus clásicos, sino que nos sumergimos en las consecuencias antropológicas que sus corrientes de pensamiento producen.
Lo que no entienden es que su forma de construir las relaciones o interacciones sociales también es forzada. Sus tesis, que son una forma de organización colectiva humana, empujan al grupo a vivir desde la (auto)responsabilidad individual y la (auto)ayuda individual. Esta es una imposición ideológica basada en sus doctrinas liberales, lo que está conduciendo a una falsa sensación de libertad individual. Hablar de socialismo o valores colectivos, según políticos como Milei o Ayuso, es hablar del “cáncer de la humanidad” o de que la vida se divide entre “comunismo y libertad”.
Es el colectivo quien nos capacita para la libertad individual, y no al revés. El liberalismo nos ha obligado a olvidar esta característica propia del animal que somos
Aquí se desmonta otra falsa idea, refutada por teóricos anarquistas como Malatesta (1853-1932), quien afirmaba que en lo colectivo también está la prevalencia del individuo. Para este pensador italiano, somos individualistas en el sentido de que todo sujeto tiene la libertad de desarrollarse en todos sus aspectos sociales como quiera, pero esta libertad solo le es otorgada por vivir en un colectivo. Sin el grupo, esta idea de libertad no habría podido desarrollarse. Es el colectivo quien nos capacita para la libertad individual, y no al revés. El liberalismo nos ha obligado a olvidar esta característica propia del animal que somos.
Pero el capitalismo, en su afán por devorar toda alternativa desde sus nuevas narrativas, acude a la psicología moderna para vendernos la idea de que la cooperación es la solución a los problemas que el propio capitalismo ha causado. Como dice la neoliberal de Harvard Rebecca Henderson en su obra Reinventando el capitalismo en un mundo en conflicto (2021):
“De hecho, la psicología moderna sugiere que somos tan naturalmente grupales como egoístas, que los humanos han evolucionado en grupos (...)” (Henderson, 2021; 57).
El capitalismo es capaz de luchar contra sus propias tesis para luego convencernos de que la ciencia reafirma lo que las voces críticas al capitalismo llevamos diciendo desde los orígenes del libre mercado, la propiedad privada y la naturalización de la competitividad: que solo lo colectivo salvará el mundo.
Redefinir lo posible desde nuestro malestar de clase
Todo lo descrito nos lleva de regreso a ese balcón donde, cada atardecer, los Millennials y la generación Z nos asomamos agotados. Exhaustos del trabajo, de las malas formas de los jefes, de la jornada partida, del tiempo perdido en el transporte público, de compartir piso, de no tener espacios propios, de mantener vínculos frágiles… reconocemos que ese cansancio no es solo físico, sino existencial. No es solo nuestro, sino colectivo. Es el peso del realismo capitalista, que nos ha hecho creer que no hay alternativa para la clase trabajadora. Pero lo cierto es que, como seres con una estructura deseante y una capacidad infinita para significar y transformar la realidad, estamos lejos de ser prisioneros de este sistema. Si nuestras necesidades están moldeadas por el lenguaje y la interacción social, entonces nuestro destino también lo está. Y es en el reconocimiento de nuestra interdependencia, de nuestra capacidad para redefinir lo que es posible, donde radica la clave para romper con la hegemonía ensordecedora del capitalismo y con su engañosa naturalización.
El realismo capitalista se torna insuperable precisamente cuando conceptos como la competencia y la lucha por la supervivencia se naturalizan, como si fueran parte inevitable y esencial de la condición humana. Desde ese balcón, desgastados por el ritmo frenético y las condiciones precarias de nuestras vidas, es fácil sucumbir a la idea de que no hay salida. Sin embargo, es en este momento de reflexión colectiva cuando debemos preguntarnos si estas creencias son realmente inherentes a nuestra naturaleza o si, por el contrario, han sido impuestas por un sistema que busca perpetuarse, bloqueando cualquier posibilidad de alternativa.