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Cartografía de la actual turbulencia económica

Una valoración de la vigencia de los análisis económicos de Robert Brenner a cuenta de dos críticas a sus posiciones.
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Un cajero automático del Santander en una conocida calle madrileña. David F. Sabadell
5 nov 2023 06:10

Las reconstrucciones históricas de Robert Brenner de la «larga recesión», The Economics of Global Turbulence (1998/2006)/La economía de la turbulencia global (2009) y The Boom and the Bubble (2004)/La expansión económica y la burbuja bursátil (2003), figuran entre las conceptualizaciones más importantes de la economía global de posguerra. Una versión comprimida y simplificada de su argumento es la siguiente. A principios de la década de 1970 la presión a la baja sobre los precios resultante de la entrada de nuevos actores económicos en determinados subsectores del sector industrial aquejados de sobrecapacidad provocó la caída de la rentabilidad y de la inversión, lo cual incrementó la vulnerabilidad de la economía ante las perturbaciones exógenas, como quedó demostrado por la crisis del petróleo de 1973. El estímulo keynesiano por el lado de la demanda fue incapaz de erradicar ese exceso de capacidad e incluso lo agravó. El posterior giro hacia el neoliberalismo tampoco produjo una recuperación duradera, sino que desembocó en un periodo de austeridad y financiarización.

Este análisis, que anticipó la crisis económica mundial de 2008 y sus consecuencias, ha ido ganando adeptos durante la última década tanto entre los economistas convencionales como entre los heterodoxos. Sin embargo, dos críticas recientes de Seth Ackerman en Jacobin y de Tim Barker en la NLR parecen cuestionar las premisas subyacentes del análisis de Brenner. Ambas señalan la afinidad electiva, si no la conexión lógica, entre las reconstrucciones históricas radicales contenidas en las mencionadas obras de este y su política antirreformista, rechazando las primeras aduciendo la segunda. ¿Hasta qué punto son válidas las afirmaciones de estos autores y hasta qué punto es compatible su concepción del trabajo de Brenner con los textos en cuestión producidos por este?

Ackerman

Cabría esperar que una crítica de Brenner reconstruyera los principales argumentos de su trabajo e indicara sus limitaciones. El artículo de Ackerman no lo hace, situándose en realidad en el ámbito de la polémica. El autor comienza con una introducción a la «teoría de la crisis», haciendo referencia a material interesante sobre la caída de la tasa de beneficio elaborado por Nobuo Okishio, Paul Mattick y Anwar Shaikh, así como a El capital, vol. III. A continuación, se centra en la narrativa histórica de Brenner sobre el periodo posterior a 1973, que en su opinión pertenece a esta tradición marxista más amplia que pone de relieve la centralidad de la crisis para la práctica socialista.

Ackerman defiende que la «larga recesión» es un mito, afirmando que la tasa de beneficio mundial se limitó a sufrir un serio revés durante la década de 1970 para recuperarse totalmente a partir de ese momento

Ackerman escribe que el planteamiento histórico de Brenner está motivado por la necesidad de identificar tendencias irreformables presentes en el capitalismo como, por ejemplo, la caída tendencial de los beneficios, cuya existencia exige la «supresión revolucionaria del modo de producción existente». Esta posición es tachada ulteriormente de dogmática e injustificable o incluso de ilógica desde un punto de vista teórico. Para defender esta postura, Ackerman aduce dos defectos mayores del trabajo de Brenner.

En primer lugar, Ackerman afirma que Brenner se basa en diferentes teorías, mutuamente excluyentes, de la caída de la rentabilidad, las cuales utiliza a modo de solución para solventar las anteriores teorías refutadas de la crisis elaboradas por Mattick et al.: un análisis subsectorial de la competencia en el sector industrial y una teoría de la «compresión salarial», posición que Brenner pretende rechazar pero de la que depende encubiertamente su tesis. En segundo lugar, Ackerman defiende que la «larga recesión» es un mito, afirmando que la tasa de beneficio mundial se limitó a sufrir un serio revés durante la década de 1970 para recuperarse totalmente a partir de ese momento. En la medida en que han surgido dificultades económicas, escribe, se deben simplemente a problemas de coordinación: «Con una división del trabajo dotada de una enorme profundidad, las actividades de millones o miles de millones de personas deben coordinarse minuciosamente y cualquier cosa que interrumpa esta intrincada coordinación desbarata el engranaje de la producción». Consideremos ambas afirmaciones sucesivamente.

Brenner, como reconoce Ackerman, no está siguiendo una línea de razonamiento sobre la caída tendencial de la tasa de beneficio, sino, por el contrario, efectuando afirmaciones sobre la caída de las tasas de beneficio en sectores específicos verificadas en momentos específicos. Por esta razón, obviamente, las críticas de Okishio, Mattick y Shaikh no pueden implicar lógicamente su trabajo. El largo excurso de Ackerman sobre estos pensadores, que ocupa la mayor parte de su artículo, es, por lo tanto, algo superfluo. Sin embargo, y ello reviste mayor importancia, la afirmación de Ackerman de que Brenner se contradice al apoyarse en la teoría de la compresión salarial no está respaldada por nada que Brenner haya escrito al respecto; Ackerman tampoco intenta respaldarla mediante la correspondiente pertinente nota al pie y ni siquiera por una mera cita. ¿De dónde puede haberse sacado Ackerman esta idea? Parece que la mencionada afirmación se deriva de una lectura errónea de un pasaje de la conferencia de Brenner «The Problem of Reformism» (1993) en la cual afirma que tras el inicio de la crisis de rentabilidad «los partidos reformistas en el poder no sólo no defendieron los salarios de los trabajadores ni los niveles de vida frente a los ataques de los empresarios, sino que desencadenaron poderosas campañas de austeridad diseñadas para aumentar la tasa de beneficio, redimensionando a la baja el Estado del bienestar y reduciendo el poder de los sindicatos».

Parecería que Ackerman ha confundido esta descripción no controvertida de la ofensiva de clase protagonizada por el neoliberalismo con la explicación de la causa última de la recesión. Es decir, Ackerman interpreta la descripción efectuada por Brenner de los intentos de los empresarios de restablecer la rentabilidad mediante la austeridad y los ataques contra los salarios como un argumento sobre las razones fundamentales de la crisis. No hace falta estar de acuerdo con Brenner para ver que son cosas distintas. De hecho, para este, la ofensiva de los empresarios no consiguió restablecer la rentabilidad en parte porque no aferró el origen del problema.

¿Qué decir de las afirmaciones de Ackerman, también formuladas por Barker, de que la economía mundial es robusta, que la tasa de beneficios en todo el mundo es comparable a la de la belle époque y que, por lo tanto, todo el fundamento de la hipótesis de Brenner se halla fatalmente viciado? Para evaluar esta crítica es necesario comenzar con una caracterización precisa de The Economics of Global Turbulence y de The Boom and the Bubble. Ambas son obras de historia, no de filosofía. La distinción es importante, dada la tendencia de los críticos a seleccionar ciertos pasajes de ambos libros y traducirlos en principios abstractos que, en su opinión, Brenner sostiene, cuando en realidad su objetivo es trazar el desarrollo del sistema altamente contradictorio del capitalismo global a lo largo del tiempo. El resultado no es una representación idealista de leyes axiomáticas, sino exactamente lo contrario: un análisis de los cambios a gran escala registrados en la economía global posterior a la Segunda Guerra Mundial jalonada por sus numerosos retrocesos y transformaciones.

Si éste es el método general, ¿cuáles son los argumentos históricos centrales? Dicho en pocas palabras, Brenner afirma que las políticas keynesianas implementadas para aliviar los problemas de exceso de capacidad y sobreproducción surgidos de la competencia industrial de posguerra acabaron por agravarlos. Este fracaso, evidente en 1979, provocó un espectacular cambio de rumbo macroeconómico. A principios de la década de 1980, Estados Unidos, a través de la Reserva Federal, intentó provocar una sacudida (a veces denominada «neoliberalismo») subiendo los tipos de interés para inducir una recesión. Sin embargo, esta medida tampoco logró que la economía global recuperase las tasas de crecimiento que la habían caracterizado precedentemente.

Enfrentado a su reelección, Reagan recurrió al gasto masivo con un programa de keynesianismo militar, seguido de un acuerdo con los principales competidores industriales de Estados Unidos para coordinar una devaluación del dólar con el fin de reactivar las exportaciones industriales estadounidenses, lo cual a su vez debilitó la rentabilidad de los sectores industriales de las entonces segunda y tercera economías capitalistas, Japón y Alemania Occidental. En 1995, una década más tarde, las economías capitalistas avanzadas diseñaron e implementaron un giro de 180 grados respecto a esta decisión y apostaron por la revaluación del dólar frente al yen y el marco al tiempo que dieron luz verde al despegue de las finanzas y de los activos financieros denominados en dólares, incluidos los localizados en el sector inmobiliario y los mercados bursátiles, gracias a la imposición de tipos de interés ultrabajos. Durante un tiempo, a lo largo de la década de 1990, pareció materializarse una recuperación, que registró beneficios en el sector industrial comparables con los registrados durante el periodo de expansión verificado después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en los prolegómenos de la década de 2000, primero con la crisis de Asia Oriental de 1997-1998 y finalmente con la implosión de la burbuja de las empresas de la economía digital en 2001, la denominada «nueva economía» se hizo añicos.

En la medida en que se lograron recuperaciones parciales de la rentabilidad, éstas se limitaron a ciertos sectores como el financiero, a expensas de otros como el industria

Aquí es donde se detienen The Boom and the Bubble y la segunda edición de The Economics of Global Turbulence. En el largo ensayo «Lo que es bueno para Goldman Sachs es bueno para Estados Unidos» (2009) publicado como prefacio para la edición española de La economía de la turbulencia global, Brenner demostró que el colapso histórico de la economía mundial en 2008 fue una prolongación precisamente de esos intentos realmente contradictorios de resolver las dificultades de larga data presentes en la economía real, que fueron temporalmente solventados mediante la especulación excesivamente apalancada efectuada en un mercado inmobiliario hipertrofiado. Aunque se originó en Estados Unidos, la crisis fue tan enorme que adquirió un carácter sistémico y requirió de la intervención histórica de los bancos centrales de todo el mundo, prologándose durante más de una década y extendiéndose posiblemente hasta el presente.

Desde de principios de la década de 1970, la pauta de comportamiento fundamental ha sido que en cada uno de los puntos de inflexión analizados por Brenner, los beneficios obtenidos por el sector industrial de una región se han generado a expensas de las exportaciones efectuadas por el sector respectivo en otras economías, mientras el sector financiero tendía a beneficiarse de la revalorización de las divisas registrada en las mismas. No se ha producido, sin embargo, una recuperación global sostenida del sector industrial, siendo el resultado de todo ello la transformación cualitativa de la economía a escala mundial en pro de la financiarización en determinadas zonas y la constatación del confinamiento del dinamismo industrial básicamente a las economías recientemente desarrolladas caracterizadas por los bajos salarios y la disposición de alta tecnología, como demuestra la trayectoria seguida por los denominados en su momento países recientemente industrializados de Asia Oriental (Corea del Sur, Taiwán) y, sobre todo, por la República Popular China.

En otras palabras, en la medida en que se lograron recuperaciones parciales de la rentabilidad, éstas se limitaron a ciertos sectores como el financiero, a expensas de otros como el industrial, siendo además localizadas, así como muy dependientes del valor relativo de las divisas. Así, por ejemplo, en Estados Unidos el sector financiero fue rentable a partir de 1995, pero en condiciones que perjudicaron al sector industrial y gracias a un endeudamiento masivo. Durante un tiempo ocurrió lo contrario en Alemania, pero en su caso las frágiles y cortas recuperaciones económicas tan solo fueron posibles a finales de la década de 1990 por la existencia de un marco alemán devaluado como consecuencia de la reversión del Plaza Accord en 1995 y durante la era de Merkel por la existencia de un euro «alemán» igualmente devaluado al que se añadió la represión salarial, la reubicación de sus centros de producción en los países de Europa oriental y el crecimiento temporalmente alto de los mercados de exportación de China y Brasil. China, por su parte, ha mantenido su dependencia de su sector exportador, lo cual ha garantizado la creación de crédito en Estados Unidos, que ha servido para apuntalar el consumo de este país. Pero, como han documentado Victor Shih y otros autores, China también se ha visto acosada por una especulación muy apalancada en su economía nacional. Así, la caída del crecimiento de los beneficios en el sector industrial detonó un periodo de turbulencia. Cada intento de resolución —ataques a los salarios y austeridad combinados con tipos de interés altos; gasto militar masivo y luego tipos de interés bajos para fomentar sucesivas burbujas financieras; devaluaciones y revaluaciones coordinadas de las monedas— sólo ha tenido un mero efecto temporal, limitándose a preparar el terreno para nuevas rondas de inestabilidad.

¿Es la constatación de la turbulencia registrada en la economía mundial un diagnóstico esotérico, que contradice el consenso académico predominante, como parecen pensar Ackerman y Barker? En absoluto. No sólo entre los libertarianos, como alega Barker, sino también entre sus colegas neokeynesianos, así como entre historiadores y científicos sociales radicales, se acepta la cronología general expuesta por Brenner. En esta última categoría, sus partidarios van desde Philip Armstrong a David Harvey, pasando por Eric Hobsbawm y Giovanni Arrighi (autor de la crítica más exhaustiva de Brenner realizada hasta la fecha). Destacados economistas de la corriente predominante, como Marcel Fratzscher en Alemania y Larry Summers y Barry Eichengreen en Estados Unidos, también han desarrollado teorías del estancamiento concordantes con la periodización de Brenner, identificando problemas estructurales en la economía incluso cuando esta parecía funcionar a pleno rendimiento.

Quizá sea de mayor relieve para la presente discusión la historia del periodo elaborada por Eichengreen, quien lo divide en dos fases distintas: antes y después de 1973, año que marcó el final de la «edad de oro» del crecimiento de posguerra. Eichengreen atribuye este hecho al agotamiento de lo que denomina la «puesta al día» de Alemania Occidental y Japón, que, al ejercer presión sobre el trabajo y el capital, hizo que ambos agentes sociales abandonaran sus acuerdos mutuamente beneficiosos. Lo que ello sugiere, y lo que Brenner afirma claramente, es que la falta de «coordinación» registrada después de 1973, que en opinión de Ackerman es la causa última de la ralentización, fue en realidad provocada por una fuerza subyacente más profunda. Pero mientras que Eichengreen no desarrolla su concepto de «recuperación» más allá de algunas observaciones generales, Brenner remonta su agotamiento a la caída de la tasa de beneficio verificada en el sector industrial de las mayores economías capitalistas.

La objeción potencialmente más seria planteada a Brenner es el cálculo que hace Ackerman de la tasa mundial de beneficio, de la que depende su principal argumento. Esta métrica, no diferenciada por sectores y que presumiblemente incluye a China, se denomina «ratio beneficio-inversión». Al mostrar una escasa caída de los beneficios totales, deja al problema de coordinación de la economía política capitalista como única causa de las graves crisis del último cuarto de siglo. Es un artefacto estadístico interesante, pero dado que no distingue entre las tasas de los sectores industriales y la tasa global en los países en los que se centra Brenner, no es realmente pertinente para su argumento. Tal vez la medida preferida de Ackerman sea superior para entender la tasa de beneficio mundial en abstracto, pero por sí misma no aborda la evidencia acumulada por Brenner, que documenta el agotamiento del dinamismo en el crecimiento de la productividad, la producción, etcétera, en regiones y momentos específicos causado por la persistencia subyacente de la sobreproducción y del exceso de capacidad en el sector industrial. Incluso si se admite que la rentabilidad global, medida como se quiera, se ha recuperado, las transformaciones emprendidas para lograrlo —financiarización, racionalización de la producción, austeridad, desindustrialización— deben registrarse como acontecimientos históricos junto con sus implicaciones políticas y sociales. Esto es precisamente lo que el trabajo de Brenner se propone hacer.

Es concebible que una crítica de Brenner pueda comenzar con la relación beneficio-inversión abstracta, pero ello no autorizaría a desestimar posteriormente todo el trabajo efectuado por Brenner sin considerar primero su detallada historia del periodo. Desafortunadamente, este es exactamente el planteamiento de Ackerman. Para él existe una tasa de beneficio elevada que ha mantenido su continuidad durante todo el periodo de posguerra y a escala de la economía mundial, que se ha visto jalonada únicamente por «fallos de coordinación» atribuibles a la desigual división del trabajo realmente existente. A diferencia de Eichengreen, Ackerman no explica cuándo ni por qué surgen estos problemas, ni tampoco explica por qué, si los mismos se deben simplemente a una mala coordinación, los trabajadores y los capitalistas aún no han negociado una paz duradera para compartir los beneficios que se acumulan implacablemente en todo el sistema y que, bajo una coordinación racionalizada de la división del trabajo, pondrían colocar a la sociedad en el camino en pos de un futuro más brillante. Esta resolución duradera de la lucha de clases era, en cualquier caso, la promesa de la economía mixta en el mundo capitalista avanzado a mediados del siglo pasado. ¿Por qué terminó finalmente este «compromiso de clase»? ¿Y por qué terminó en el momento en que lo hizo? Éstas son las cuestiones históricas que Brenner aborda y Ackerman no.

Barker

Para Barker el hecho de que Brenner se centre en la rentabilidad del sector industrial representa una lectura estrecha y selectiva de la historia, que distorsiona el panorama económico general del periodo. «No está claro –escribe– por qué los beneficios del sector industrial deberían ser especialmente importantes, dado que este representa actualmente tan solo el 11 por 100 del valor añadido de la economía estadounidense». ¿Se trata simplemente de miopía por parte de Brenner? Según el propio Brenner, las dificultades del sector industrial constituyen la causa subyacente que desencadenó la concatenación resumida esquemáticamente hace un momento. Por lo tanto, la atención prestada a la tasa de beneficio del sector industrial no se debe a un prejuicio arbitrario, sino a lo que en su opinión constituye el origen empírico e histórico de la contradictoria evolución registrada desde finales de la década de 1960 en la economía mundial. Una crítica de esta atención primordial prestada al sector industrial por Brenner debería cuestionar, por lo tanto, su explicación de la recesión de principios de la década de 1970 y el posterior fracaso del keynesianismo registrado a finales de la misma. Pero Barker no lo intenta, limitándose a considerar la disminución de la participación del sector industrial en el conjunto de la economía como una prueba de que el sector, como tal, ya no reviste la importancia que revestían precedentemente. Al igual de lo que sucede con la polémica de Ackerman, incluso si uno estuviera de acuerdo con Barker empíricamente en este punto, la posición de Brenner no puede ser tan fácilmente descartada. Brenner demuestra que el giro hacia el predominio del sector financiero es una respuesta a las dificultades de la economía real. Como tal, cualquier crítica seria de su trabajo debe hacer algo más que afirmar que la economía real ya no es un destino tan vital para la inversión, ya que esta es una de las implicaciones del razonamiento de Brenner.

La política se ha convertido en un proceso de redistribución directa (hacia arriba) de la riqueza

Además, Barker se opone al uso efectuado por este del concepto de «capitalismo político» en sus escritos más recientes: la idea de que, en condiciones de estancamiento, «el poder político en bruto, en lugar de la inversión productiva, es el determinante clave de la tasa de rentabilidad» y que el Estado se ha convertido, por lo tanto, en un instrumento indispensable de extracción de excedente. Barker argumenta que, dado que el capitalismo siempre ha dependido de la intervención del Estado, la novedad de este fenómeno es exagerada. Pero no se puede acusar a Brenner de descuidar el papel del Estado en el desarrollo capitalista. En The Economics of Global Turbulence, las actividades de los Estados de Estados Unidos, Alemania Occidental y Japón se abordan prácticamente en todas las secciones. Lo que distingue este periodo anterior de acumulación del actual, argumenta, es el objetivo y la orientación del Estado. Durante el periodo de posguerra, la intervención estatal se organizó en torno al aumento de la competitividad del sector industrial o, en el caso de la potencia hegemónica estadounidense, en torno al fomento de la recuperación del sector industrial en la República Federal Alemana y Japón. Ahora, la esfera política está menos preocupada por aumentar la acumulación o coordinar la producción entre zonas competidoras.

El problema del monetarismo como solución al problema del exceso de capacidad y de producción internacional en el sector industrial era el opuesto al del keynesianismo

Por el contrario, la política se ha convertido en un proceso de redistribución directa (hacia arriba) de la riqueza. El Estado capitalista ya no organiza la producción, es la clase dominante la que se dedica a una práctica anfibia de autonegociación endógena corrupta en el contexto de una falta de dinamismo del conjunto del sistema y de una capacidad debilitada para producir beneficios en la economía real. Por esta razón, el comportamiento de la esfera política sugiere un movimiento hacia un modo de producción novedoso, porque elude la forma específicamente económica de producción destinada al intercambio característica del capitalismo. Bajo este régimen emergente ya no se impone la separación de lo económico, lo social y lo político.

Por lo tanto, la crítica de Barker se basa en un malentendido básico del término «capitalismo político» comprendido en su contexto. Nada en Brenner niega el argumento de Barker sobre el papel del Estado en la creación de las condiciones para la acumulación. El cambio histórico que identifica Brenner atañe en realidad al objetivo de la política y su relación con la economía. Este es su tema y aunque uno pueda estar en desacuerdo con su análisis o con su terminología, una crítica robusta tendría que enfrentarse a su argumento tal y como está concretamente expuesto.

Barker también afirma que el análisis de Brenner sobre el papel de la Reserva Federal en las sucesivas burbujas registradas durante las últimas décadas se contradice con el actual proceso de endurecimiento monetario. Afirma que este último es algo que Brenner teóricamente «debería» apoyar, dada su objeción al régimen de crédito barato que ha caracterizado a la economía mundial desde la década de 1990. Con este análisis, Barker presenta el argumento de Brenner como una crítica unilateral al «dinero fácil». Pero, ¿qué ha escrito realmente Brenner sobre el uso de la política monetaria restrictiva frente a la «laxa»? Un pasaje ejemplar sobre el monetarismo de The Economics of Global Turbulence dice lo siguiente:

Se suponía que una política macroeconómica cada vez más restrictiva restauraría la rentabilidad y, por lo tanto, el dinamismo de la economía, revirtiendo los efectos inerciales de la creación keynesiana de deuda al expulsar del sistema los medios de producción redundantes y de alto coste y reduciendo al mismo tiempo los costes salariales directos e indirectos a través de un mayor desempleo. Sin embargo, al igual que el keynesianismo, el monetarismo, aunque logró parte de lo que se proponía, resultó a la postre en gran medida inadecuado, porque sólo funcionó modificando el nivel de la demanda agregada, cuando el problema fundamental radicaba en el exceso de capacidad y de producción presente en un sector concreto, el industrial, resultante de la mala distribución de los medios de producción entre los distintos sectores económicos. En la medida en que se impusieron serias restricciones a la disponibilidad de crédito, estas tendieron a resultar contraproducentes, ya que las repentinas y bruscas reducciones de la demanda agregada golpearon indistintamente a los sectores con exceso de existencias y a los que carecían de ellas, al tiempo que hicieron caer indistintamente a las empresas que funcionaban bien y a las que funcionaban mal. La reducción de la demanda agregada también causó problemas al dificultar la reasignación de los medios de producción a nuevas líneas productivas. En cierto sentido, el problema del monetarismo como solución al problema del exceso de capacidad y de producción internacional en el sector industrial era el opuesto al del keynesianismo. El keynesianismo, al subvencionar la demanda agregada, ralentizó la salida de las empresas activas en los subsectores industriales sobresaturados, pero creó al mismo tiempo un entorno más favorable para la entrada necesariamente arriesgada y costosa de nuevas empresas en otros nuevos; el monetarismo, al recortar la demanda agregada, forzó la salida más rápida de las empresas de los subsectores industriales sobresaturados, pero creó un entorno menos favorable para la entrada de nuevas empresas en otros nuevos.

De este pasaje se desprende claramente que Brenner considera que las políticas monetarias tanto «laxas» como «restrictivas» son incapaces de resolver las contradicciones fundamentales que impulsan la presión a la baja sobre la rentabilidad del sector industrial. Cada uno de estos remedios, al responder únicamente a una parte del problema y exacerbar la otra, preparó el terreno para una futura contracción. Los tipos de interés bajos siempre fueron desestabilizadores, políticamente y en otros aspectos, dado el nivel histórico de especulación financiera que fomentaban. Como consecuencia de los mismos, el esfuerzo continuo por destruir la riqueza –principalmente la de los pequeños inversores, la de aquellos que no están bien conectados políticamente, etcétera– fortalece la naturaleza «política» del actual régimen de acumulación.

Brenner no aprueba ninguna de las dos dinámicas, ni debería hacerlo. No defiende unos tipos de interés más altos como cuestión de principios, como sostiene Barker, que confunde el análisis histórico con la filosofía moral. Por el contrario, muestra cómo durante las últimas décadas los bajos tipos de interés han sido la palanca para que los ricos ganaran dinero en una economía dotada de pocas oportunidades de inversión rentable. Las contradicciones de ese régimen de acumulación, que se prolongó durante treinta años y se vio sacudido en 2008, experimentando entre 2009 y 2019 un periodo de vida de ultratumba, sentaron las bases de la actual ofensiva coordinada de clase, que Brenner denomina «saqueo pantagruélico».

Brenner sostiene que las reformas estadounidenses más significativas del siglo XX fueron fruto de movimientos sociales militantes, que lucharon respectivamente en diferentes contextos político-económicos

El uso de medios extraeconómicos de expropiación, es decir, la coerción, y la redistribución ascendente de la riqueza son efectivamente ignorados por Barker. Pero las características observables de la economía mundial contemporánea indican que algo semejante está ocurriendo, ya sea en la desposesión de los pequeños propietarios o en la perspectiva de algo así como una moneda digital del banco central (central bank digital currencies). Esta última sugiere la administración directa de los valores de uso, junto con la abolición no sólo del ánimo de lucro en la producción, sino también del propio dinero como medio universal de intercambio y depósito de valor. Como ha escrito Eswar Prasad, estas monedas digitales serían expresamente políticas, ya que podrían programarse de modo que su utilización estuviese condicionada para determinados usos particulares y su empleo únicamente fuera posible en determinadas condiciones sociales. Al sustituir al dinero en efectivo, las monedas digitales del banco central podrían además eliminar el «límite inferior cero» y facilitar así tipos de interés profundamente negativos para permitir la confiscación directa de los depósitos en periodos de emergencia, lo que equivaldría a un «rescate» de los bancos, como ya ocurrió en Chipre hace una década.

Aunque Brenner no discute estas posibilidades, los banqueros y los gobiernos las están aireando abiertamente y merecen una seria consideración por parte de la izquierda. En mi lectura, confirman su narrativa histórica, especialmente la contenida en sus escritos de la última década y media. Demuestran que la contradicción primaria hoy es política y explican por qué, dada la debilidad del capitalismo económicamente hablando, la clase dominante ha logrado consolidar su poder. (Estos comportamientos, sin embargo, no excluyen una crítica de la hipótesis del «capitalismo político» o del concepto más provocador de «tecnofeudalismo». Como han argumentado Ruth Dukes y Wolfgang Streeck, analizando estas afirmaciones desde una perspectiva histórico-jurídica, la expansión de la libertad contractual distingue al mercado laboral contemporáneo de cualquier cosa que pudiera entenderse como feudal o no capitalista).

Reformismo versus reformas

La cuestión de la política es fundamental para evaluar las intervenciones de Ackerman y Barker en otro aspecto importante. Ambos parecen estar motivados, de forma más o menos explícita, por el deseo de conseguir reformas apelando a los políticos y a los responsables de la políticas públicas, electos y no electos. Ackerman rechaza la política revolucionaria que imputa a Brenner, mientras que Barker intenta demostrar que normas como la CHIPS and Science Act (2022) aprobada en Estados Unidos deberían ser bien acogidas por la izquierda. Ambos se oponen al escepticismo de Brenner ante tales esfuerzos cuasi tecnocráticos. Pero el análisis histórico de Brenner de la política estadounidense queda relegado a un segundo plano en su discusión, que se centra en cambio en sus provisionales «Siete tesis sobre la política estadounidense» (coescritas con Dylan Riley) y en su conferencia «The Problem of Reformism» (1993). Si tuviéramos en cuenta este análisis a más largo plazo, ¿cómo caracterizaríamos las opiniones de Brenner sobre la conexión existente entre la política de masas, la economía política y las políticas reformistas implementadas en Estados Unidos?

En su penetrante ensayo sobre las elecciones de medio mandato de 2006, «Estructura versus coyuntura», Brenner sostiene que las reformas estadounidenses más significativas del siglo XX, esto es, las implementadas por Roosevelt y más tarde por Johnson, fueron fruto de movimientos sociales militantes, que lucharon respectivamente en diferentes contextos político-económicos. A contrapelo de las críticas efectuadas por Ackerman (y en menor medida por Barker), Brenner no atribuye estos éxitos a una relación simple y automática entre dichos movimientos y las condiciones económicas imperantes, sino que considera, por el contrario, que sus logros son el resultado de acontecimientos históricos contingentes.

Para Brenner, las reformas de las cruciales del New Deal fueron el resultado de una «explosión de acción directa de masas al margen del ámbito electoral-legislativo»; organizaciones como el United Auto Workers «inicialmente se negaron a apoyar la candidatura del Partido Demócrata y en su convención fundacional de 1936 pidieron la formación de partidos obrero-campesinos independientes». Sin embargo, en el transcurso de la «segunda depresión» y de las derrotas de la segunda mitad de la década de 1930, «los dirigentes del Congress of Industrial Organizations (CIO) reaccionaron a la caída de las luchas de masas concentrándose en la institucionalización de las relaciones existentes entre las organizaciones sindicales y patronales articuladas través de la negociación colectiva y la regulación sancionadas por el Estado», lo cual implicó «un compromiso total con la vía electoral y con el Partido Demócrata». A partir de ese momento, los Demócratas y los dirigentes obreros trabajaron codo con codo y llegaron a «contar con el apoyo de los trabajadores», pero cada vez obtuvieron menos resultados para su base obrera.

Las reformas implementadas a mediados de la década de 1960 en Estados Unidos, incluidas las Voting Rights Act (1965), la Civil Rigths Act (1964), Medicaid y Medicare se lograron bajo una economía política totalmente diferente. Los principales sindicatos ya habían sido contenidos y domesticados por sus dirigentes de clase media. Sin embargo, la militancia del movimiento de liberación negro, principalmente en el norte del país, junto con la creciente presión ejercida por las luchas contra la guerra de Vietnam y el resto de las libradas en el Tercer Mundo, consiguieron forzar una serie de concesiones civiles y legales. (La popularidad de tales reformas las convirtió rápidamente en hegemónicas, mientras Nixon intentó posteriormente dar su propia versión de las mismas).

No fue hasta el inicio de la crisis de la década de 1970, cuando comenzó la contraofensiva patronal, primero de la mano de Jimmy Carter al hilo de la desregulación, que fue seguida poco después de diversas iniciativas lanzadas por el Partido Demócrata para asegurare el respaldo de las grandes corporaciones. Los sindicatos pacificados, que habían abandonado hacía tiempo la lucha por la reforma social, no se opusieron a ello. Aquí Brenner se preocupa de contrastar las trayectorias de la historia estadounidense y europea:

[…] las adaptaciones a la recesión se produjeron en el contexto de distintos equilibrios de fuerzas de clase en el Norte capitalista global, lo cual propició una variación significativa en los resultados político-económicos. A diferencia del descenso de la tasa de sindicación registrada en el sector privado estadounidense, la mayoría de las economías capitalistas avanzadas de Europa Occidental fueron testigos de la tendencia opuesta: el aumento de la densidad sindical no sólo durante las décadas de 1950 y 1960, sino también a lo largo de la de 1970 y, en algunos lugares, de la de 1980.

Después de 1995, tras la apreciación del dólar en un contexto de intensificación de la competencia intercapitalista, la economía estadounidense se definió en gran medida por la financiarización y la deslocalización a expensas del sector industrial. Los trabajadores estadounidenses no estaban en condiciones de resistirse a este proceso, ya que habían perdido sus organizaciones políticas independientes. En 2006 Brenner pensaba que «es probable que los Demócratas aceleren su estrategia electoral de moverse hacia la derecha para asegurarse votos fluctuantes y fomentar la financiación procedente de las grandes corporaciones, mientras confían en que su base electoral ligada a la población afroamericana, obrera y contraria a la guerra les apoyara con independencia de su conducta frente a los Republicanos». (Pelosi, a su debido tiempo, financió la Guerra de Iraq y después de 2008 los Demócratas se distinguieron como el socio más entusiasta en la implementación bipartidista de los rescates de Wall Street). ¿Es esta historia, como sostiene Ackerman, fatalmente dependiente de «teoría de la crisis», excesivamente recelosa de la burocracia sindical y reacia a emprender reformas desde dentro del Estado?

Es evidente que la evaluación de Ackerman no capta los detalles del análisis de Brenner expuesto en «Estructura versus coyuntura», que revela que las reformas pueden conseguirse en condiciones político-económicas radicalmente distintas. La comparación con Europa se ofrece como prueba de que, incluso durante los periodos de crisis, la alta densidad sindical pudo evitar temporalmente la contraofensiva masiva llevada a cabo por el capital durante las décadas de 1970 y 1980. Así pues, las principales distinciones trazadas por Brenner no se refieren únicamente a las registradas entre diferentes coyunturas económicas (auges y recesiones), sino que se inscriben, por el contrario, en la historia de la izquierda en su entorno social concreto, esto es, en sus tácticas, en su composición de clase y en su capacidad para mantener la independencia de partidos como el Partido Demócrata, a medida que la clase responde a tales coyunturas. No se trata en absoluto de un argumento historicista: está claro que ciertas tácticas son más útiles que otras, sea cual fuere el contexto más amplio en el que estas se despliegan; y también está claro que durante las recesiones y depresiones, los trabajadores deben estar más preparados que nunca para la confrontación. Pero con independencia de la situación en la que se encuentren, la movilización de una masa independiente y activa de la clase obrera aumenta la probabilidad de conseguir reformas.

En resumen, el debate suscitado por los recientes escritos de Brenner podría beneficiarse de un juicio histórico más agudo. Existe un parecido superficial entre el régimen de bajos tipos de interés de principios del actual siglo y la edad de oro de la gestión keynesiana de la demanda. Del mismo modo, el reciente giro hacia tipos de interés elevados y el saqueo extraeconómico puede evocar el monetarismo que acompañó a la ofensiva patronal de finales la década de 1970. Pero la relación diacrónica de estos episodios demuestra su especificidad. La economía mixta keynesiana de 1948 se revirtió con la llegada del neoliberalismo en 1979 y fue superada por la era inaugurada por la política económica de la burbuja (bubblenomics) a partir de 1995. El fracaso de esta última puso en marcha el neoliberalismo de emergencia ilustrado por los rescates orquestados por Geithner desde el Departamento del Tesoro estadounidense después de 2008, seguido de un patrón de estabilización que se ha prolongado durante una década. A éste le ha sucedido, a su vez, la actual coyuntura caracterizada por el «capitalismo político», esto es, por el asalto a los niveles de vida del conjunto de la población combinado con un endurecimiento de los aparatos represivos del Estado. Esta perspectiva revela ciertos vínculos causales y determinantes entre los acontecimientos a medida que se desarrollan en el tiempo y por ello puede resultar desalentadora para quienes esperan que las reformas de una época puedan trasplantarse quirúrgicamente a otra, si se eligen las opciones políticas correctas. En última instancia, sin embargo, una política basada en la comprensión clara de estas distintas fases históricas es una guía más útil para el presente.

Sidecar
Artículo original: Mapping Turbulence, publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Robert Brenner, «Estructura versus coyuntura», NLR 43, y Giovanni Arrighi, «La economía social y política de la turbulencia global», NLR 20.

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