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Racismo
La izquierda y el racismo: cegueras y reacciones
La crítica al racismo brilla por su alarmante y sospechosa ausencia.
Se trata de una cuestión política de importancia fundamental en las sociedades de la modernidad que, sin embargo, ha sido y es tradicionalmente marginada, especialmente en los territorios del Estado español.
No nos referimos a una mera enfermedad moral o a una anomalía en el seno de una sociedad sana, sino a un patrón estructural del poder moderno occidental y occidentalizado cuya naturaleza institucional no ocupa un lugar relevante en los debates públicos protagonizados por los intelectuales pertenecientes a la denominada izquierda transformadora.
Es cierto que durante mucho tiempo nos hemos limitado a señalar amargamente la inexistencia de dicha discusión.
Si eso que llamamos racismo no forma parte de los intereses políticos de la izquierda del Estado español no es por simple descuido o falta de atención, sino por puro interésAdmitámoslo, a muchos de nosotros nos han convencido para que deseemos fervientemente el trofeo de la integración, solo que en este caso hablamos de un deseo inconsciente que nos proyecta una y otra vez hacia los espacios de la izquierda tal y como la conocemos por el momento: “Por favor, hablen de racismo”, hemos pregonado. Ha sido un grave error.
Sobre todo porque la petición partía de un diagnóstico equivocado. Si eso que llamamos racismo no forma parte de los intereses políticos de la izquierda del Estado español –en toda su heterogeneidad– no es por simple descuido o falta de atención, sino por puro interés.
Notamos cómo poco a poco se arquean ciertas cejas y cómo la indignación sonroja algunos rostros. Pero no pretendemos negar la sensibilidad y la honestidad política de determinados individuos, así como tampoco obviar que en la propia izquierda militan personas racializadas y migrantes respetables y admirables. Lo afirmado es una observación política general.
Quizás todo cambie cuando consecuencias más insospechadas del problema salpiquen de forma más determinante el ágora del blanco –“ser blanco es una relación social y eso es lo que hay que definir”–, lugar que no es únicamente físico, sino simbólico; de hecho, es el lugar simbólico del régimen, el obligatorio, el lugar simbólico por antonomasia.
Será entonces cuando ahí donde se deciden ignorar pretenciosamente los naturales límites del pensamiento socialista moderno en todas sus vertientes –filosofía que en gran medida vertebra los enfoques y prácticas de los movimientos sociales–, sus discípulos españoles comiencen a hacerse las preguntas que otros en África, el Medio Oriente o Abya Yala se hicieron mucho antes.
Si tales interrogantes se realizan con sinceridad es posible que conduzcan al descubrimiento de lo que allá por el año 1994 afirmara en EE UU el lúcido filósofo Cornel West: la raza importa.
Y si la raza importa, debería también despertar el ávido interés a aquellos que en el mapa de las identidades racializadas ocupan el lugar de la cúspide: los gadje. No es una demanda, es un frío diagnóstico; les debería interesar, ya que los sedimentos de su naturalizada identidad representan la férrea condición de posibilidad del racismo, pero no sólo eso.
Si están verdaderamente interesados en resolver su crisis civilizatoria tendrán que entender que otros cuerpos sienten que dicha crisis comenzó con esa civilización. Que donde ustedes ven una consecuencia del capitalismo, otros ojos ven un proyecto civilizatorio destructivo del que el capitalismo forma parte; que donde ustedes perciben una crisis sin precedentes, otras mentes reconocen una antigua crisis genocida, epistemicida, extractivista y colonial que dura ya más de 500 años.
Hay que advertir que los sujetos ancestrales que encarnan el asunto que nos ocupa forman parte indisoluble de los discursos cotidianos; no como seres humanos que respiran, piensan y sienten, sino como objetos de estudio sobre los que se celebran simposios, se escriben artículos, se presentan tesis; sobre los que se habla con arrogancia y susurra con recelo.
Sujetos constantemente vaciados en torno a cuya vida y muerte también se sienta cátedra y legisla; cuerpos y mentes subalternizados a los que se golpea psicológica, policial, jurídica, económica, políticamente; a los que se violenta y aniquila tanto a un nivel simbólico como material; subjetividades que combaten, resisten y sobreviven con dignidad al Estado español desde que éste comienza a conformarse y a ser lo que es: herencia colonial.
La crítica al racismo brilla por su alarmante y sospechosa ausencia. En general, la Academia española se limita a rodear de puntillas el problema, a utilizar conceptos y vericuetos cada vez más sofisticados e inofensivos para evadirlo, para apaciguarlo, en definitiva: para invisibilizarlo.
Para la mayoría de sus adalides, el racismo es una materia, una asignatura, como mucho un juguete intelectual a través del cual medrar en la estructura universitaria y justificar congresos o becas de departamento.
Mientras, gran parte de la izquierda militante reacciona a la defensiva reduciendo neuróticamente sus causas a una relación superestructural de la categoría social de raza con el capitalismo estructural. El capitalismo es entonces la “madre del cordero”, el sistema económico cuyo derrocamiento provocará por arte de magia la destrucción de cualquier otra jerarquía del poder.
No sólo es una forma de invisibilizar el racismo, sino que es también una manera limitada de percibir el propio capitalismo, construyendo estanterías estancas con jerarquías de poder que en realidad se producen complejamente imbricadas entre sí. Pero no es el momento de abordar esto, por ahora.
Al mismo tiempo, la relación fetichista que los partidos políticos ponen en marcha con las comunidades racializadas y/o migrantes está atravesada por el mismo utilitarismo paternalista del que hace gala la Academia. El proceso es fácilmente localizable en los dos ámbitos.
En primer lugar se busca y selecciona a los individuos más atractivos de dichas comunidades, se coquetea intensamente con ellos; posteriormente se les agasaja con extrema amabilidad y por último se les procura aturdir para que inviertan sus prioridades originales.
Se les promete implícita y explícitamente un lugar de dignidad en la agenda política de sus formaciones y se les saca a pasear como si fueran simpáticas mascotas o estandartes hieráticos que mostrar los días de gala. Pareciera que de este modo se blinda la buena conciencia política progresista ante cualquier recelo antirracista, pero en realidad es su propio complejo de culpabilidad secreto el que procura aplacar.
El paroxismo psicológico en el que desemboca lo anteriormente mencionado se manifiesta con una claridad asombrosa en el exotismo revolucionario que esa misma izquierda sufre –y digo “sufre” porque se trata de una patología– en su relación emocional con, por ejemplo, célebres fenómenos como el Black Power representado por el Partido de los Panteras Negras, con algunos matices simbólicos del atractivo pensamiento anticolonial de Frantz Fanon –atractivo literariamente– o con aspectos particulares de movimientos indígenas como el ya pasado de moda movimiento zapatista o el actualmente de moda proceso kurdo. O lo que es lo mismo: cuanto más lejos, mejor. Debe quedar fuera de toda duda que no es al apoyo político veraz y a las alianzas estratégicas con nobles y encomiables movimientos como los mencionados a lo que nos referimos.
Hemos escuchado en numerosas ocasiones a cabezas visibles como Pablo Iglesias, entre tantos otros, departir sobre racismo en EE UU, citar a Malcolm X, rememorar la lucha de Toussaint Louverture o hablar sobre “subalternidad” sin que les tiemble un ápice la voz.
La pregunta no se hace esperar: ¿por qué debería temblarles la voz? Porque se trata de una voz que se apresura a elogiar aquello que no cumple en casa. Y es que la voz ética y política, no la individual, sólo tiembla cuando se alza con la humildad que otorga la consciencia del lugar social que se ocupa para verbalizar lo que ocurre en la propia casa.
Pero la historia y presente del racismo en el Estado español, primer estado moderno de Europa, construido en base al genocidio y epistemicidio de la otredad humana racializada, no representa una preocupación, aunque el hilo rojo que conecta su tradición colonial con la actualidad siga gozando de extraordinaria salud.
¿Qué ocurre en la propia casa?
A pesar del efecto que determinadas influencias generales de la postmodernidad y su correspondiente neurosis antiidentitaria convertida en antiesencialismo radical como proyecto colonial desde la izquierda, esa misma izquierda ha demostrado tener una identidad clara y definida que se resiste a reconocer a pesar de que a menudo rezuma un escandaloso afecto por la misma: es blanca. Es decir, en lo que respecta a las relaciones sociales marcadas por el racismo ocupa el lugar de la dominación.Desde esa misma trinchera en la que se afirma “todos somos iguales”, “no existen las razas” “nacional o extranjera, la misma clase obrera” se niega el racismo repetitivamente y se niega la palabra y la experiencia de aquellos seres humanos que afirman su antigua existencia.
Muchos de sus militantes temen la palabra raza y reaccionan jacobinamente al escucharla con más virulencia que con la que reaccionan ante el propio racismo, especialmente si la pronuncia una persona subalternizada. Es mejor usar etnia, es más suave, más antropológica, más científica.
Sin embargo, la raza, categoría social y no realidad biológica, vertebra las relaciones de poder en el mundo moderno; la usamos, no porque nos agrade, sino porque así se visibilizan sus vitales y mortales consecuencias, y lo hacemos, no desde una intención racialista, sino desde una perspectiva decolonial.
Hace unos días, Santiago Alba Rico, a tenor de un vídeo viral sobre el maltrato que unos empleados blancos de supermercado dispensaron a dos mujeres gitanas en Italia, se preguntaba en un artículo publicado en Cuarto Poder: “¿Por qué es fácil torturar a un inocente?”.
La pregunta, interrogante que deberíamos volver a plantearnos una y otra vez atendiendo a las jerarquías determinantes que hacen de una humanidad –la occidental/blanca– la única posible y por lo tanto respetable, era respondida a lo largo del texto a través de varias respuestas que desembocaban en una llamada a la movilización antirracista y feminista, “es decir, derechos humanos y civilización”, como escribía el mismo autor.
En lo que respecta al antirracismo, si pretende ir más allá de un proyecto moral y desembocar en una cuestión política, no podemos sino advertir que el problema reside precisamente en el mismo discurso civilizatorio; que los derechos humanos demuestran una y otra vez su ineficacia porque están creados por y para aquellos que no están dispuestos a descolonizar su civilización; que el racismo moderno como sistema institucional es una consecuencia de la civilización: de la civilización occidental.
Ninguna respuesta que no esté verdaderamente preocupada en revisar y deconstruir la dimensión colonial de la propia civilización conseguirá efecto alguno sobre las raíces del racismo. Esperamos con total honestidad que ese movimiento tan necesario comience a producirse pronto y lo haga como resultado de un debate fecundo.
La próxima semana, Alba Rico responderá a este artículo en Cuarto Poder. Serán los dos primeros de una serie de ocho textos que completarán el debate.