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Salud mental
Ciclotimias y esperanzas: la Ley de Salud Mental argentina a diez años de su sanción
Muchas de las personas que resistieron la ofensiva neoliberal de estos cuatro últimos años, celebraban hace unas semanas el triunfo electoral del Frente de Todos. Aunque lejos de la amplia diferencia que dejaron las PASO —lo que no termina de conjurar el fantasma del macrismo—, esa alianza policlasista tan difícil de reconocer para los no criados en Argentina se reunió en la Plaza de Mayo para cantar, una vez más, los himnos de su educación política y sentimental. Dosis de rock nacional, un poco de canción militante de los setenta y un poco de folklore: la banda sonora de esta ¿segunda? ola progresista, combativa y a la vez familiar.
Porque todo, al parecer, resultaba extrañamente familiar. Dentro del guión y de la puesta en escena esperada. El entusiasmo avivado por el discurso igualitarista de Alberto Fernández en el Congreso. Pero sobre todo por la presencia, oscilante entre la primera y la segunda fila, de la Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Ella, de blanco nupcial, novia del pueblo, dio con la mezcla adecuada de gestos, silencios y giros afectivos: más virtuosismo para aumentar su mito creciente, donde coinciden el maternalismo de Evita con el realismo y la capacidad de acción de Juan Domingo Perón. Una fiesta popular por y para los de siempre. Y a la que sin embargo, según las malas lenguas, faltó una más nutrida representación de la facción plebeya, de las columnas del Conurbano bonaerense que, animados por las promesas de distribución y justicia social, el peronismo convoca en cada uno de sus periódicos regresos al poder Así como, según cuentan, se echó en falta un guiño más claro al papel de las organizaciones sociales que, durante los anteriores años de crisis y acoso institucional, contrarrestaron en los territorios las políticas antipopulares.
Las aparentemente frustradas reformas de Macri, el llamado a convertir a cada ciudadano en el empresario de uno mismo, no deberían interpretarse como fracasos sin más
En resumen: un ligero deja vu, la vuelta a la normalidad de la singularidad argentina. Lo que los analistas han descrito como “un impecable recambio democrático”. Es decir, una transición respetuosa que expresa el deseo que se viene repitiendo desde 2001, da igual el signo del Gobierno que asume: que de una vez por todas la Argentina sea “un país normal”.
Deseo de normalidad
En La ofensiva sensible (Caja negra, 2019), Diego Sztulwark subraya cómo ese deseo de normalidad, tanto en el kirchnerismo como en el macrismo, aunque de maneras distintas, ha sido más que un deseo al aire. Ora a través de una voluntad de inclusión social, ora a través de la integración a la ética y la estética de la empresa, “normal” no significa, según Sztulwark, otra cosa que “docilidad a las líneas de desarrollo y equilibrio que se deducen de la dinámica del mercado mundial”. De modo que cancelar lo anormal entraña una estrategia de gobierno que opera sobre el fondo de la ley general de la repetición capitalista: la crisis como momento que inventa nuevas coordenadas de acumulación. Con todo, sabemos que entre lo normal y lo patológico no hay una relación natural y desinteresada, sino un efecto de escisión y corrección permanente, la transformación vidas singulares —antes monstruosas— en manuales de diagnóstico y nuevos nichos de consumo. Y del mismo modo que no hay patología sin norma, no existiría inclusión sin potencial exclusión o castigo. No en vano, las aparentemente frustradas reformas de Macri, el llamado a convertir a cada ciudadano en el empresario de uno mismo, no deberían interpretarse como fracasos sin más, sino como la proyección de modos de vida que, amarrados en las imágenes y el sentido común de la época, van de a poco dando forma a la sensibilidad, haciéndola más parecida a las exigencias mercantiles, mientras se anuncia la irrevocabilidad de un mundo donde trabajo y vida son la misma cosa.
Nadie persigue el control de las almas, sino más bien ampliar la sensación de carencia y alentar la rehabilitación del ciclo productivo capitalista
El poder, en el siglo XXI, tiene forma de agencia de marketing. La vieja terapéutica griega, la que aspiraba a la trasformación espiritual, así como la clínica de perspectiva social y la psiquiatría comunitaria, languidecen en favor de técnicas de individuación como el coaching, más o menos accesibles según el nivel adquisitivo del consumidor. Por lo tanto, nadie persigue el control de las almas, sino más bien ampliar la sensación de carencia y alentar la rehabilitación del ciclo productivo capitalista. Esto es: la necesidad de capacitación constante y la adecuación absoluta al imperativo del cálculo y del beneficio personal. De la infancia a la vejez, una amalgama de técnicas “psi” y libros de auto-ayuda coinciden en vincular el malestar a la (falta de) voluntad de un “yo” que, ligado a la pequeña propiedad, todo lo puede, como si fuese posible decidir si uno está sano o si no puede más.
Ante la ausencia de un horizonte mejor, son muchas las personas que parecen contentas con ser un individuo normal que, sin alternativas, se conforma y lleva a una relación de dominio los imperativos de la pastoral capitalista. La conquista de la mente y de la vida como commodities: deseos, emociones, experiencias, sueños, afectos, miedos y fantasías haciendo de materias primas que el capital, en su desarrollo tecnológico, configura, compatibiliza y pone en circulación. La más pequeña somatización se convierte así en un cuadro de diagnóstico. La frustración, la ansiedad, el agotamiento extremo, la impotencia o la angustia aspiracional son perseguidas y alentadas por igual, en un bucle de rentabilidad generalizada, que invisibiliza el poder revolucionario del placer y del dolor, soslayando cualquier implicación de lo sistémico en el padecimiento mental individual.
La política del síntoma
De vuelta a la Plaza de Mayo, carteles como “No era depresión, sino neoliberalismo” recuerdan el carácter patologizante de la política contemporánea, su aspiración a hacer negocios con la vulnerabilidad. Religión sin promesa de expiación, el poder terapéutico se orienta a generalizar la impotencia.
Al final de las sociedades del bienestar y de las utopías igualitarias, y ante un horizonte de control fármaco-pornográfico, politizar el malestar quizás sea infectar la esfera pública de síntomas privatizados. Contornear los límites de un sujeto que vive su finitud y rechaza los modos de existencia que el neoliberalismo propone en su programa de dominación planetaria. Nuevos revolucionarios, por lo tanto, ya no omnipotentes, sino torpes e incapaces. Es decir, que el malestar deje de ser la experiencia individual de seres dañados y pase a ser entendido como otra forma posible de subjetivación. Sensibilidad ampliada para imaginar una realidad que no se pliegue a los intereses del poder.
Para muchos, solo hay lugar para políticas que pongan freno a los efectos de lo neoliberal. Lo que inconscientemente nos puede llevar a monumentalizar el pasado
De nuevo Sztulwark: politizar el malestar “implica afirmar todo aquello que en nosotros aparece como incapacidad de acatar la voz de mando que nos ordena gozar, consumir, ser productivos... ¿Qué sucede con las anomalías (las enfermedades, las angustias, los ataques de pánico)? ¿Qué hacer con las disidencias y los impulsos igualitarios?”. Son preguntas que obligan a prestar atención al síntoma. A escuchar y trabajar colectivamente sobre los puntos ciegos del campo social. En la noche, ver la potencia de lo que nadie quiere ver. Como ya sucedió en la Argentina con las luchas iniciadas por Madres y Abuelas o, ahora, con el movimiento feminista, se trata de evidenciar cómo la disputa de nuestra época es personal, en tanto que entraña una disputa por las formas de vida que afecta a toda la comunidad.
Ley Nacional de Salud Mental: ¿un emblema progresista?
Hay en Argentina un bosque de emblemas que pueden confundir al recién llegado. Como un síntoma, el emblema es opaco por definición. Moviliza un cierto barroquismo. Muestra, pero también esconde bajo la literalidad de la superficie. Sobre todos ellos destacan las tensiones entre lo simbólico y la pragmática contractual del peronismo. Aunque más interesante para esta discusión es el caso, por ejemplo, del Hospital de Clínicas José de San Martín: un hospital-escuela dependiente de la Universidad de Buenos Aires. Gigantesco edificio de titularidad pública, levantado a finales del siglo XIX y renovado en 1949, cuando la Reforma constitucional argentina promovida por Perón. Igual de inmenso que desbordado por la demanda, su escala da cuenta de un ideal de progreso e inclusión al que parece materialmente imposible regresar. Los vestigios de un pasado estatalista salpican la Buenos Aires gentrificada del Siglo XXI. Souvenires de una época en que gobernar era proveer de trabajo, salud y oportunidades a todas. Hoy su precaria supervivencia parece dar la razón a las opiniones de muchos críticos culturales y pesimistas de la izquierdas, quienes coinciden en resaltar de qué manera se ha vuelto inviable imaginar un futuro mejor. Para muchos, solo hay lugar para políticas que pongan freno a los efectos de lo neoliberal. Lo que inconscientemente nos puede llevar a monumentalizar el pasado y a vivir ahogados en un presente que se muestra a todas luces desesperante.
En la ambigua línea que confunde paternalismo y progresismo, se pueden ubicar algunas de las experiencias legislativas de la “década ganada”, como se le dice a los doce años kirchneristas. Muy rápido: el cierre de la crisis destituyente del 2001 significó, para algunos autores, el abandono de lo que parecía vivo en muchas formas de gobierno colectivo, en favor de la recuperación del papel tutelar del Estado. La idea, sobre el papel, era llevar a cabo una más justa distribución de los réditos económicos que comenzaban a dejar la exportación de materias primas, el consumo y la reindustrialización interna. Medidas celebradas por su espíritu inclusivo y su alcance: subsidios, planes y programas como la Asignación Universal por Hijo, la Ley de Matrimonio Homosexual o la estatización de los fondos de pensión, que caldearon el espíritu militante de inspiración neosetentista, cuya movilización resultó fundamental para sostener a los gobiernos de Cristina Fernández en sus conflictos con la oligarquía, el campo y cierta facción del empresariado. Un ciclo similar al vivido en España durante el zapaterismo, pero con activismo social, el último Gobierno socialdemócrata hoy añorado, que también se apoyó en una buena coyuntura macro-económica y en la emisión masiva de deuda. Es la época, para la crítica conservadora, del dinero gratis, del vivir “por encima de nuestras posibilidades”. Bromas aparte, estos paralelismos a su vez pueden extrapolarse al plano de lo simbólico, con políticas de memoria y derechos humanos muy parecidas, como la Ley de Memoria Histórica, los trabajos de exhumación de fosas y los juicios contra los responsables de los crímenes durante la dictadura cívico-militar en la Argentina.
De modo que no hace falta echarle demasiada imaginación para pensar la Ley Nacional de Salud Mental como una iniciativa que bebe de ese espíritu progresista: un plan nacional enfocado a enmendar la violencia y la injusticia estructural que, tras repetidas denuncias de los organismos de salud internacional, perseguía la ampliación de derechos y la defensa de un sector de personas vulnerables, en riesgo de exclusión. Una minoría que, hasta ahora, solo ha conocido el encierro y que, según algunos indicadores, refiere a casi 20.000 personas que en Argentina entran y salen regularmente de manicomios y otros establecimientos similares. Espacios de reclusión transitoria o, como los llama el psiquiatra y teórico Ramón García, “instituciones de muerte”, útiles para el establecimiento del orden y la defensa de la moral, donde ya ni siquiera se trata de reparar a las personas locas en una supuesta normalidad.
A estas alturas, sobra decir que no es inocente la convergencia del campo semántico formado por palabras como “crisis”, “equilibrio”, “reparación”, integración” o “rehabilitación”, de la economía política al campo de la salud mental. Más allá de la metáfora, existe una intimidad clara entre ciertas formas de administración del padecimiento mental y los discursos de la política contemporánea, cuando las técnicas de control de población se inspiran en estrategias de segregación que no se agotan en el color de piel, sino en consideraciones científicas (biológicas y neurológicas), de género y de clase. Ni más ni menos que el papel de la medicina, en tanto que ciencia ideológicamente determinada, en el mantenimiento del orden establecido. O, como explica Achile Mbembe en una entrevista reciente: lo recurrente de “paradigmas de reglas y protocolos para cuerpos humanos considerados excesivos, no deseados, ilegales, prescindibles o superfluos”.
Una larga espera. Diez años después de la aprobación de la Ley
Este año 2020 se cumplen diez años de la sanción de la Ley 26657, fecha límite para la sustitución de los hospitales psiquiátricos por hospitales generales. Y la Ley sigue siendo poco más que una aspiración. Se encuentra en un prolongado limbo, tras largos debates y múltiples resistencias a diestra y siniestra del espectro político, así como de la oposición abierta de algunos profesionales, con la psiquiatría a la cabeza. Desde el principio atentos a las “imperfecciones de la Ley” algunos profesionales no dudaban en señalar en una Resolución de la Facultad de Medicina de la UBA fechada en 2011, “como la internación u hospitalización por motivos de trastornos mentales no puede ser entendida como último recurso, sino como un recurso más dentro de los existentes para la atención de dichos trastornos, y por lo tanto, la indicación de su oportunidad debe estar sujeta a las reglas del arte médico”.
Ahora bien, ¿cómo fue posible que las críticas y defensas del saber-poder médico se convirtieran en freno efectivo a la Ley? Lo cierto, según Hugo Cohen, uno de sus impulsores, es que no hay demasiados motivos para festejar. Jefe del Programa de Salud Mental en Río Negro, donde llevó a cabo una experiencia de desmanicomialización pionera en la Argentina, Cohen es aún considerado persona non grata por la Asociación de Psiquiatras Argentinos, al parecer muy molesta con sus injerencias durante las discusiones y posterior aprobación de la ley, cuando él era Delegado Regional de la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Entre algunas de las palabras que le dedicaron se puede leer lo siguiente: “...el Sr. Asesor regional de Salud Mental de la OPS, Dr. Hugo Cohen, ha tenido una conducta impropia de un funcionario internacional que debería respetar ideas, instituciones, proyectos, e historias del país que lo aloja como representante del organismo continental. Ha logrado que OPS aparezca en nuestro país inmiscuida muy activamente en un debate nacional, tomando partido de un modo irrespetuoso, parcializado y sectario por uno de los proyectos nacionales en discusión. Lo ha hecho ante el Poder Legislativo argentino en ambas Cámaras, lo ha hecho en el Gobierno Nacional y gobiernos provinciales; lo ha hecho en reuniones públicas de las que previamente se excluyó a quienes disienten con sus ideas... Ha estimulado falsos enfrentamientos entre distintas disciplinas de la Salud Mental, particularmente psicólogos versus psiquiatras”.
Varios ministros y directores de salud mental, salvo incorporar algunas normas, resoluciones y desmantelar equipos, no hicieron otra cosa que frenar la puesta en marcha de la Ley
Cohen recuerda una escena en la Casa Rosada, en 2010. Se celebra un acto por la promulgación de la Ley. Está Cristina Fernández con algunos diputados, senadores, profesionales médicos, entre ellos el mismo Cohen como representante de la OPS. Preso del optimismo, el por entonces Ministro de Salud Juan Luis Manzur se anima a decirle a la Presidenta que pronto van a acometer el cierre de todos los manicomios, como ya había sucedido con los hogares de menores. Cohen interviene y expresa sus dudas, cómo el trabajo va a ser por lo menos complejo, que no tiene tanto que ver con el cierre, sino con la apertura de otros dispositivos intermedios. Se hace en la sala un silencio que todavía perdura, después del paso de varios ministros y directores de salud mental quienes, salvo incorporar algunas normas, resoluciones y desmantelar equipos, no hicieron otra cosa que frenar la puesta en marcha de la Ley, puesta en un cajón, sin presupuesto y con cada vez menos personas capaces de llevarla a cabo.
De la experiencia desmanicomializadora en Rio Negro, en la Patagonia, desde 1985 a 2000, puede decirse que implementó algunas formas de hacer todavía vanguardistas. Por ejemplo: pensar la salud mental en la trama de las condiciones materiales, socio-económicas y culturales; sustituir el enfoque tutelar por una perspectiva basada en los derechos humanos; el rol protagónico del usuario, la sensibilización social y el punto de vista comunitario; la aparición del operador de salud mental —un miembro de la comunidad, con frecuencia vecino del barrio, que recibe capacitación y un salario y actúa intermediando entre los servicios y las personas; la noción de “servicio” como estructura y actitud de servir; el diagnóstico situacional en contexto; la crisis entendida como síntoma de una experiencia no sólo médica; la participación de equipos multidisciplinares en todo el proceso de tratamiento, los centros de día, los hogares de tránsito y la oferta de promoción habitacional en casos de externación. Y así toda una serie de métodos que ambicionan acercar el discurso humanista de la psicología y el psicoanálisis, tan extendido —que no popular— en la Argentina, a la realidad institucional, con muchos manicomios de más de quinientas camas, semi-abandonados, que reactualizan la imagen de los campos de concentración. Porque el objetivo de la desmanicomialización sigue siendo el mismo: “la transformación integral de un sistema de salud mental, para que las personas con sufrimiento psíquico vivan en sus comunidades y no en hospitales psiquiátricos ni bajo ninguna otra forma de abandono. Para que no sean alejadas de su vida social, del trabajo, del hogar, de las oportunidades, de los intercambios y los riesgos”, al decir de Cohen y Natella (La desmanicomialización. Lugar Editorial, 2013).
Aspiraciones que chocan de frente contra las cifras. Los nulos aumentos en los presupuestos que, de la gestión de Cristina Fernández en adelante, deberían de haber apoyado la aplicación de una Ley sin reglamentos precisos para su implementación real. Ni inversión, por lo tanto, ni desarrollo de nuevas infraestructuras y nuevos dispositivos que vengan a sustituir al manicomio. Y ni hablar del desarrollo de planes laborales de inserción y programas de apoyo público a las personas externadas. El abandono se extiende como otro emblema de un progresismo voluntarista, muchas veces superado por las promesas neoliberales de proponer otras formas de vida. Lo que algunos años más tarde, con el macrismo, tomó un semblante directamente necropolítco, especialmente violento en tiempos de agudización de la crisis. En momentos así, recuerda Jean Oury, es sencillo confundir alienación psicótica y alienación social. Una pareja sobre la que habría mucho que decir, a la vista de cómo el abandono institucional de asilos y hospitales, ciertamente difíciles de remplazar en un sistema de salud público que no llega a la población sin recursos, suele ir acompañado de un abandono sistemático del Estado, a todos los niveles. “El hecho de confundir alienación social y alienación psicótica alimenta las clínicas privadas”, según Oury. Y huelga decir que el psicoanálisis no parece mostrar demasiado interés en trabajar con psicóticos. Su práctica, lejos de la ética que su saber hipotéticamente promueve, con frecuencia se encierra en la academia y en la atención no-grupal, fuera de de los problemas hospitalarios, que en ningún caso se refieren solo a la cantidad de camas.
El abandono se extiende como otro emblema de un progresismo voluntarista, muchas veces superado por las promesas neoliberales
Así como tampoco tienen que ver con la cantidad de profesionales. Argentina, de hecho, tiene más o menos unos 13 psiquiatras para 100.000 habitantes. El promedio en España está en unos 9. Una cifra que, si hablamos de psicólogos, se eleva a 120 por cada 100.000. Muy por encima de las que tienen otros países del entorno. Ahora bien, insuficiente de acuerdo a un dato que refleja cómo dentro del grupo de personas sin recursos económicos entre el 70% y 80% no reciben tratamiento ni asistencia. ¿Qué hacen y dónde están esos profesionales? Lo respuesta obvia apunta al sector privado. Por ejemplo: trabajar con neuróticos en consultas individuales. Pero si se quiere llevar a cabo un análisis más profundo lo suyo sería señalar cómo una parte muy significativa del presupuesto de salud del Estado se destina a financiar las obras sociales de los gremios que, desde el golpe cívico-militar de General Onganía al presidente Illia, administran estos fondos sociales. Además, podríamos hablar del entramado tentacular de la industria fármaco-química. O cómo todo ciudadano es un potencial consumidor, igual en Argentina que en España. Por lo demás, ya no solo los psiquiatras medican. Ahora los médicos de atención general no dudan en ofrecer paliativos en lugar de terapias para situaciones transitorias que, muchas veces, no necesariamente requieren medicación.
De norte a sur, con múltiples denuncias por vejación de los derechos humanos más básicos y con poblaciones de internos cercanas a las de 500 personas, hay 162 instituciones según el último y único registro oficial en la Argentina. El número de asilos públicos es 56. Son datos tomados del Primer Censo Nacional de Personas Internadas por Motivos de Salud Mental, de 2019, cuyo preámbulo subraya cómo el país está inmerso en un proceso de transformación de la asistencia que necesita “avanzar en los procesos de reforma de los sistemas de salud hacia el fortalecimiento de Redes Integradas de Salud Mental con base en la comunidad, a través de acciones que fomenten el abordaje de la salud mental en el Primer Nivel de Atención, en los Hospitales Generales y la creación de Dispositivos Intermedios, como Habitacionales y de Inclusión Sociolaboral. En cuanto a los hospitales con internación monovalente, es necesario avanzar en procesos de transformación hasta su sustitución definitiva... Fueron 12.035 personas censadas. Y si bien la mayoría de las instituciones son del sector privado (75%), en cuanto a la totalidad de personas internadas se observó una distribución homogénea. En definitiva, la mitad de la población internada está en las instituciones del sector público”.
Los fuegos internos
Los gráficos, los colores y el aire de powerpoint para CEOs del Censo contrasta con las duras imágenes que ofrece el Hospital de la localidad de Melchor Romero (Hospital Interzonal Especializado en Agudos y Crónicos Neuropsiquiátrico Dr. Alejandro Korn). El espacio data de finales del XIX, de la misma época que la ampliación del Ferrocarril Oeste de Buenos Aires. Fue abierto en el espíritu benefactor, moderno y positivista de la generación de los 80. Según cuentan la tasa de mortandad es más alta que en la calle. Muchos cuerpos sin vida han aparecido estos últimos años en las instalaciones del Hospital, cuyo exdirector tiene varias causas pendientes por negligencia y abandono de persona. De acuerdo a las palabras del Relator Especial de las Naciones Unidas para la Tortura, Nils Melzer, las personas allí internadas “se encuentran sometidas a condiciones degradantes. El edificio, literalmente, se cae a pedazos, las instalaciones sanitarias están rotas y los baños sucios e inundados”. Declaraciones que, después de una visita al Servicio de Atención en Crisis, prolongó el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS): “los edificios que alojan el SAC y los servicios de Agudos tienen que entrar en obras de reformas edilicias porque no tienen condiciones de habitabilidad, con partes del cielorraso caídas, roturas en las ventanas, filtraciones con riesgo eléctrico. La licitación está prevista recién para el segundo semestre de este año”.
Una parte muy significativa del presupuesto de salud del Estado se destina a financiar las obras sociales de los gremios que administran esos fondos
En ese submundo transcurren los días de Los fuegos internos (2019): un documental realizado por usuarios del Hospital Melchor Romero que coincidieron en El Cisne del Arte, un dispositivo de arte y salud mental. Bajo una perspectiva de educación popular, este espacio de talleres de escritura, plástica, teatro, fotografía y radio recibe por igual a internos y externos. En él trabajan entre 5 y 10 voluntarios llegados de áreas universitarias como la antropología y la psicología. Otros son músicos y actrices. Laura Lago, Coordinadora de El Cisne: “la invitación es a explorar el lenguaje artístico y a producir en formato taller. Partimos del juego. Hay un espacio de discusión colectiva. Se presta especial atención a lo que el usuario puede o no puede hacer”. Invitados por algún espacio ajeno al campo de la salud mental, hacen muestras cada cierto tiempo, sobre todo en centros comunitarios de la ciudad de La Plata.
Laura continua: “el hospital nunca ha creado dispositivos artísticos. Hemos sido los trabajadores y trabajadoras. El Estado está ausente”. Habla de “tiempos complicados para los trabajadores en Argentina, del hambre generalizada y la desprotección”. Habla de falta de insumos y de presupuesto. Pero también de cómo nunca han dejado trabajar. Ubicado en una zona verde, a la manera de una colonia, el hospital tiene varios pabellones no mixtos, con tres modos de internamiento (agudos, sub-agudos y crónicos). Algunos todavía conservan los barrotes y están vallados. Las personas internas se sienta a la entrada a tomar mate. Hay quienes saludan con la mano, mientras otros, con la mirada extraviada, ven pasar los días. Duerme en hileras de camas. En los baños no hay puertas ni cortinas. El promedio de internamiento es de unos 25 años. Cuando Laura es preguntada por los protocolos de externalización, explica que existe un equipo interdisciplinario que deriva a centros mixtos, principalmente lugares de día, en la comunidad, donde se lleva a cabo alguna actividad y continúa la atención gracias a acompañantes terapéuticos y trabajadores sociales que ayudan a los usuarios en los trámites de la pensión y la búsqueda de alojamiento. Sin acceso a trabajo ni vivienda, las casas de externalización no dan para todos y no en todas las pensiones son bienvenidos. Por supuesto, el Estado no tiene convenio con ninguna de ellas. “Las habitaciones son deplorables, las peores condiciones de higiene”, concluye Laura.
(...) El hospital fue abierto en el espíritu benefactor, moderno y positivista de la generación de los 1880. Según cuentan la tasa de mortandad es más alta que en la calle
Pero muy poco de esto se ve en la película. Los fuegos internos fue estrenada recientemente en los Cines Gaumont de Buenos Aires. Estuvo varias semanas en cartelera. La idea nació de un proyecto de corto que, empujado por el entusiasmo que se respira en El Cisne del Arte, se estiró hasta hacerse película. Está enteramente producida con premios y ayudas. Narra la historia de unos amigos que se conocen en los servicios de salud mental del Hospital, el viaje que hacen del internamiento a una casa en la que luego viven juntos. Filmada de manera colectiva, pero siguiendo todas las fases del cine clásico, los autores apenas ficcionalizaron sus rutinas y aventuras en un guión escrito en primera persona. Muestra la cara menos triste de su cotidiano. Su ambición es más terapéutica que comercial. Aunque el espacio en off, lo que la cámara enseña de manera oblicua, las condiciones de existencia de estas personas que se mueven de adentro a afuera del hospital, se ven durísimas, bordeando lo intransitable.
Alegría y Orgullo Loco
El manicomio refuerza la alienación social, está destinado a la gestión de las contradicciones y descartes del sistema. Es un aparato que busca hacer cómplice al alienado de su alienación. Para pensar otra alternativa asilar no hay más alternativa que vivir afuera. Derribar todos los muros, salir y experimentar razones para estar vivos, otra verdad. Porque, al decir de Jean Oury, “reunir a personas no es simplemente ponerlas unas al lado de las otras, sino ponerlas en situaciones en que puedan expresarse y tomar decisiones”. Un pasaje, por lo tanto, al decir, a lo que cada persona cuenta para sí y para los otros. A otro ambiente, como el del Club social del Melchor Romero, el único espacio de sociabilidad no medicalizado del Hospital, donde no existen criterios admisión para los internos y sí para los profesionales. Belen Maruelli, que es parte del Movimiento por la Desmanicomialización de Romero (MDR), habla de las batallas y denuncias judiciales que vienen haciendo, principalmente por vulneración de los derechos humanos, tras repetidos casos de abusos y sujeción mecánica. Además de conseguir apartar a dos Jefes de Servicio denunciados por malos tratos y de poner freno a la cronificación y las largas estancias injustificadas, desde 2015 han logrado abrir varias mesas de negociación que reúnen a colectivos profesionales, institución y sindicados. Allí se discuten temas de violencia institucional, psicofármacos y sexualidad, tratando de liberar al deseo del encierro, de ganar unos pocos espacios de intimidad.
Ahora bien, ¿cómo organizar lo colectivo si tampoco en la libertad existe espacio para la singularidad? Como otras organizaciones de usuarios, Orgullo Loco Buenos Aires busca crear espacios de visibilización, para encontrarse con otros idénticos pero diferentes. No sólo democratizar la información sobre medicación y colectivizar saberes: Orgullo Loco Buenos Aires propone algo así como la experiencia visceral de un desorden común. Asumir la dolorosa presencia del otro, del que no es posible dar cuenta de forma acabada. En palabras de Franco Castignani, su promotor: “Orgullo Loco nace en 2019 como un loco afán derivado, de una intuición secreta y tácitamente compartida entre algunos. Juntarnos quienes habíamos atravesado o estábamos atravesando experiencias de padecimiento y de malestar psíquico. La emoción de poder encontrarnos en asamblea; el poder mirarnos, escucharnos y hablar de lo que nos pasaba, con nuestras diferencias y matices, en primera persona y sin los tapujos, mediaciones y eufemismos de la lengua profesional. El poder manifestarnos y celebrar orgullosamente en una plaza pública, ocupando y recuperando ese espacio para nosotros, en una ciudad cada vez más privatizada, cuerdista y segregativa, fue también un dejar de sentir que estábamos solos, atomizados y abandonados”.
Sigue: “pienso que en un punto todo este proceso germinal de manifestación pública y de alianzas insólitas al aire libre, en librerías, en seminarios, en talleres y fiestas, fue y es sanador, en el sentido de que nos permite poner en común y pensar políticamente muchas vivencias y experiencias de dificultad, que hasta ese momento permanecían encarceladas o “avergonzadas” en una especie de closet privado. Es romper la pequeña burbujita individual y sus estigmas, una forma de desprivatización y de colectivización, de poder decir acá estamos, con nuestro orgullo y nuestros dolores, que son políticos”.
Corren los rumores y los nombramientos, en provincia y en el gobierno nacional. Pero sin demasiados signos que inviten a la esperanza más que la esperanza misma, siempre obstinada en que todo pueda comenzar a cambiar y que la Ley por fin se aplique. A la espera de conocer cuáles serán las prioridades del nuevo equipo que dirigirá la Dirección de Salud Mental y Adicciones, no hay mejor fármaco que participar de espacios de politización y amistad como Orgullo Loco Buenos Aires o, para los profesionales, el Movimiento por la Desmanicomialización de Romero.
Coda. Una hipótesis ciclotímica
De vuelta al debate sobre las formas de vida con el que arrancaba este texto, podría ser que el binomio que forman crisis y normalidad no tenga más vigencia, que sea útil para formular hipótesis, pero no para hacer vivible una existencia digna en tiempos de precariedad, austeridad selectiva y fragilidad estructural. Ante un horizonte de insomnio y agotamiento, de no poder dormir hasta tarde pensando en cómo organizaremos nuestras vidas y nuestras redes los próximos meses para no caer en el abismo. Porque: ¿y si la crisis fuese lo constitutivo de esta fase de acumulación del capital? ¿Y si las imágenes consoladoras del equilibrio y la estabilidad fuesen cosa del pasado? ¿Si todo estuviese por pasar siempre y para siempre, sin solución de continuidad, sin llegar nunca un estado de normalidad? Por fuera de cualquier lógica excluyente, la crisis que no termina nunca, como si los paréntesis y las malas rachas no fuesen motivo de otros procesos constituyentes y de otras estabilidades posibles. Vaivenes y variaciones: movimiento ciclotímico para transitar de la euforia a la depresión sin rompernos.
Rebelarnos contra la tristeza o la melancolía, no como un signo que denota falta de madurez, sino como la adquisición de un estilo propio, con sus arbitrariedades y caprichos. Vernos afectados, mudar de piel, sentir esto y aquello transitoriamente. Observar en la opacidad del síntoma, prestar atención a lo evanescente y actuar con la coyuntura. Esto es, de manera estratégica, hacer de la diferencia un modo extrañado de la indiferencia. No dejarnos seducir por la estabilidad de una identidad o modelo, siempre manicomiales. Intentar ejercitar cierta sordera útil frente a tanto imperativo moral. ¿Subjetividad en crisis o crisis de la subjetividad? Ir más allá en la crisis sería ponernos en crisis, danzar con las oportunidades y sus bordes rugosos hasta dejar de ser más “yo”. En resumen, más “estar” y menos “ser”: entender la conducta en función de la experiencia, de algo o alguien diferente de uno mismo.
Gracias a Franco Castignani y Hugo Cohen.