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Caos en Ecuador

Los efectos concretos de las políticas de Correa desmienten la versión, propagada por las clases y elites dominantes ecuatorianas, de que sus tácticas «blandas con la delincuencia» son las culpables del actual colapso de la seguridad. Ecuador se está convirtiendo rápidamente en la nueva línea de frente de la fracasada Guerra contra las Drogas estadounidense.
Guayaquil - 2
Un contingente del ejercito y la policía realizan operativos al interior de la Zonal 8 con el fin de hallar o conocer el paradero de alias “Fito”, en Guayaquil, Ecuador, 9 de enero.
1 feb 2024 05:01

Durante los últimos años la creciente violencia registrada en Ecuador ha ocupado los titulares de la prensa internacional. En un principio, la cobertura se centró en los frecuentes motines y masacres acaecidos en las cárceles ecuatorianas, que se han cobrado cuatrocientas vidas desde 2021. Luego, a medida que la agitación se extendió más allá del sistema penitenciario, la atención se desplazó a los tiroteos y ejecuciones realizados por las bandas.

El pasado mes de abril las imágenes de vídeo de un ataque perpetrado en la ciudad costera de Esmeraldas, que mostraban una lancha rápida repleta de hombres armados disparando a la gente que se encontraba en los muelles, se hicieron virales. El verano siguiente, el candidato presidencial Fernando Villavicencio fue asesinado y sus presuntos sicarios murieron bajo custodia. Ahora, el país se tambalea tras un ataque de veinticuatro horas de duración ejecutado por bandas de narcotraficantes, que culminó con una toma de rehenes en directo en un plató de televisión. El incidente llevó al recién investido presidente Daniel Noboa a anunciar que el país se enfrentaba a un «conflicto armado interno», lo cual traducido de la jerga constitucional quiere decir que el presidente electo efectuaba una declaración de guerra, estado que básicamente permite a los militares tomar el relevo de la policía en la gestión del orden público del país. Ecuador no siempre representó este cliché de narco Estado. En su día fue aclamado como una «isla de paz», que reivindicaba el éxito en materia de seguridad. ¿Cómo se explica esta espiral de caos?

Cuando Rafael Correa llegó a la presidencia del país en 2007, la tasa nacional de asesinatos era de 15,9 por cada 100.000 habitantes. Cuando dejó el cargo, diez años después, se había reducido a 5,8, una de las más bajas de América Latina. Detrás de este éxito subyacen diversas políticas. Hubo sin duda determinados elementos que respondían a un planteamiento tradicional de ley y orden. Los efectivos de las fuerzas de policía crecieron el 40 por 100 y muchos de sus miembro fueron sustituidos en parte como consecuencia de la organización de un motín policial en 2010 en el que el presidente fue retenido como rehén durante veinticuatro horas.

Correa también despenalizó la posesión de pequeñas cantidades de estupefacientes, al hilo de un cambio general de la percepción y abordaje del tratamiento del consumo de drogas

El gobierno de Correa dispuso importantes aumentos salariales, triplicándose el sueldo de los agentes de la escala básica, y se invirtió en formación y equipamiento, que a menudo brillaban por su ausencia. También se reformó la doctrina policial y el gobierno impulsó la descentralización y un planteamiento basado en la intervención a una escala menor y la presencia en los barrios. Estas iniciativas desempeñaron un papel fundamental en la reducción de los índices de criminalidad.

A ello se sumaron la introducción de cambios institucionales de mayor calado, como la creación del Ministerio Coordinador de Seguridad, que supervisaba la política de seguridad y permitió la colaboración entre los distintas agencias estatales a fin de reducir las rivalidades existentes entre las distintas ramas del ejército, la policía y los servicios de inteligencia. El gobierno de Correa también invirtió en el sistema de respuesta a emergencias 911, realmente muy celebrado en el país, que en 2015 estableció centros de llamadas en diecisiete localidades. En resumen, el Estado se estaba haciendo presente en su territorio: un ejercicio de soberanía weberiana que carecía de precedentes en Ecuador.

Y lo que quizá sea lo más importante, el gobierno de Correa puso en marcha una serie de ambiciosas políticas sociales, esforzándose, por ejemplo, por rehabilitar y reintegrar a los miembros de las principales bandas urbanas de Ecuador. Se acercó a los Latin Kings and Queens, a los Ñetas y a los Amos de la Calle en un intento de convencerles de que abandonaran la delincuencia y se inscribieran en planes sociales y educativos. El gobierno reconoció que estas organizaciones aún no se habían insertado en las estructuras de los grandes cárteles mexicanos y que, por lo tanto, podía impedir que el problema se enconara. Correa también despenalizó la posesión de pequeñas cantidades de estupefacientes, al hilo de un cambio general de la percepción y abordaje del tratamiento del consumo de drogas como un problema de salud pública. El objetivo era evitar el hacinamiento en el sistema penitenciario y permitir que la policía se centrara en las organizaciones criminales.

Además, la administración correísta protagonizó una notable mejora de las condiciones de vida del pueblo ecuatoriano. Duplicó el gasto social, registrándose aumentos significativos de la inversión en sanidad y educación, implementó sólidos programas de bienestar social y aprobó un salario mínimo más elevado. El gobierno de Correa también auditó las finanzas públicas para suspender o reestructurar las deudas ilegítimas, renegoció los contratos petroleros del país y mejoró la recaudación tributaria, que paso de los 5 a los 13 millardos de dólares entre en 2007 y 2017. Al final del mandato de Correa, la pobreza se había reducido el 41,6 por 100 y la desigualdad, medida por el coeficiente de Gini, había caído el 16,7 por 100. Ecuador estaba logrando el tipo de progreso social, que hace obsoletos a los cárteles de la droga.

A partir de 2017 los cárteles, en lugar de enfrentarse con un Estado dotado de infraestructuras e instituciones funcionales, simplemente se encontraron con el vacío neoliberal de Moreno

Los efectos concretos de las políticas de Correa desmienten la versión, propagada por las clases y elites dominantes ecuatorianas, de que sus tácticas «blandas con la delincuencia» son las culpables del actual colapso de la seguridad. Los supuestos expertos de los medios de comunicación a menudo sugieren que si Ecuador conoció una situación pacificada durante el mandato de Correa, ello se debió a que su gobierno había hecho un pacto secreto con los narcos, pero este argumento es fantasioso. Las bandas sólo habrían aceptado un acuerdo de este tipo, si ello les hubiera permitido aumentar su nivel de tráfico de estupefacientes. Sin embargo, incluso la Agencia Antidroga de Estados Unidos celebró «los excelentes resultados obtenidos por la policía antinarcóticos» durante el mandato de Correa, la cual desbarató significativamente el tráfico. Desde que Correa abandonó la presidencia, por el contrario, las exportaciones de droga han aumentado a niveles sin precedentes.

En 2017 la situación empezó a desmoronarse bajo la presidencia de Lenín Moreno. Tras presentarse como candidato prometiendo dar continuidad al proyecto correísta, una vez en el cargo Moreno revirtió la mayoría de las políticas de su predecesor. Bajo la supervisión del FMI, que concedió a Ecuador una línea de crédito en 2019 sometida a la condición de implementar un denominado «programa de reformas destinado a modernizar la economía», se procedió a desmantelar el Estado social, se recortaron los presupuestos públicos y se despidió a miles de personas del sector público. El sector de la seguridad no se libró de los recortes. El sistema penitenciario vio reducido su presupuesto el 30 por 100 y se suprimieron varios ministerios, entre ellos el Ministerio Coordinador de Seguridad y el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.

El Ministerio del Interior, que se hallaba al cargo de la policía, fue disuelto en una fusión ministerial, mientras que la principal agencia de inteligencia fue clausurada y sus actividades traspasadas a un nuevo organismo dirigido por militares retirados. La Casa Blanca aplaudió desde la barrera la «transición protagonizada por Moreno desde el “socialismo del siglo XXI” a una sociedad democrática centrada en la defensa de los derechos básicos y la economía de libre mercado».

El resultado fue catastrófico. La pobreza aumentó casi el 17 por 100 hasta 2019. Una vez que la pandemia golpeó, se produjo un repunte del desempleo y del trabajo informal, junto con el incremento de la delincuencia y del narcotráfico. Las bandas aprovecharon el cierre para consolidar su control sobre el territorio y cultivar lazos con los sectores empobrecidos de la población. Estos problemas internos coincidieron con crecientes problemas externos. Tras el proceso de paz colombiano de 2016, los narcotraficantes colombianos comenzaron a mover su producto a través de la frontera sur colombiana y obtuvieron acceso a los puertos ecuatorianos del Pacífico, convirtiendo al país en un punto de tránsito clave para la droga en ruta hacia Estados Unidos, Europa, Rusia y Oriente Próximo. Por supuesto, sólo podemos especular sobre cómo habría afrontado estas incursiones un gobierno diferente, pero está claro que a partir de 2017 los cárteles, en lugar de enfrentarse con un Estado dotado de infraestructuras e instituciones funcionales, simplemente se encontraron con el vacío neoliberal de Moreno, que ocuparon fácilmente.

El gobierno de Guillermo Lasso, que llegó al poder en 2021, siguió adelante con el mismo programa de austeridad y desregulación supervisado por el FMI. Su administración fue débil, dado que su partido contaba con menos del 10 por 100 de los escaños en la Asamblea Nacional, y se vio salpicada por la corrupción. Sus índices de aprobación no tardaron en alcanzar mínimos históricos, lo cual se tradujo en un déficit de liderazgo y de legitimidad, que limitó la capacidad del Estado para luchar contra los sindicatos del crimen, que empezaron a florecer como nunca antes lo habían hecho. Aun así, el gobierno contó con el apoyo incondicional del presidente Biden, que ignoró las frecuentes cartas de congresistas ecuatorianoS advirtiéndole de la corrupción de Lasso y pidiéndole una investigación del Departamento de Justicia sobre sus activos ocultos en Estados Unidos. Con el tiempo surgieron acusaciones de que Danilo Carrera, cuñado de Lasso y su más estrecho colaborador en sus actividades empresariales, estaba vinculado a la red de narcotráfico de la «mafia albanesa». Poco después, el testigo clave de la investigación fue asesinado y la presidencia de Lasso, plagada de escándalos, empezó a desmoronarse. En mayo de 2023, pocos días antes de su probable destitución por la Asamblea Nacional, convocó nuevas elecciones y se relegó a sí mismo al papel de presidente débil situado en la recta final de su mandato.

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Mientras tanto, la violencia seguía aumentando. Las masacres en las cárceles se convirtieron en algo habitual y la tasa de homicidios ascendió a la asombrosa cifra de 45 por cada 100.000 habitantes, habiéndose multiplicado por ocho desde 2017. Si Daniel Noboa, el empresario de centro-derecha elegido el pasado mes de octubre, es capaz de lograr incluso modestas mejoras en la situación de seguridad, tiene posibilidades de ser reelegido cuando el país vuelva a las urnas el próximo año.

Ecuador, tras haber trazado un rumbo no conformista durante el mandato de Correa, está ahora deseoso de explicitar su acuerdo con la potencia hegemónica

Sus perspectivas políticas dependen de que convenza a los ecuatorianos de que es el hombre adecuado para derrotar a los cárteles. Hasta ahora ha intentado proyectar una imagen de dureza, revocando las leyes de despenalización de Correa. También ha anunciado la construcción de «cárceles de máxima seguridad», contratadas con una empresa israelí, así como de «barcos prisión», que evocan imágenes de Alcatraz o la Isla del Diablo. Pero aparte de ello, poco se sabe sobre los detalles de su plan de seguridad. Su «guerra» contra las bandas será extremadamente costosa y las perspectivas económicas actuales no son favorables para efectuar semejantes desembolsos de recursos públicos. Aunque el presidente se beneficia de los precios relativamente altos del crudo, el principal producto de exportación de Ecuador, está desesperado por conseguir otras fuentes de financiación para su ofensiva. A juzgar por la reciente decisión de aumentar el IVA del 12 al 15 por 100 ello podría significar nuevos intentos de exprimir los recursos de la ciudadanía.

Esta precaria situación hace que el gobierno de Noboa dependa en gran medida de Estados Unidos. Los lazos bilaterales en materia de seguridad ya se habían fortalecido durante los últimos cinco años, especialmente bajo el mandato de Lasso. En octubre de 2023 un acuerdo de cooperación abrió la puerta a la presencia militar estadounidense en Ecuador, que se vería obligado a renunciar a algunos de los principios básicos de su soberanía y a conceder plena inmunidad al personal estadounidense presente en el país. (El Tribunal Constitucional de Ecuador ha dictaminado que, dado que el acuerdo sólo implica la «cooperación» y no una «alianza» formal, no requiere autorización legislativa), postura que encaja en una tendencia más amplia.

Desde el final de la Guerra Fría, Estados Unidos ha utilizado la guerra contra las drogas como herramienta para mantener su posición en el hemisferio occidental y ejercer su influencia sobre el aparato de seguridad de los Estados latinoamericanos. Ecuador, tras haber trazado un rumbo no conformista durante el mandato de Correa, está ahora deseoso de explicitar su acuerdo con la potencia hegemónica. Otro signo de esta reorientación es la creciente asociación en materia de seguridad con Israel, que ha conseguido engatusar a Ecuador, además de a otros Estados del Sur global, para que sea cómplice de su proyecto expansionista. Mientras los palestinos son masacrados por decenas de miles, Noboa balbucea que «no vamos a condenar las acciones de Israel ni vamos a defender la postura adoptada por Brasil y Colombia».

El riesgo es que el presidente Noboa intente ahora calmar la ira pública ante el aumento de la delincuencia con una serie de medidas represivas y reaccionarias, cuyas principales víctimas serán los ecuatorianos de a pie, en particular los jóvenes empobrecidos de las periferias urbanas. En Colombia ya hemos sido testigos de cómo las fuerzas de seguridad sometidas a presión para cumplir determinadas cifras de eficacia pueden a veces estar más preocupadas por el recuento de sus logros, o incluso por el recuento de cadáveres, que por la precisión de los objetivos. La reanudación de la represión de la delincuencia, efectuada en ausencia de un programa social, podría dar lugar a detenciones, encarcelamientos e incluso asesinatos masivos basados en pruebas poco convincentes. Otra amenaza potencial es la aparición, al igual que en la década de 1980, de los escuadrones de la muerte, que a menudo actúan en connivencia con las fuerzas de seguridad. Ecuador se está convirtiendo rápidamente en la nueva línea de frente de la fracasada Guerra contra las Drogas estadounidense. El país puede tardar años o incluso décadas en reconstruir un Estado capaz de garantizar la paz y la seguridad a su población.

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Artículo original: Chaos in Ecuador publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Rafael Correa, «La vía del Ecuador», NLR 77.

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