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Sidecar
La batalla maldita para occidente
Si la batalla de Điện Biên Phủ –el Stalingrado de la descolonización– necesitara un símbolo, no habría otro peor que una bicicleta. Una bicicleta ensillada con piezas de artillería de cohetes Katyusha en ruta para ser ensambladas de nuevo en la cornisa de las montañas, que dominaban el valle donde las divisiones del ejército de Võ Nguyên Giáp aplastaron a las fuerzas imperiales francesas hace ahora setenta años. Para conmemorar su victoria, el Estado vietnamita ha organizado una recreación a gran escala de los hechos en la que miles de personas asumieron los papeles de porteadores campesinos y de efectivos regulares del ejército que ganó la Primera Guerra de Indochina. Todo estaba listo excepto los actores que interpretarían a los franceses, aunque si la invitación se hubiera hecho a los veteranos de la nouvelle vague francesa, es difícil que hubieran rechazado la llamada. ¡Jean-Pierre Léaud en el papel de Henri Navarre!
Uno de los dramas cruciales de Dien Biên Phủ es que ambos bandos querían el enfrentamiento. El comandante de los franceses, Navarre, confiaba en poder encauzar al ejército vietnamita como las tropas francesas habían hecho dos años antes en Nà Sản. Quería cerrar el paso a cualquier incursión vietnamita en Laos por el norte, convirtiendo Điện Biên Phủ en un «campamento atrincherado» poblado por 12.000 soldados franceses, al tiempo que enviaba cincuenta y tres batallones para acabar con las fuerzas vietnamitas en el delta meridional del río. Su segundo al mando, René Cogny, quería enfrentarse a los soldados de Giáp en campo abierto al estilo de las batallas del siglo anterior: «Quiero un enfrentamiento en Điện Biên Phủ. Haré todo lo posible para que coma tierra y se olvide de querer probar suerte en la gran estrategia». Giáp recogió encantado el guante, diciendo a sus planificadores que «Điện Biên Phủ podría ser la batalla».
Los políticos franceses intentaron avivar la fiebre de guerra, sugiriendo que las fuerzas de Ho eran nada menos que nazis
La propia batalla tuvo características que parecían mirar más al pasado que al futuro: un enfrentamiento en el que ambos bandos sabían dónde se iban a enfrentar y podían escoger cómo hacerlo, que se libraría en un terreno abierto salpicado de trincheras, que por mor de los monzones tropicales debían de haber rivalizado con las de la batalla de Verdún (algunos de cuyos veteranos luchaban en el bando francés) de la Primera Guerra Mundial. Hubo llamamientos a pasar por encima; hubo intentos de hacer un túnel bajo el enemigo; hubo incluso poetas implicados en ambos bandos. Los políticos franceses intentaron avivar la fiebre de guerra, sugiriendo que las fuerzas de Ho eran nada menos que nazis. «Yo digo que cualquier política actual de capitulación en Indochina sería como la de Vichy», dijo el gaullista Edmond Michelet a los diputados franceses en París. (El llamamiento fue desoído por los estibadores de Marsella, que se negaron a descargar los ataúdes que regresaban de Điện Biên Phủ).
La idea de bombardear con armas nucleares un Estado comunista en proceso de formación no era ni mucho menos una fantasía para Washington o la CIA
Pero para Ho la batalla era aún más existencial: sería el golpe maestro que pondría a Hanoi en una posición fuerte en las negociaciones de posguerra que debían celebrarse en Ginebra. En el mes previo al choque, los chinos suministraron a las tropas vietnamitas una gran cantidad de artillería y munición. Los cañones de Giáp destruyeron la pista de aterrizaje francesa en los primeros días de bombardeo. Decenas de miles de vietnamitas, en su mayoría mujeres, fueron reclutadas como porteadores, suministrando alimentos y armas. Los franceses se centraron en romper el acceso de las tropas vietnamitas al arroz. «Matar de hambre al adversario», era la orden de Raoul Salan. La solidez de las cadenas de suministro de alimentos era primordial para una batalla tan prolongada y los vietnamitas del norte recordaban muy bien la hambruna provocada por el bloqueo aéreo estadounidense en 1944-1945 en la que murió al menos un millón de personas y que merece un lugar más destacado en los anales de la infamia liberal-capitalista.
La Primera Guerra de Indochina fue en muchos sentidos la continuación de la confrontación entre Estados Unidos y China en Corea, llevada a cabo en un nuevo terreno y en cuyo despliegue la potencia estadounidense se ocupaba del suministro de las tropas franceses. En la década de 1950 las armas nucleares seguían siendo un regalo del cielo para los militares occidentales y su uso no estaba de forma alguna absolutamente excluido. MacArthur había sopesado su despliegue en Corea; Eisenhower amenazaría a China con ellas en la crisis del Estrecho de Taiwán. Independientemente de que el secretario de Estado John Dulles se ofreciera o no a suministrar armas atómicas a las fuerzas francesas, como Georges Bidault dijo que había hecho, la idea de bombardear con armas nucleares un Estado comunista en proceso de formación no era ni mucho menos una fantasía para Washington o la CIA.
«¿Qué debemos hacer para realizar un Điện Biên Phủ? ¿Cómo hacerlo?», se preguntaba Fanon en Les damnés de la Terre. Es una pregunta que el historiador Christopher Goscha responde con aplomo en su reciente historia de la batalla, The Road to Dien Bien Phu (2022). Su respuesta es que la revolución vietnamita de las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial fue más allá que la llevada a cabo en cualquier otro Estado en proceso de descolonización. Tal vez Ho hablara recurriendo a parábolas cuando afirmaba que Vietnam era el tigre guerrillero capaz de enfrentarse al elefante imperial, pero en 1954, como muestra Goscha, Ho ya tenía su propio elefante. Además de introducir el servicio militar obligatorio, el Estado comunista vietnamita aplicó con audacia y brillantez la reforma agraria en pleno conflicto con los franceses para construir el tipo de comunismo de guerra, que podía movilizar plenamente a la clase campesina y convertir a las minorías en vietnamitas. Para Ho la guerra tenía dos frentes: contra los franceses y contra los terratenientes vietnamitas más «patriotas». Los campesinos resultaron ser el factor decisivo en la victoria de Giáp, lo cual contrasta netamente con las fuerzas de corte más guerrillero de Indonesia y de Argelia, que no tenían Estados comunistas que las guiaran.
El legado de Điện Biên Phủ tenía una utilidad limitada ya en la época de Fanon. No había ninguna fuerza convencional en Oriente Próximo, ni en África, ni en el resto del sudeste asiático capaz de enfrentarse a las potencias occidentales en terreno abierto. La adquisición de armas nucleares por parte de algunos Estados del Sur global en todo caso obviaba la necesidad de fuerzas convencionales que aspirasen a ese nivel de fuerza. Los argelinos, por su parte, demostraron que las victorias políticas podían ser tan eficaces como las del campo de batalla. Pero la capacidad de los Estados asiáticos para librar guerras máximas con gran tolerancia a las bajas y pasar a una economía de guerra en un abrir y cerrar de ojos nunca llegó a ser del todo ociosa. Aunque la batalla no fue más que el prólogo de la década de bombardeos aéreos y de guerra química, que Estados Unidos estaba a punto de desencadenar contra el pueblo vietnamita, ninguna potencia occidental volvió a ganar otra gran guerra terrestre en Asia. A los líderes occidentales les atormentaba el recuerdo de 1954. Como dijo Lyndon B. Johnson: «No quiero ninguna otra maldita Điện Biên Phủ».