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Sidecar
Washingtonología
En 1952 y 1968, políticos impopulares del Partido Demócrata en posesión de su cargo presidencial renunciaron a sus pretensiones de reelección, en ambos casos en un contexto de bajo desempleo y de guerras brutales e inútiles. Pero a pesar de estos paralelismos, Joe Biden recuerda ahora más a Richard Nixon que a Truman o Lyndon B. Johnson. En marzo de 1968, conmocionado tras la Ofensiva del Tet, la crisis del oro y la cuasi derrota de Eugene McCarthy en New Hampshire, Lyndon B. Johnson se quejó de que «los cabrones del establishment han puesto pies en polvorosa». Sin embargo, no se resistió. Enfrentado a una serie de problemas similares, Nixon ordenó a sus hombres irrumpir en la Brookings Institution (aunque no, como consideró brevemente, incendiar el think tank). Biden aún no ha bombardeado a nadie en este país, pero tras su desastrosa actuación en el debate presidencial con Donald Trump el pasado 27 de junio, se ha enmarañado en un nivel de conflictividad con los elementos de la élite a la que pertenece —conflictos con determinados donantes, con amplios sectores de su propio partido y, sobre todo, con los medios de comunicación—, que el país no había presenciado desde 1974 y cuya intensidad es difícil de sobredimensionar, habiendo sido la reacción de los medios de comunicación al debate rápida y unánime.
La conmoción y el pánico fueron comprensibles, ya que la implicación obvia del debate era que Trump se hallaba ahora en inmejorables condiciones para ganar las elecciones presidenciales de noviembre. A ello se unieron determinadas muestras de traición personal de individuos que, según sus propias declaraciones, habían eludido anteriores signos de deterioro mental, porque confiaban en las garantías ofrecidas en privado por el campo de Biden. Al parecer, Ron Klain, uno de los tres o cuatro colaboradores no ligados por vínculos familiares más cercanos a Biden, le dijo a un periodista de The New York Times «hace un par de meses», que dejara a un lado «las preocupaciones por la edad del presidente», porque «todavía no hemos comenzado la campaña. Véanle hacer campaña, vean los debates». Como predijo acertadamente Matthew Zeitlin al día siguiente del debate con Trump, «muchos periodistas que se habían sentido maltratados, intimidados y atacados injustamente por traer a colación la edad de Biden, ahora se iban a mostrar absolutamente envalentonados para hablar de ello ininterrumpidamente y no se sentirán en absoluto obligados a respetar los argumentos del equipo de campaña del presidente o de la Casa Blanca para no hacerlo».
Inevitablemente, los periodistas han descrito el drama de la sucesión como «shakesperiano». Si hay un fantasma rondando este festín de clichés, probablemente sea un gazatí hambriento
A medida que bajaba la marea, pudimos percibir repentinamente qué figuras de los medios de comunicación estaban más firmemente dispuestas a defender a Biden, incluso la versión de él expuesta en el debate. Chris Hayes, de MSNBC, ofreció un buen ejemplo. El 6 de julio, Hayes entrevistó al congresista Mike Quigley, uno de los primeros en pedir la dimisión de Biden. Al exponer sus propios sentimientos a Quigley, Hayes se identificó francamente como un partidista: «Creo que he sido bastante honesto sobre el asunto. Usted habla sobre su análisis minucioso del caso. Yo me siento de forma parecida, pero en cierto sentido diferente, porque soy un periodista, no un miembro electo, que tiene no obstante un profundo interés en el progreso de la democracia estadounidense y en su futuro». Tanteando diversas líneas de defensa útiles para Biden, Hayes intentó la siguiente:
Ha habido algunos momentos [en anteriores carreras presidenciales] en los que si preguntabas a uno u otro profesional de la política te decía que el candidato estaba frito, que estaba acabado, y luego no lo estaba. Así que hay una parte de mí que simpatiza con el argumento de que no hay que dejarse llevar por el momento, quiero decir que las cosas pueden cambiar, que no hay que dejarse llevar demasiado por la instantaneidad de las circunstancias, porque no sabes, porque nunca se sabe lo que puede a pasar.
Esta es una forma razonable de mascullar para ti mismo, cuando tu equipo favorito está perdiendo un partido de béisbol. Como argumento sobre la idoneidad de Biden, es asombrosamente vacuo y también imprudente, dado que Hayes afirma que lo que está en juego es nada menos que el futuro de la democracia estadounidense. Incluso a él mismo le costó creerlo. Cuando Quigley respondió que «hace cuatro años se veía a un Joe Biden diferente», el presentador tuvo que aceptar que era ello «incontrovertible». Esta semana, Hayes se había acercado a la opinión de Quigley, aunque no dejó de afirmar «esto no es un escándalo» y que Biden «es un hombre decente que no ha hecho nada malo». La adulación ha sido una característica constante de los llamamientos efectuados a Biden; a pesar del escaso éxito de estos hasta la fecha, no podemos asegurar que la misma carezca de todo efecto en un hombre con una opinión tan elevada de sí mismo.
Dado el nuevo consenso sobre la incapacidad del presidente para gobernar, ¿quién está tomando las decisiones sobre política exterior? Tales decisiones no se han suspendido en absoluto tras el debate
Inevitablemente, los periodistas han descrito el drama de la sucesión como «shakesperiano». Si hay un fantasma rondando este festín de clichés, probablemente sea un gazatí hambriento. Se ha hablado sorprendentemente muy poco de la relación existente entre el cambio de la suerte política de Biden y su apoyo a la brutal embestida actual de Israel contra Palestina. Pero viendo a la secretaria de prensa de la Casa Blanca, Karine Jean-Pierre, enzarzarse en una disputa a gritos con los periodistas sobre la salud de Biden, es imposible no pensar que el déficit de credibilidad se ha incrementado exponencialmente tras cada una de las ruedas de prensa efectuadas sobre Gaza.
El 8 de julio, The New York Times informaba: «La sala de prensa de la Casa Blanca se convirtió el lunes en un griterío, cuando la secretaria de prensa, Karine Jean-Pierre, esquivó y se negó repetidamente a responder a preguntas sobre la salud del presidente y sobre si las visitas a la Casa Blanca de un médico especializado en Parkinson tenían que ver con su estado». Al día siguiente, un periodista preguntó a otro colaborador de Biden, Matthew Miller, sobre el número de muertos en Gaza. El periodista interrumpió a Miller, que no estaba respondiendo a la pregunta. Este es el intercambio que se produjo a continuación entre ambos, tal y como se recoge en la transcripción del Departamento de Estado:
PREGUNTA: Está usted sonriendo. Está sonriendo complacientemente mientras lo dice.
MR MILLER: No, disculpe, proceda con la siguiente pregunta, Said.
PREGUNTA: Está sonriendo mientras dice...
MR MILLER: Absolutamente no. No voy a... ni siquiera voy a considerar ese asunto.
PREGUNTA: Déjeme terminar mi... déjeme terminar... déjeme terminar mi pregunta, por favor.
MR MILLER: Ni siquiera voy a considerar esa pregunta.
Said, adelante con otra pregunta.
PREGUNTA: Matt, estás sonriendo.
MR MILLER: Eso es ridículo.
Había una razón por la que el periodista estaba preguntando sobre el número de muertos. The Lancet acababa de publicar una carta en la que estimaba que la «guerra» israelí ha matado al menos a una de cada doce personas en Gaza, lo que se acerca a diezmar la población gazatí en sentido estricto. La estimación es necesariamente imprecisa, dada la destrucción de los recursos médicos y del sistema de comunicaciones de Gaza. Tenemos una medida más precisa del apoyo de Washington a un gobierno abiertamente genocida desde el pasado 7 de octubre: 6,5 millardos de dólares.
Es un escándalo, pero a estas alturas no una sorpresa, que gran parte de los medios de comunicación y de la élite política estadounidenses hayan hecho las paces con estas dos cifras. Lo que es más difícil de entender es la continua falta de interés de los medios de comunicación por una cuestión relacionada con ello: dado el nuevo consenso sobre la incapacidad del presidente para gobernar, ¿quién está tomando las decisiones sobre política exterior? Tales decisiones no se han suspendido en absoluto tras el debate de marras. El 10 de julio, un día después de que Alexandria Ocasio-Cortez mostrara su apoyo al presidente, declarando «Biden está en esta carrera y yo le apoyo», un «funcionario del gobierno» declaró a The Wall Street Journal que Estados Unidos «pronto empezará a enviar a Israel las bombas de 500 libras que el gobierno de Biden había suspendido previamente, poniendo fin a una pausa de dos meses que este había impuesto en un intento de reducir las víctimas civiles en Gaza». En el frente ucraniano, es probable que continúe la liberalización de las restricciones impuestas por el gobierno al uso de armamento estadounidense. Desde el bombardeo ruso de un hospital en Kiev, se oyen llamamientos a la eliminación de todas y cada una de las restricciones vigentes.
¿Quién ha tomado y seguirá tomando estas decisiones? Como escribió Bruce Cumings en los albores de la Segunda Guerra Fría, hay ciertas cuestiones que sólo pueden estudiarse entrecerrando los ojos para afinar la visión de «la letra pequeña de nuestros periódicos dominantes, efectuado un trabajo de Washingtonología que pueda revelar la lucha oculta». ¿Es significativo que tres de los primeros congresistas que se posicionaron en contra de Biden fueran Quigley, que copreside el Caucus Ucraniano del Congreso, además de Adam Smith y Seth Moulton, ambos miembros del Comité de Servicios Armados de la Cámara de Representantes? Es bien sabido que hay sectores del establishment de seguridad nacional que no han perdonado a Biden y Jake Sullivan por la retirada de Afganistán; incluso quienes superaron este episodio pueden desear ver en el cargo a una figura más legítima para tratar con la OTAN y —¿se atreve alguien a esperar?— evitar la reelección de Trump y las presumibles consecuencias para Ucrania.
¿Qué podemos pensar de la publicación precisamente el 9 de julio de un comunicado de prensa por la directora de Inteligencia Nacional Avril Haines en el que se afirmaba que «actores del gobierno iraní han tratado de aprovecharse de manera oportunista de las protestas en curso en relación con la guerra en Gaza»? Justo una semana antes, inmediatamente después del debate, el exjefe de Seguridad Nacional de Obama, Jeh Johnson, afirmó que «una presidencia es más que un solo hombre. Aceptaría a Joe Biden en su peor día a la edad de 86 años, siempre que tenga a su alrededor a gente como Avril Haines». Johnson se ganó su puesto en el gabinete en 2008, cuando dirigió los esfuerzos de Obama para competir con Hillary Clinton por el dinero de los círculos financieros neoyorquinos; al parecer, Johnson y Obama trataron específicamente de «recurrir a grupos que apenas existían hace cuatro años, en particular a los directores de hedge funds y de private-equity funds». Tras abandonar el gobierno de Obama, Johnson recibió con orgullo el premio Ronald Reagan Peace Through Strength. Es miembro de los consejos de administración de Lockheed Martin y US Steel, administrador de la Columbia University y una figura importante dentro de la red de bufetes de abogados de las grandes corporaciones, algunos de los cuales están poniendo abiertamente en la lista negra a cualquiera que haya pronunciado el lema «Del río al mar».
Dos declaraciones, con implicaciones opuestas sobre la actitud del aparato de seguridad nacional hacia el presidente. Puede que no signifiquen nada o puede que representen la punta del iceberg de la política profunda. ¿Cómo saberlo? Según se dice, Mao Zedong creía que el Watergate era el resultado de «demasiada libertad de expresión política en Estados Unidos». Para los que vivimos en el país, no es un pequeño consuelo que esta libertad siga existiendo, al menos formalmente. Es bueno que todavía tengamos periódicos y que todavía informen de estos detalles en la letra pequeña. Sería mejor, si nos prestaran más ayuda a entender todo lo que está sucediendo.