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Sáhara Occidental
La vuelta a la guerra fue tan inesperada como la pandemia
La tarjeta de residencia de Mohamed indica que vive en Santa Coloma de Gramanet. Allí fue albañil y repartidor de publicidad. Aunque su documento caduca en 2024, decidió volver con su familia a los campamentos de población refugiada saharaui porque la “echaba mucho de menos”. Ahora es taxista entre las wilayas de la hamada argelina y nos recoge, a Lala y a mí, en Bojador. Conduce unos treinta minutos hasta la jaima de Baguia, en El Aiaún. Allí nos espera haciendo té junto a Mariam y Aicha. Hace muchos meses que no se ven entre ellas y mientras se ponen al día, preparo la grabadora, tomo dos tés y fotografío el encuentro entre sus risas emocionadas.
Conocí a las cuatro mujeres en 2019. Organizamos varios talleres desde la asociación de periodistas Un micro para el Sáhara y Lala los coordinó en la escuela de comunicación para jóvenes Sawt Asahra Lehlu (Dulce Voz del Desierto, en español) ubicada en El Aaiún. Entonces, las cuatro trabajaban. Lala y Mariam en la mencionada escuela y Baguia y Aicha como monitoras de ocio y tiempo libre. Dos años después, sus vidas han dado un giro de 180º.
Mariam presentaba un programa en la radio regional de Dajla antes de que su familia se moviera de campamento en 2014. Hoy tiene 32 años. En la escuela hacía entrevistas, las montaba y colaboraba con un teatro de títeres. “Me gustaría trabajar en la radio pero no puedo presentarme en Rabuni porque estoy cuidando de mi madre y de mis sobrinos”, explica. En Rabuni, el centro administrativo de los campamentos, se encuentra la Radio Nacional de la RASD (República Árabe Saharaui Democrática) donde trabaja su hermana mayor. Le hubiera gustado seguir sus pasos pero a su situación familiar se le unieron dos imprevistos.
La pandemia
En marzo de 2020, Mariam viajó a Tifariti, en los territorios liberados del Sáhara Occidental. Cuando volvió tenía un plan de trabajo preparado para grabar un programa cultural “pero empezó el cierre de las wilayas y las dairas”, recuerda con tristeza. Se trataba de un proyecto audiovisual donde Mariam quería hablar de la cultura saharaui con mujeres mayores y comparar las diferencias con la actualidad. Había ideado hasta un croma con tela verde. Hoy no sabe cuándo podrá retomarlo. “La pandemia llegó en un momento que no esperaba nadie y ha cerrado muchas puertas”, asiente con rotundidad.
En marzo de 2020, Mariam viajó a Tifariti, en los territorios liberados del Sáhara Occidental. Cuando volvió tenía un plan de trabajo preparado para grabar un programa cultural “pero empezó el cierre de las wilayas y las dairas”, recuerda con tristeza
La puerta más importante que se le cerró a Lala fue la de la remuneración. A sus 31 años es la sustentadora principal de su familia. Su salario es el único que entra en su jaima. Hoy sigue trabajando en la escuela Sawt Asahra Lehlu y a pesar de ejercer labores de dirección, secretaría, grabación, edición y traducción, ha visto como su sueldo se ha reducido a 50€ al mes. Con esa cantidad “no puedo mantener a mi familia”, reconoce, pero entiende que las organizaciones suecas que apoyan a la escuela también estén pasando apuros económicos a consecuencia de la pandemia.
Lala se retrotrae a las primeras noticias que escuchó del coronavirus y cómo, en cierto modo aliviada, China e Italia le parecían territorios lejanos. “Cuando llegó a la primera ciudad argelina, Blida, se extendió el miedo de que pudiera llegar a los campamentos”, recuerda. Temió por su madre porque llevaba “doce años con problemas respiratorios y estaba muy débil de salud” pero afortunadamente no llegó a contagiarse.
“Menos mal que la mayoría de gente respetó no mezclarse con otras personas”, asiente Baguia mientras celebra los pocos casos que han tenido en los campamentos. Sin embargo, reconoce que en marzo de 2020 pasaron mucho miedo. Se cerró el paso entre las wilayas y las dairas y solo podían ir dos furgonetas al día a Tinduf a abastecerse de alimentos y productos básicos. “Tenían que distribuirlos entre todas las tiendas de la wilaya y muchas veces faltaban cosas”, recuerda Lala. “Sentíamos la necesidad de que se abriesen los caminos para poder ir a comprar”, añade recordando aquella angustiosa incertidumbre.
Mientras escucha atentamente a sus compañeras, Aicha rememora cómo se paralizaron todas las actividades del campamento, incluidas las suyas. “Nos gustaría mucho volver a hacer nuestro trabajo pero aún no hemos podido”, afirma Baguia. “Los niños están preguntando cuando volverán”, añade Aicha encogiéndose de hombros. No saben qué decirles. Ambas tienen décadas de experiencia como monitoras de ocio infantil. Están deseando volver a la rutina prepandémica pero sin una fecha señalada para el reinicio de las actividades. La espera se les está haciendo eterna.
En marzo de 2020 pasaron mucho miedo. Se cerró el paso entre las wilayas y las dairas y solo podían ir dos furgonetas al día a Tinduf a abastecerse de alimentos y productos básicos
“Una persona que lleva trabajando toda su vida y de repente se queda parada dos años...”, reflexiona Aicha compadeciéndose de sí misma. “Cuando trabajas todo tu tiempo lo tienes organizado”, sostiene con rotundidad. Aicha tiene 42 años y Baguia 45. La incertidumbre de cuándo volverán a tener empleo les pesa emocional y económicamente. El salario que solían percibir no era muy elevado pero les aportaba una pequeña cantidad a final de mes que les ayudaba a sentirse útiles, a organizarse y disfrutar de su tiempo.
La ruptura del alto al fuego
“La guerra ha llegado como el virus del corona”, afirma con contundencia Mariam. Lala recuerda perfectamente dónde estaba el 13 de noviembre de 2020 y cómo supo que Marruecos había roto el algo el fuego al sur del Sáhara Occidental. “En mi casa estábamos construyendo una cocina y mientras estaban instalando los cables llegó la noticia a través de un audio de WhatsApp. Un chico, desde Guerguerat, gritaba diciendo que la gente estaba huyendo porque Marruecos les había atacado.” Lala relata cómo todas las personas presentes en aquella cocina se quedaron inmóviles intentando asimilar lo que acababan de escuchar. “Mi hermana estaba haciendo el té y no pudo continuar”, explica, y es que en cuestión de horas llamaron a su marido, cuñado de Lala, soldado del ejército saharaui, para ir al frente.
Aicha asiente con la cabeza recordando el miedo que pasó aquel día. “Nos asustamos muchísimo. Mi marido estaba en Guerguerat cuando empezó la guerra y no tenía manera de comunicarme con él. No sabíamos si los soldados iban a llegar vivos”, reconoce. Él vigilaba la seguridad del campamento civil que decenas de saharauis montaron un mes antes de la ruptura del alto el fuego. Hasta que no volvió a los campamentos, cinco meses después, Aicha no supo nada de él, ni siquiera que había enfermado. Hoy hace ocho meses que no se ven pero lo cuenta aliviada: su marido está a salvo, se encuentra en el País Vasco curándose de una enfermedad digestiva.
Aicha también recuerda que su hijo mayor, estudiante de matemáticas e informática en la universidad de Argel, estuvo a punto de volver a los campamentos. “Cuando escuchó que comenzaba la guerra quiso dejar sus estudios y alistarse a la escuela militar”, cuenta. “Afortunadamente” consiguió que un familiar le convenciera de que sería más útil para la causa desde la universidad: “Necesitamos gente formada que estudie porque la guerra no es de cantidad si no de calidad”, sentenció su tío. Gracias a esas palabras, Aicha celebra que aunque fuera a regañadientes, su “niño” de 20 años reflexionara y se quedara en Argel.
Mariam recuerda lo nerviosa que le puso la reanudación del conflicto armado. Su padre y su hermano mayor también son soldados. “No supe nada de mi hermano en tres meses pero está bien”, asiente con alivio. Ambos se encuentran descansando en los campamentos pero volverán al frente en cuestión de días. “En cuanto les llamen”, añade. “No quiero apuntarme a la escuela militar de mujeres, no voy a mentir. Para mi basta con que mi hermano y mi padre estén en el frente”, reconoce con honestidad. A Mariam no le gusta la guerra pero se anima imaginando que, si ganan, serán libres y tendrán un futuro cerca del mar.
“No quiero apuntarme a la escuela militar de mujeres, no voy a mentir. Para mi basta con que mi hermano y mi padre estén en el frente”, reconoce con honestidad. A Mariam no le gusta la guerra pero se anima imaginando que, si ganan, serán libres y tendrán un futuro cerca del mar
Baguia también reconoce el miedo que pasó aquel 13 de noviembre. Le recordó a la desaparición de su padre, en 1976, cuyo cuerpo encontraron en 2014, junto a otros compañeros militares, en una fosa común en Mehaires, territorios liberados. Hoy, su marido y todos sus hermanos son soldados en la segunda región militar. Allí, en el último mes, han fallecido al menos seis militares saharauis a consecuencia de fuego marroquí. Sin embargo, Baguia da por hecho que su marido volverá sano y salvo. “Vendrá en unas semanas, en el primer camión que llegue de la segunda región”, asiente. Como el resto de combatientes, su cónyuge pasa dos meses en el frente de batalla y uno descansando en los campamentos. Ya está acostumbrada a no saber nada de él durante el tiempo que pasa en los territorios liberados bombardeando el muro de la vergüenza y le alivia pensar que cuando menos se lo espere, escuchará el motor de un camión militar y le verá entrar en la jaima.
Sueños de mujeres refugiadas
Cuando Baguia y Aicha tenían la edad de Mariam y Lala, pudieron viajar al Sáhara Occidental gracias a un programa de ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados). Era un proyecto que facilitaba el reencuentro de familias saharauis, separadas por el conflicto armado, entre los territorios ocupados y los campamentos. Baguia reconoce con nostalgia que se pasaron todo el viaje llorando. “Cuando volví me dolía el corazón, no sé ni cómo describir la sensación”, afirma Aicha. Tenían cinco días para conocer a la parte de su familia que se encontraba al otro lado del muro y no sabían si la volverían a ver.
“La primera vez que vi la playa fue entonces, en el Aaiún ocupado”, recuerda Aicha esbozando una sonrisa. En cambio, Mariam y Lala no conocen su tierra originaria y se conforman con las historias que les cuentan sus familias. “Dice que no puedo imaginármelo de lo bonito que es y que el mar de El Aaiún, nuestro mar, es muy diferente a otros”, apostilla Lala pronunciando las palabras de su madre.
Baguia, Aicha, Mariam y Lala son muy distintas y a la vez muy parecidas. Dos son los factores que las unen especialmente. El primero es que son mujeres saharauis que sueñan con dejar de ser refugiadas y disfrutar de su tierra lejos de la árida hamada argelina. Y el segundo es que quieren estudiar en la universidad. Lala: Comunicación audiovisual y filología inglesa. Mariam: periodismo. Aicha: medicina. Y Baguia: magisterio. Sin hablarlo previamente entre ellas, las cuatro coinciden en que la educación universitaria las hará libres.
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Es precioso y a la vez doloroso escuchar estos testimonios de mujeres saharauis dignas, que han aprendido mucho pero padecido las miserias de tener que exiliarse, separarse de sus familiares o vivir bajo la pobreza. Y todo eso es culpa de la ocupación marroquí, de la traicion española y la inactividad y complicidad de la comunidad internacional