Incendios Forestales
Días de llamas, cenizas y tribus

La autora habla de su experiencia como voluntaria en la extinción del fuego de Santa Cruz del Valle el pasado verano.
Incendio Santa Cruz del Valle
Incendio Santa Cruz del Valle Nuria Blázquez

@Nuriablazs Responsable de Internacional de Ecologistas en Acción


Responsable de internacional de Ecologistas en Acción y vecina de Santa Cruz del Valle.
14 oct 2022 08:30

Después de dos años de abrazos y bailes robados, por llegaba el gran momento de la anhelada celebración. Nunca había habido un entusiasmo colectivo tan grande por la llegada de las fiestas: un grupo de mujeres había pasado meses pintando pañoletas y manufacturando guirnaldas con plásticos usados, que ahora decoraban los balcones y atravesaban la plaza de lado a lado. A ellas nos unimos muchas vecinas, que acabamos decorando la mayoría de las calles del pueblo. El pueblo, tan vacío en invierno, se había llenado con familias que tenían un vínculo familiar o emocional con este pedazo de tierra. Las campanas tañeron durante toda la mañana con la alegría que anuncia la fiesta mayor, la gaitilla recorrió las pintorescas calles, invitando a dejar las tareas y salir a disfrutar y divertirse

Era cinco de agosto y lo que menos quería recordar nadie eran esas dos palabras que, cuando vives en una comarca forestal mediterránea, sabes que un verano u otro oirás. Las dos palabras que se unen al dónde y ya son suficientes para ponerte alerta. Pero justo cuando estaba lista toda la parafernalia que tradicionalmente acompañan las fiestas, se oyeron. Tras una breve llamada telefónica, una voz, certera y precisa lo anunció “hay fuego en la fuente de El Escorial”.

Cinco minutos después ya salía la pick-up del ayuntamiento cargada de voluntarios para ayudar en la extinción. En la plaza se empezó a organizar el avituallamiento: se pidió al vecindario que trajera botellas de agua y se empezaron a llenar en las fuentes, y empezaron a salir coches todoterrenos con gente dispuesta a portear agua ladera arriba. A continuación, el reto era conseguir comida para alimentar a la tropa. No solo a nuestra gente, el operativo de Castilla y León no tienen un servicio de avituallamiento y nos tendríamos que ocupar de las cuadrillas que ya estaban en el incendio, que ya prometía ser uno de los grandes.  Había que buscar pan suficiente para tener listos bocadillos para mucha gente, pero ni siquiera sabíamos cuánta.

Lo que la administración no daba, lo dio la plaza, que era un hervidero de gente llenando botellas, haciendo bocadillos y preparando bolsas de vituallas. Hacía décadas que no nos enfrentábamos al drama de un incendio, pero los detalles de cómo actuar han quedado en la memoria de todo el mundo, a base de recuerdos y relatos. Reprodujimos cada paso, imitando a hombres y mujeres de la anterior generación, poniendo nuestros cuerpos para evitar que el drama acabase en tragedia.

En principio me pronuncié por la “pandilla bocata”, como nos bautizamos en un intento de dar una nota cómica al desastre de logístico al que nos enfrentábamos. Recorríamos el perímetro del incendio buscando cuadrillas que necesitaran comida, porque ni siquiera sabíamos dónde estaban. De vez en cuando, nos llegaba una llamada que nos advertía de alguna brigada que estaba desatendida, y allí que nos íbamos, como esa famosa pandilla perruna que acude allí donde se la requiere. En un mundo en el que es rara la persona que no lleva un aparato con GPS, recurrimos a anunciarnos a gritos o preguntar a quién veíamos, y espero que nadie se quedara sin cenar.

Volvimos tarde a la plaza más allá de la medianoche, cuando ya quedaban pocas personas que terminaban de organizar la logística para el día siguiente: desayunos, coches y grupos de personas que irían al fuego.  Habíamos cambiado el baile y la orquesta de las fiestas, ya suspendidas, por una suerte de centro de logística que funcionaba con orden de hormiguero.  

A las siete de la mañana, volví de nuevo a aquella plaza. Viendo que había mucha gente en los grupos de avituallamiento, me pasé a los de extinción. A esas horas, mucha gente había conseguido un mono ignífugo y hasta algunos batefuegos. Cualquiera que viese la escena podría pensar que hacíamos aquello a menudo. Pero no, de hecho, al llegar al incendio, agradecí las noches que habíamos pasado en casa imitando el uso del batefuegos, como distracción familiar que a mi hijo le parecía curiosa. Allí estaba yo repitiendo la clase teórica en alto para el resto de mi equipo “hay que contar hasta tres mientras tienes el batefuego en el suelo y después levantarlo arrastrando, para evitar dar fuelle al fuego”.

Tuvimos oportunidad de practicar durante toda la mañana, tanto el uso del batefuegos como otras técnicas que nos eran más familiares como las rozas “hasta llegar a suelo mineral”, o sea retirábamos con rastrillos y azadas los más de treinta centímetros de materia orgánica que acumulaba y enriquecía al pinar, para hacer una barrera que impidiese al fuego propagarse rápido y tratar de frenarlo.

“Mangueras, mangueras, necesito mangueras”, advertía un manguerista de un camión de incendios. En Castilla y León, los camiones solo llevan a dos personas, el conductor, que tiene que controlar el bombeo de agua desde el camión, y el manguerista, que no tiene capacidad para montar todo el tendido, que puede ser de varias decenas de metros. Acudimos en su ayuda, volviendo a suplir la escasez de medios, y subimos monte arriba con las mangueras.

Y así se pasó la mañana, cambiando a ratos de azada a manguera y de manguera a batefuegos, hasta que alguien advirtió que cambiábamos de turno. En la plaza nos recibieron con aplausos, comida y refrescos, y, aunque sentía que el homenaje se quedaba grande, agradecí por este orden el cariño, la cohesión del pueblo y las vituallas.

Por la tarde volví al fuego, apoyando a un camión y una cuadrilla, a los que seguía la Unidad Militar de Emergencia. Poco después de llegar a nuestro punto oímos “retiraos que viene de reculo”, desde el altavoz el camión de la UME, que ya retrocedía. No se confía mucho en el criterio de la UME por estos lares, pero comprobamos que esta vez tenían razón.  Subimos al camión, y, al volver la vista, el fuego se quedaba a escasos centímetros. Contuve la respiración y confié en los experimentados bomberos forestales que me acompañaban, mientras me preguntaba si aquello sería lo normal de aquel oficio.

Hubiera vuelto a casa con gusto, ya había anochecido y la actividad del día empezaba pesaba en el cuerpo. Pero cuando nos pidieron ayuda un grupo que hacía contrafuego, y ahí estuvimos, con tareas de vigilancia en las que cada minuto parecía multiplicarse en alguna ecuación que no atendía las reglas de la física.  

Eran las cuatro de la mañana cuando llegué a casa. Hubiera querido dormir por eras, pero, solo dos horas después me despertó la megafonía del pueblo con un inquietante mensaje: “el fuego se está aproximando a la localidad, se necesitan voluntarios y coches, todas las personas que puedan, que acudan a la plaza con herramienta”.

A juzgar por el olor, el fuego estaba cerca: una masa de humo cubría el pueblo y se respiraba incendio. Volví a embucharme en el mono ignífugo dos tallas de más que ya empezaba a ser mi segunda piel, algo de comer en una mano, la azada en otra y a la espalda mi mochila de agua con lo esencial. Al salir, oí a mi vecina desde el balcón “Nuria, los chicos se han ido a la plaza. Ellos no saben, pero algo podrán hacer. Échalos un ojo”.

Un minuto después llegué a una plaza abarrotada, que parecía la escena de una guerra: la gente lloraba, se abrazaba buscando consuelo; incluso señores mayores habían acudido azada en mano se agrupaban en coches que salían constantemente hacia el monte.

Subí en el mismo coche que mis vecinos y seguimos al resto. El fuego, que había llegado a la cima de la Abantera, se descolgaba ladera abajo, y había atravesado una pista que hacía vulnerable al pueblo. Por suerte, los primeros grupos de gente de los pueblos había conseguido atajarlo. Al resto, nos dispusieron a lo largo de la pista forestal durante varios kilómetros, con la única función de vigilar.  

Con un operativo de incendios tan raquítico, no hay suficiente gente para cubrir el incendio, y era importante que pudiéramos estar allí, solo para asegurar que no había ninguna reproducción que pasara la frontera de la pista.

Pasé las horas pensando en la dureza y la importancia del trabajo de extinción de incendios y de su poco reconocimiento. Ahí estaban cuatro pueblos a expensas de un puñado de cuadrillas tan agotadas como yo misma, de relevos que no llegan, de camiones escasos que además fallan, de pilones que no se llenan porque se han quemado las mangueras que conducían el agua hasta allí, de gente que se enfrenta al incendio con un par de días de formación, de cortafuegos inaccesibles y de aquel monte que tantas veces era impenetrable. Moralmente, solo nos salvaba la unión en comunidad, la plaza llena, la comida preparada con el amor de madre de las incansables mujeres, los aplausos al llegar del fuego, el sentimiento de pertenencia a una comunidad unida. Nunca me había parecido tan real el famoso lema “el pueblo unido jamás será vencido”.

Al bajar al pueblo, paramos en una pequeña reproducción del incendio. Los piornos ya invadían la pista y casi se tocaban de un lado a otro, y esta pista dibujaba una de las fronteras entre lo incendiado y lo salvado. Apagamos las llamas y esperamos hasta que vino una cuadrilla con un camión, alegres de haber estado allí justo en aquel momento.

Todavía habría de pasar otro día más con continuos sobresaltos por reproducciones a las que acudíamos veloces, tratando que lo aprendido en los días anteriores supliera las energías que ya no teníamos. El fuego no nos venció, porque nunca llegó a Santa Cruz y porque nunca sentimos la derrota. Pero dejó arruinados a dos resineros del pueblo vecino, sin agua potable a Lanzahita, devoró casi de 1.500 hectáreas de los cuatro municipios afectados, incluido el de Pedro Bernardo, que ya ha sufrido cuatro grandes incendios en los últimos treinta y seis años; el último hace tan solo tres años.

El fuego ha sido siempre parte del verano mediterráneo, pero las condiciones de sequía y altas temperaturas derivadas del cambio climático los hacen más frecuentes y virulentos. En estos tiempos, se necesita reforzar el operativo de incendios, dar continuidad y mejoras laborales que permitan tener un operativo bien formado, mandos con experiencia y capacidad para actuar en situaciones límite. Eso es imprescindible. Por mi parte, espero que cuando vuelvan las llamas, las inundaciones o las tormentas, siga estando mi tribu para defendernos juntas.

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Saltamontes es un espacio ecofeminista para la difusión y el diálogo en torno al buen vivir. Que vivamos bien todas y todos y en cualquier lugar del mundo, se entiende. También es un espacio para reflexionar acerca de la naturaleza, sus límites y el modo en que nos relacionamos con nuestro entorno. Aquí encontrarás textos sobre economía, extractivismo, consumo, ciencia y hasta cine. Artículos sobre lugares desde donde se fortalece cada día el capitalismo, que son muchos, y sobre lugares desde donde se construyen alternativas, que cada vez son más. Queremos dialogar desde el ecofeminismo, porque pensamos que es necesario anteponer el cuidado de lo vivo a la lógica ecocida que nos coloniza cada día.
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