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Argentina realineada

El sistema político argentino ha entrado en una nueva era. El factor decisivo será la base de votantes de Bullrich. Enfrentados a la elección entre un peronista y un autoritario extremista, ¿a quién apoyarán?
Sergio Massa julio-2023
El candidato a la presidencia y actual Ministro de Finanzas deArgentina, Sergio Massa en una acto el pasado mes de julio. Foto: Municipalidad Capital San Juan
13 nov 2023 11:02

Mi vuelo aterrizó en Buenos Aires el sábado 21 de octubre a primera hora de la mañana. La atmósfera presentaba tal grado de tensión que se me antojaba un lugar que no hubiera visitado antes. Al día siguiente se celebraban elecciones presidenciales y la candidatura del libertariano de extrema derecha Javier Milei parecía amenazar el consenso establecido desde la transición democrática de 1983. Milei subía como la espuma en las encuestas, prometía demoler el Estado del bienestar, dolarizar la economía y lanzar una ofensiva autoritaria contra la disidencia. Todo el mundo sabía que las elecciones tendrían repercusiones mucho más allá de los próximos cuatro años. Cuando se conocieron los resultados, la sensación de alivio fue palpable: Milei obtuvo el 30 por 100 de los votos, mientras que el ministro de Economía, Sergio Massa, superó las expectativas obteniendo el 37 por 100. Ahora los dos contendientes se enfrentarán en una reñida segunda vuelta a mediados de noviembre. Gane quien gane, no habrá vuelta atrás al status quo ante. El sistema político argentino ha entrado en una nueva era.

La frustración con la clase dirigente peronista ha ido en aumento desde hace algún tiempo. Durante el periodo del kirchnerismo —la presidencia de Néstor Kirchner (2003-2007), seguida de la de su esposa Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015)— las perspectivas económicas del país fueron cambiantes. Se verificó casi una década de sólida recuperación, de reducción de la pobreza y de mejora de todos los indicadores sociales gracias a la implementación de contundentes políticas de bienestar y al auge mundial del precio de las materias primas. Sin embargo, en 2011 comenzó un periodo de estancamiento. El lento crecimiento económico, sumado a los escándalos de corrupción política y al hastío con el personalismo kirchnerista, crearon la tormenta perfecta en torno a las elecciones de 2015 en las que el sucesor ungido de Kirchner, Daniel Scioli, perdió frente al conservador partidario del libre mercado Mauricio Macri.

Macri no era un desconocido. Había sido alcalde de Buenos Aires durante los ocho años anteriores, mientras que su coalición política, Cambiemos, tenía una presencia significativa en el Congreso y contaba con gobernadores en algunas provincias. Su protagonismo aumentó con las elecciones de 2015 y aún más con las de mitad de mandato de 2017. Una vez en el cargo, eliminó los controles sobre el mercado de divisas y estableció un tipo de cambio flotante, además de impulsar la desregulación para cortejar a los inversores internacionales. Un nuevo préstamo del FMI en 2018 allanó el camino para la adopción de estrictas medidas de austeridad, que no contribuyeron en absoluto a frenar la persistente alta inflación que asolaba Argentina. Cuando el país volvió a las urnas en 2019, estaba acosado por el aumento de la pobreza y la aplastante deuda externa. Macri fue debidamente apeado de la presidencia y sustituido por el peronista Alberto Fernández con Cristina Fernández como vicepresidenta.

Los kirchneristas, partidarios de una mayor redistribución de la renta y menos preocupados por el déficit fiscal y la balanza de pagos, se situaron a la izquierda del nuevo presidente, que se presentó como un tecnócrata capaz. Sin embargo, los primeros no podían reunir el mismo apoyo popular que el segundo y carecían de medios para aplicar sus políticas reformistas en ausencia de crecimiento económico. La cuestión para la oposición de derecha, ahora rebautizada como Juntos por el Cambio, era si podría rehabilitar el legado de Macri, presentar un frente unido y aprovechar las divisiones existentes en el seno de la coalición gobernante. La fortuna pareció sonreír a la coalición derechista, aunque no desde luego a la propia Argentina, tras el estallido de la pandemia de la covid-19 y la persistencia de la sequía más severa registrada en la historia nacional, todo lo cual disparó la inflación anual por encima del 100 por 100. Juntos por el Cambio se consolidó así como el principal adversario del peronismo y logró una sólida posición en las elecciones legislativas de 2021. Sus expectativas para las elecciones de 2023 eran altas.

Massa endureció su retórica económica nacionalista, subrayando la importancia de defender el trabajo y el desarrollo frente a los mercados descontrolados

Pocos comprendieron lo que se avecinaba. Milei, que se autodenominaba «anarcocapitalista», se oponía a la «ideología de género» y hacía apología de la dictadura argentina, irrumpió en la escena política. Tras llevar su coalición La Libertad Avanza al Congreso en 2021, empezó a ganarse el apoyo de legiones de jóvenes descontentos y de votantes primerizos de la mano de un programa que incluía el cierre del Banco Central y la privatización de los sistemas sanitario y educativo. Su irrupción en las elecciones primarias de 2023, donde obtuvo el 30 por 100 de los votos frente al 28 por 100 obtenido por Juntos por el Cambio y el 27 por 100 cosechado por la peronista Unión por la Patria, fue un shock. Milei se benefició del enfado con el gobierno, al tiempo que explotó los recuerdos vívidos de la gestión de Macri, al tiempo que ponía en evidencia que ninguna de estas formaciones electorales tenía una visión hegemónica para Argentina: el gobierno era incapaz de cumplir sus promesas socialreformistas y la oposición no tenía una identidad específica más allá de su odio al peronismo. Para muchos votantes, una tercera opción resultaba atractiva.

Estas mareas cambiantes impulsaron a actuar también a los otros dos candidatos, Patricia Bullrich, de Juntos por el Cambio, y Sergio Massa, de Unión por la Patria. Para el gobierno de Alberto Fernández, era urgente impedir que Milei socavara el acuerdo democrático argentino, de ahí su promesa de convocar un gobierno de unidad nacional, que reuniera a peronistas y no peronistas, tras las elecciones. Las fuerzas kirchneristas presentes en sus filas fueron marginadas o cayeron en desgracia. Massa endureció su retórica económica nacionalista, subrayando la importancia de defender el trabajo y el desarrollo frente a los mercados descontrolados. Para los macristas, entretanto, el problema era principalmente táctico, ya que un candidato popular de extrema derecha les hacía parecer una débil imitación del mismo. Bullrich, intentando atraer tanto a los votantes de Milei como al electorado centrista, llevó a cabo una de las campañas políticas más ineptas de la historia argentina. Milei, por su parte, se esforzó por suavizar algunas de sus posiciones más radicales, prometiendo que aplicaría políticas de transición para compensar el recorte de las prestaciones sociales. Pero la moderación no siempre le resultó fácil de escenificar. Sus apariciones en televisión se vieron salpicadas por ataques de ira maníaca, como cuando acusó a Bullrich de «poner bombas en los jardines de infancia», una acusación infundada que pretendía evocar su pertenencia al movimiento guerrillero de los Montoneros en la década de 1970 (ella respondió demandándole por difamación).

El voto de protesta contra el gobierno, aunque poderoso en agosto, se desplomó una vez que se materializó la amenaza real de que un outsider inestable ganara las elecciones

El día de las elecciones la mayoría de los pronósticos preveían que ni Milei ni Massa obtendrían los votos suficientes para evitar la segunda vuelta, aunque el primero aventajaba al segundo. Al final, Bullrich se desplomó hasta el 24 por 100; Juan Schiaretti, un disidente peronista, obtuvo el 7 por 100; y Myriam Bregman, de la izquierda trotskista, sólo el 3 por 100. Sin embargo, los dos favoritos vieron cómo sus posiciones en las encuestas se invertían repentinamente. ¿Cómo explicar la subida de Massa? Hay varios factores en juego. En primer lugar, debemos mencionar las medidas procíclicas aplicadas como ministro de Economía, que consiguieron aumentar el consumo y la demanda. Algunas de ellas, como la eliminación del impuesto sobre la renta para determinados trabajadores de cuello blanco y ejecutivos, no eran progresistas, pero tampoco impopulares entre los votantes. Otras, como la congelación de las tarifas de transporte y la devolución de ciertos impuestos sobre las ventas, trataban de compensar a los más afectados por la inflación. En conjunto, su impacto fue fortalecer su apoyo a corto plazo, al tiempo que garantizaba presiones inflacionistas en el futuro.

Además, parece que el voto de protesta contra el gobierno, aunque poderoso en agosto, se desplomó una vez que se materializó la amenaza real de que un outsider inestable ganara las elecciones. Antiguo profesor de sexo tántrico y cantante de un grupo de versiones de los Rolling Stones, Milei habla abiertamente de su estilo de vida «poco ortodoxo». Emplea a una médium para hablar con su perro muerto, Conan, una criatura a la que clonó por 50.000 dólares y de la que nacieron otros cuatro mastines, cada uno llamado con el nombre de un economista libertariano diferente. Su retórica violenta, su negacionismo climático y su misoginia descarada hacen que Trump y Bolsonaro parezcan pusilánimes a su lado. Su aparato político es casi inexistente: ha contratado a varios miembros de su familia, incluyendo a su madre y a su hermana, sobre quien bromeó afirmando que sería su «primera dama», si salía elegido. A medida que el electorado se iba familiarizando con él y a medida que su valor como novedad se desvanecía, la personalidad relativamente convencional y sobria de Massa empezó a parecer más atractiva. (Hubo incluso rumores de que Massa apoyó en secreto a Milei en las primarias, suponiendo que sería el candidato más fácil de batir, aunque no ha surgido nada concreto que apoye esta especulación).

Ahora, en el periodo previo a la segunda vuelta electoral, se está produciendo un realineamiento más amplio. La expectativa de que Juntos por el Cambio establecería un sistema bipartidista estable, alternándose en el poder con los peronistas, se ha visto fatalmente socavada. Las tensiones entre los principales componentes de la alianza, la Propuesta Republicana de Macri y el partido histórico del centro derecha, la Unión Cívica Radical, han llegado al punto de ebullición. Bullrich y Macri han apoyado a Milei en un intento de enterrar definitivamente al peronismo. Sin embargo, para muchos otros miembros de la coalición, que mantienen un mínimo compromiso con los preceptos democráticos y republicanos, ésta es una línea que no cruzarán. La posibilidad de que se produzca una escisión durante las próximas semanas no se halla excluida.

En cuanto a los peronistas, las divisiones existentes en el gobierno de Fernández se han suavizado, al menos por ahora, ante el fantasma de Milei. Existe un cauto optimismo de que Massa, que ya ha aumentado su porcentaje de voto en casi el 9 por 100 desde las primarias, triunfe en la segunda vuelta del próximo 19 de noviembre. Va camino de acaparar la mayoría de los apoyos de Bregman y algunos de los de Schiaretti. Sin embargo, el factor decisivo será la base de votantes de Bullrich. Enfrentados a la elección entre un peronista y un autoritario extremista, ¿a quién apoyarán? El candidato outsider, que se dio a conocer denunciando a la «casta política» de Bullrich, tendrá ahora que seducir a sus seguidores. No está claro si tiene la agudeza estratégica para ello.

Lo que sí está claro es la remodelación del sistema político argentino. Durante casi quince años estuvo estructurado por el antagonismo entre kirchnerismo y antikirchnerismo. Ahora ya no es así. El primero ha visto disminuida su influencia bajo la presidencia de Massa, que marca una reversión al peronismo clásico. El segundo, representado por Juntos por el Cambio, ha perdido apoyo popular y ha caído presa de sus contradicciones internas. En los próximos años, Argentina podría encontrarse en una situación no muy distinta a la de Estados Unidos o Brasil: por un lado, un bloque reaccionario a la deriva en una dirección cada vez más antidemocrática; por otro, una coalición de centroizquierda que, en parte por englobar a actores tan diversos, lucha por formular un programa coherente. Aunque Massa gane la segunda vuelta, es innegable que la política argentina ha virado hacia la derecha desde la primera década del nuevo siglo. La forma en que gobierne, y las presiones populares a las que se vea sometido, determinarán si vuelve a bascular.

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Artículo original: Argentina Realigned, publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Maristella Svampa, «El final del kirchnerismo», NLR 53.
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