Relato
Rendirse

A mi pesar me tocaba compartir mesa con aquellos documentos y, como estaba de los primeros (no lo habría imaginado al llegar), ya no conseguía quedar por encima, con lo que me gusta.

Era así cada vez que la mujer se rendía: llegada la noche, ella solo pensaba en tomarse el somnífero, arrastrarse hasta la cama y apagar su mente para no seguir pensando... en nosotros: más de doscientos papeles judiciales, cada uno hincando su filo, cada uno aportando su puñadito de dolor sobre ella. A mi pesar me tocaba compartir mesa con aquellos documentos y, como estaba de los primeros (no lo habría imaginado al llegar), ya no conseguía quedar por encima, con lo que me gusta. El aburrimiento les inducía a montarse la pijamada patética cada noche, venga risas y mamoneo, y esa noche, además, tocaba recibir a uno directo del Juzgado de Familia, qué nervios.

—¿Qué has traído? ¿Qué noticias tienes? ¿Qué va a pasar? —preguntaban en racimo.

—Esta está para el horno, chavales.

Era nuevo y tonto: ahí había arrejuntadas docenas de denuncias, veinte multas, diecisiete sentencias, pero él nos tenía que tratar a todos en masculino. El coro de alcahuetas, la infinidad de capas que formábamos como una milhoja de penurias, bullía. El nuevo se hacía el interesante.

—Lo suyo es presentarse, así de entrada —me salió borde como solo puede serlo una condena en firme, sin ser yo nada de eso.

Otra vez el coro de voces: se morían de impaciencia por conocer el secreto que guardaba el nuevo, y diría que lo que de verdad querían era ver caer el telón y la cartela de FIN. Volverse obsoletos de una vez o tener importancia por fin. Esta vida es una mierda. Pasar los días, los meses, los años, entendiendo que eres solo uno más en una sucesión de agravios, ver relativizarse tu identidad, pelear a codazos por oxígeno bajo el peso de legajos que nunca dejan de llegar, asumir que tu fin es causar dolor sobre dolor, idear todos los posibles callejones sin salida en los que podría entrar su caso, ejercer, en definitiva, con nuestros vergonzantes dictámenes, de argamasa y hormigón para levantar una prisión que someta a quien solo le prometieron una vez “tú denuncia, es lo que tienes que hacer, la justicia se va a encargar de que esa persona responda por su violencia”... es... cansado. Cierto que ella también estaba cansada, no había más que verla. Yo solo confiaba en que no estuviera rota.

Somos puñaladas con sello oficial de distinto grado, pero no somos iguales. Yo no estaba hecha de la misma pasta y mi carácter no me inclina al escarnio —llevo un informe psicológico de parte, halagador si me comparaba con la mayoría—, pero iba a ser yo quien se enfrentase al palurdo con olor a colonia de policía nacional.

—Soy lo que falta aquí —siguió este.

—¿Quieres dejar de hablar con adivinanzas, papelote?

—¡Este faltón va a acabar en el contenedor mañana! ¡Venga, chavales, adivinad quién soy!

—Un memo de bajo gramaje.

Era mi única manera de participar del corrillo feroz, que bien podía ser el último: si no había tenido suficiente con los archivos de todas sus denuncias, si con las multas y contradenuncias la mujer no se había rendido en cinco años, aquel solo podía traer una cosa. Los papeles clamaban.

—Callaos un poco, recapitulemos. Ahí abajo están los sobreseimientos. Luego, en papel rosa, las sanciones económicas. Las de copia amarilla seguro que hicieron pupa, los informes del punto de encuentro familiar dan donde más duele...

—Eso es: que esta mujer es una resentida, vengativa y manipuladora de los hijos —se mofaron.

—Ni con esas se rindió —intentaba bajarles los humos.

—Nunca tenía suficiente —dijo la sentencia de su divorcio, tan anciana como yo.

—Las notificaciones de los viernes ya le parecían cosquillas en los pies.

El nuevo miraba a todos con sorna. Se escuchó un llanto desde el otro lado del piso que los hizo enmudecer. Al minuto, la mujer salió arrastrando los pies y el pesar para atender al niño que lloraba. Cinco años de pesadillas. Los papeles se masajeaban los nervios, la intriga, la malicia. Esa podía ser nuestra última noche, y no me dejarían tenerla en paz.

—Soy la quita de custodia. Mañana vendrán a llevarse al niño. Mañana tendrá que abrir la puerta a la policía y tendrá que rendirse.

Sentencias, notificaciones, castigos, casi mil páginas tenían ganas de alborozarse, sacudirse de alivio, montar una fiesta incluso. Pero tuvieron que contenerse. En ese momento, la mujer regresó al despacho: nos echó un vistazo desde arriba, escupió —exactamente sobre el recién llegado— y volvió a la habitación donde, a todas luces, se puso a hacer una maleta.

—Si se rinde —murmuré. Hacía demasiado tiempo que no quedaba por encima. Ya dije que me gustaba.

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