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Revolución rusa
Cien años de la muerte del siglo XIX
A las 21.45h, el crucero Aurora, atracado en el río Neva de Petrogrado, dispara la primera de una serie de salvas señal convenida para el asalto al Palacio de Invierno, donde se encuentra reunido el gabinete de ministros del Gobierno Provisional.
Es la señal convenida para el asalto al Palacio de Invierno, donde, el 7 de noviembre de 1917 (25 de octubre según el calendario juliano), se encuentra reunido el gabinete de ministros del Gobierno Provisional. Los autores de aquel disparo desconocían la relevancia de la cadena de acontecimientos en la que se encontraban insertos y que, con aquella descarga de artillería, contribuían a acelerar.
No fueron solamente disparos de fogueo: dos obuses impactaron contra la cornisa del edificio, haciendo añicos parte del estuco y transformándolo en improvisada alfombra para los soldados y guardias rojos que participaron en el asalto, así como a tres periodistas estadounidenses —John Reed, Louise Bryant y Albert Rhys Williams— que cubrían los acontecimientos.
“Estábamos sentados en el Smolny, atenazados por los alegatos de los ponentes, cuando salida de la nada otra voz irrumpió en aquel salón iluminado: el cañón del crucero Aurora disparando al Palacio de Invierno”, escribe Albert Rhys Williams. “Continuo, insistente era el ritmo ominoso del cañón, rompiendo el embrujo de los oradores en nosotros. No pudimos resistir la llamada y salimos corriendo”. Los tres periodistas lograron subir a un camión desde el que se arrojaba al vuelo folletos por la Avenida Nevsky informando de la toma de poder —“un cometa […] dejando una cola de carteles blancos a nuestro paso”— hasta llegar al Palacio de Invierno a tiempo para ser testigos de la salida de los ministros del efímero Gobierno Provisional, arrestados a las 2.10h de la madrugada en la sala adjunta al Salón de Malaquita del palacio. A las tres de la madrugada todo había terminado. “En la Avenida Nevsky las farolas volvían a iluminar, el cañoneo había desaparecido y la única presencia de guerra eran los guardias rojos y soldados sentados en torno al fuego”, recuerda Reed en Diez días que estremecieron al mundo. “La ciudad estaba en calma, probablemente nunca había estado tan en calma en su historia. Aquella noche no ocurrió ningún atraco, ni un solo robo.” El siglo XIX había muerto.
De la eficacia de la propaganda soviética es testimonio que, aún hoy, se recuerde este hecho trascendental a partir de la reconstrucción cinematográfica de Serguéi Eisenstein en Octubre (1927), cuando en realidad fue una revolución relativamente incruenta: seis muertos y 50 heridos según fuentes historiográficas rusas (no así en otras ciudades rusas, sobre todo en Moscú).
La toma de los puntos clave de Petrogrado se llevó a cabo sin resistencia. Cuando los bolcheviques capturaron el Ministerio de Guerra, escribe Reed, “desconocían la existencia de una oficina militar de telégrafos emplazada en el ático […]; en aquel ático se sentaba un joven oficial todo el día, telegrafiando a todo el país sin pausa apelaciones y proclamas. Cuando escuchó que el Palacio de Invierno había caído, se puso el sombrero y abandonó tranquilamente el edificio...”.
El siglo XIX había muerto. Comenzaba el corto siglo XX —como lo llamó el historiador Eric Hobsbawm— que había nacido en las trincheras en 1914 y acabaría con la desintegración de la URSS en 1991. Entre ambos, menos de ocho décadas de enormes avances sociales y científicos, pero también de violencia y conflictos en una escala nunca antes vista. “En el horizonte gris de la existencia humana se vislumbra un gigante llamado conciencia de la clase obrera”, anota Louise Bryant en su libro Six Red Months in Russia. “Avanza a un paso ensordecedor por todos los países del mundo. No hay escapatoria: debemos salir y reunirnos con él. Depende de nosotros si se convertirá en un monstruo despreciable y horrible que exigirá sacrificios humanos o se convertirá en el salvador de la humanidad.”
El futuro pertenecía —¿sigue perteneciendo?— a las masas. Cuando Vladímir Mayakovski publicó su poema sobre la revolución, lo mandó hacer sin firma para que cualquiera pudiera modificarlo: “150.000.000 es el nombre del dueño de este poema”.
El siglo del socialismo
El siglo XX es, indudablemente, el siglo del socialismo. También de su tragedia. Del fracaso de la revolución en los países industrializados, justamente donde muchos esperaban que sucediese, y de su aciago destino allí donde triunfó. La tragedia la resume Fatzer, la obra inacabada de Bertolt Brecht. Cuatro soldados alemanes desertan durante la Primera Guerra Mundial y abandonan su tanque. “ME CAGO EN EL ORDEN DE ESTE MUNDO / ESTOY PERDIDO”, dice el protagonista al comienzo de la obra. Mientras esperan el estallido de la revolución que los libere definitivamente, la relación entre ellos se deteriora.
Tres de los puntos de inflexión más importantes del siglo XX —la Revolución de octubre, la victoria sobre el fascismo y la desintegración de la URSS— sucedieron en Rusia, y un cuarto —los procesos de descolonización— la tuvo como impulsora. El centenario de la Revolución de octubre se ha convertido para las autoridades rusas en un desafío dialéctico. “Parece como si no estuviésemos celebrando el aniversario del acontecimiento que inició grandiosas transformaciones sociales, sino recordando unos disturbios excepcionales que ocurrieron en una ciudad concreta debido a unos intrusos”, señalaba un mordaz Borís Kagarlitsky desde las páginas de Rabkor.
En efecto, el fin de la URSS allanó a las elites su camino al poder político y económico en Rusia, pero supuso al mismo tiempo el final de su condición de superpotencia, una que comenzó con una revolución comunista y que, por motivos que no precisan mucha aclaración al lector, les es imposible reivindicar. Las cartelas en las exposiciones sobre la revolución en los museos y galerías de Moscú —dando por válido el contrafáctico de que Rusia se habría desarrollado de manera “normal” si los revolucionarios no se hubieran interpuesto en el camino desde las reformas de Piotr Stolypin— son elocuentes en este sentido. Tanto como la restauración de símbolos imperiales, especialmente los últimos Romanov, llevada a cabo por todas las administraciones de la Federación Rusa desde los años 90.
En España, lejos de debatir cuestiones de interés que plantean los sucesos revolucionarios de 1917 —¿qué estructura ha de tener un partido que aspire a representar los intereses de una mayoría social?, ¿cómo articularlos y qué relación ha de mantener con el resto de organizaciones y movimientos sociales?, ¿cómo se conquista y mantiene el poder?—, la mayoría de textos y actos de conmemoración del centenario se han movido entre la instrumentalización política —incluyendo los ajustes de cuentas sectarios entre facciones de la ‘vieja’ y la ‘nueva’ política— y la idealización romántica. En este contexto, no está de más aquel pasaje de Hamlet: “No era necesario, señor, que un muerto saliera del sepulcro a persuadirnos de esa verdad”.
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Maravilloso, octubre siempre será rojo y el asalto al cielo tendrá miles de capítulos, pero octubre de 1917 le dio un sentido a la historia, pese al fracaso, su aporte sigue vivo y servirá de enseñanza a las futuras generaciones, la revolución de octubre hoy criminalizada por los mismo que intentaron matarla desde el primer día prevalecerá como todas las luchas de los pueblos por su liberación, sera parte de la historias fallidas sin las cuales no habría el mundo de hoy, sus desafíos de justicia social.