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Televisión
Kim Kardashian o el límite de lo humano

Al margen de los artificios de la crónica frívola, lo sucedido en la última gala Met podría ofrecer algunas claves inquietantes sobre el futuro.

Al comienzo del primer capítulo de Las Kardashian (The Kardashians, Hulu, 2022), un dron con cámara flota a contraluz por la superficie del océano y un fogonazo da paso a las secas formaciones montañosas del desierto de Los Angeles. Son los primeros compases de una fábula creacionista cuyo Edén se sitúa, en el siguiente plano, en un vuelo por el jardín con piscina y el chalet de lujo de una de las hermanas Kardashian, cuya pareja sentimental juega con sus dos hijas en el césped. La cámara, atravesando un hueco entre árboles, entra por el segundo piso y, tras algunas acrobacias en el interior, vuelve a salir al jardín con soltura. Después, algunos giros de vértigo conducen a los demás hogares de las mujeres del clan. Todas ellas vienen urgidas por una cita en la casa de Kim Kardashian, una barbacoa en la que se confunden la despreocupación y el compromiso dinástico. El contrarreloj, no obstante, se experimenta como un flujo. Todo es sencillo, o lo parece. La enormidad de los espacios disuelve las negatividades, mientras la coreografía impone cesuras y elipsis inesperadas, síncopas que solo favorecen el flow. Los flashes de una sesión fotográfica son llaves narrativas. Alguien cuelga un teléfono en el momento oportuno. La puerta de un garaje sin paredes se abre al mismo tiempo que el coche arranca. Como sometidos a las mecánicas secretas de una conciencia, no parece que los espacios ni los tiempos obstaculicen la atmósfera de diligencia y ociosidad que promueve a las Kardashian. Ni siquiera, como la cámara insiste en demostrar, parece que entre el afuera y el adentro exista algún límite.

Esta apertura viene a condensar con fidelidad el tono general de la serie, reinicio de la original, Las Kardashian (Keeping Up with the Kardashians, E!, 2007-2021), esta vez bajo el auspicio de la productora familiar. El mismo enfoque laxo, la misma sucesión fluida de conversaciones irrelevantes sobre estética, fama, vida sentimental, ego y reconocimiento. Aun así, hallamos un momento destacable: cuando la familia se encuentra sentada alrededor de la mesa, Khloe se pregunta por qué vuelven a ofrecerse, como en los últimos tres lustros, al escrutinio de cámaras que registran su vida paso a paso, y su hermana Kim secunda la duda. Pero la madre de ambas sofoca esta breve rebelión con un “Todo irá bien. Aguanta, cariño”. “Oh, yo siempre estoy bien”, concluye Khloe. 

El cierre es hermético, instantáneo, como un envasado al vacío. 

Esto contrasta con el ejemplo de An American Family (PBS, 1973), pionero del género docu-reality que, desde la cadena pública estadounidense, ofreció en 12 episodios de una hora el documento de la vida privada de una familia de clase media-alta. Jean Baudrillard, en Cultura y simulacro (1981), explica que los Loud (tal era el apellido familiar) se desintegraron por ser incapaces de resistir la presión del ojo vigilante de la cámara, la clase de modelo hiperreal al que se veían obligados. La audiencia estadounidense, meses antes del comienzo de una crisis que habría de dar fin a la excepción de posguerra dinamitando décadas de crecimiento industrial y derechos laborales, presenció el resquebrajamiento concreto de su ideal abstracto de familia. “Heroína ideal del American way of life, es escogida, como en los sacrificios antiguos, para ser exaltada y morir entre las llamas del médium”, añade Baudrillard, en un momento en que las referencias rituales aún tenían sentido.

El éxito de las Kardashian evidencia, ya sin lugar a dudas, tanto la caída del fardo conservador-moralista como una conexión directa del capitalismo del siglo XXI con lo pornográfico

La familia Kardashian, en cambio, parece moverse con naturalidad en ese orden del embalsamamiento que destruyó a la familia Loud. Hay quejas de las hijas, por supuesto, conatos de rebeldía que son rápidamente apagados por la propia lógica hipercapitalista que inspira su fama. Debe tenerse en cuenta que todo el imperio Kardashian se cimenta en el escándalo que sucedió a la puesta en circulación, de autoría poco clara, de un vídeo sexual protagonizado por Kim Kardashian y por su entonces pareja, el rapero Ray J, en 2007. En efecto, la peripecia que deshizo las aspiraciones de Pamela Anderson a una carrera seria en la interpretación (fueran estas o no realistas) resultó ser la misma que encumbró a la familia Kardashian al olimpo de los ultrarricos; algo que evidencia, ya sin lugar a dudas, tanto la caída del fardo conservador-moralista como una conexión directa del capitalismo del siglo XXI con lo pornográfico.

Así pues, el comportamiento de las Kardashian es el de quienes parecen tener que coincidir siempre con un molde. Y, sin embargo, hay algo que evita que se rompan en directo, algo que reorganiza el sistema cuando este parece desmandarse, y es la intuición secreta de que, en el fondo, ellas son el molde. De que no hay escapatoria a una condición que ya es existencial. De que su indecisión neurótica en realidad carece de sentido cuando se ha alcanzado tal coincidencia esquizofrénica con el “deseo de Dios” (en este caso, del Capital). Al contrario que las estrellas del Hollywood clásico, las Kardashian no “reproducen” ningún arquetipo. El star system clásico, proponía Walter Benjamin en 1936, era la forma con que la industria del cine intentaba equilibrar la pérdida del aura en la obra de arte técnicamente reproducible. Que el arte pasara de visitarse singularmente en museos a multiplicarse con vocación infinita en salas de cine en la era de su industrialización no fue sin consecuencias, y se hizo necesaria la referencia a un panteón compartido. Gracias a este, Mae West podía desempeñar la bravura de Palas Atenea, Theda Bara la morbosidad de Hécate, Tony Curtis el desparpajo de Hermes, Marlon Brando la proporcionalidad de Apolo y Marilyn Monroe la sensualidad de Afrodita. Pero las Kardashian ya no requieren la excusa del referente clásico: permanentemente se refieren a sí mismas, al modelo imaginario que ya son, y hacen de su vida un posado fractal que, por supuesto, requiere a cada momento la presencia de cámaras televisivas; como un espejo necesita del reflejo de otro para seriarse hasta el infinito. 

No debe olvidarse que un molde tiene dos caras: una positiva, protuberante, pero también otra negativa, sin entidad, que invierte la anterior desde una condición hueca

No es casualidad que, frente al socrático “Conócete a ti mismo”, una de las máximas más repetidas a lo largo de la serie televisiva sea el mantra “Sé tú misma”, signifique esto lo que signifique en personajes que viven, precisamente, de su escasa caracterización. Tampoco que, cuando Variety preguntó a Kim Kardashian por su opinión sobre quienes la acusan de “ser famosa por ser famosa”, esta contestara con un también tautológico: “¿A quién coño le importa? […] No tenemos que cantar, o bailar, o actuar; lo que hacemos es vivir nuestras vidas… y oye, lo logramos. No sé qué decirte”. No debe olvidarse que un molde tiene dos caras: una positiva, protuberante, pura imagen que satisface la pulsión escópica implicada en el espectáculo; pero también otra negativa, sin entidad, que invierte la anterior desde una condición hueca. 

El reciente gesto de Kim Kardashian ilustra esta ruptura con el modelo clásico de representación. Resumiendo, la celebridad decidió llevar en la gala del Met del pasado 3 de mayo el famoso vestido que Marilyn Monroe usó en el cumpleaños de John F. Kennedy en 1962, adquirido en 2016 por el museo Ripley’s Believe It or Not! de Orlando por casi cinco millones de dólares. Para ello, y ante la negativa inicial del museo por el peligro que suponían para el traje unas medidas corporales que lo excedían, se sometió a un severo proceso de adelgazamiento en el que perdió siete kilos en apenas tres semanas. Todo un ejemplo de autosuperación, léase con ironía, bien analizado desde la perspectiva de género por periodistas como Beatriz Serrano y Mercedes Funes. La institución, no demasiado seria, accedió finalmente a la cesión a cambio de una donación económica; pero, incluso así, y a pesar de los esfuerzos de sus ayudantes para horror de curadores de moda, el vestido no llegó a adecuarse al cuerpo de la influencer, que se vio obligada a cubrir la parte trasera con un chal para pasearlo ante los flashes durante unos minutos. Tras esto, cambió la prenda por una réplica que sí se adecuaba a su talla y que vistió el resto de la gala.

Que Kim Kardashian haya dañado el vestido de Marilyn Monroe puede leerse como un fascinante ejemplo de cómo, al sincronizarse hasta tal punto con un sistema, alguien acaba convirtiéndose retroactivamente en molde de sus precedentes

El suceso no ha pasado desapercibido en redes sociales, donde, como era de esperar, se ha desatado una tormenta de indignación. Con ello asistimos a una reacción tribal típica ante la profanación de un objeto sagrado. El vestido de Marilyn Monroe, en tanto que único, viene a coincidir con aquella singularidad de la obra de arte clásica que apuntaba Benjamin, productora de un aura ritual que las modernas técnicas de reproducción no podían lograr más que remitiéndose al imaginario mítico colectivo: tramitando narrativas lineales, viajes del héroe, también de alguna heroína. Pero, a la vista está, tales dispositivos son cada vez menos útiles en la era de las imágenes autorreferidas, de los simulacros. 

Que Kim Kardashian haya dañado el vestido de Marilyn Monroe puede leerse como un fascinante ejemplo de cómo, al sincronizarse hasta tal punto con un sistema, al ser el sistema, alguien acaba convirtiéndose retroactivamente en molde de sus precedentes. Un molde (al mismo tiempo único y replicable, viralizable, copia de otra copia) que aquellas precursoras, igual que la familia Loud, no pueden soportar sin romperse. Pero también un molde que tiende a destruir el principio ritual, y con ello lo que aún lo ataba a una concepción trágica, propiamente humana, del mundo. Un benjaminiano Byung-Chul Han, en La desaparición de los rituales (2020), apunta al hecho de que, si bien el régimen ritual genera una comunidad sin comunicación, la sociedad del rendimiento ha dado lugar a una comunicación sin comunidad. Es decir, si los ritos de las sociedades tradicionales son acciones simbólicas que representan, y transmiten, los valores que cohesionan a una comunidad, en la era neoliberal sucede una relativización de los valores y los códigos que protege, por la vía de la descohesión social, un sistema cada vez más separado de lo humano. “Unidos en tanto que separados”, resumía Guy Debord en La sociedad del espectáculo (1967). Los modos del capitalismo maduro, en su proceso de homogeneización-destrucción del sentido, se desprenden (aquí literalmente) de la vieja camisa cultural y se acercan un poco más a la condición inhumana que les es propia. Con su acto de terrorismo antropológico, Kim Kardashian bien podría interpretarse como uno de los puntales más visibles de esa demolición.

Casualmente, el suceso casi coincide en fechas con el desplome del mercado de los NFT un 92% respecto a su punto más alto en septiembre de 2021. La especulación con el archivo digital único (el mal llamado “arte de internet”) ha visto muy disminuida la euforia de los primeros tiempos, de forma parecida a como sucedió tras la sobrevaloración inicial del bitcoin. No es que antes vendiera el aura de los archivos digitales y ya no lo haga: vendía el hecho de que vendía. En 1955, en la cima de su carrera, Marilyn contó a su psicoanalista una pesadilla que la atormentaba. En ella, un cirujano la abría y descubría que estaba hueca por dentro.

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Kaep K. Weshet es la voz especulativa de Juan Vargas-Iglesias, doctor en Comunicación y profesor e investigador de cibercultura, crítica y nuevos medios en la Universidad de Sevilla.

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