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Turquía se encamina hacia tiempos duros. Recep Tayyip Erdoğan ha sido reelegido para un tercer mandato en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales celebradas el pasado 28 de mayo en las que obtuvo el 52 por 100 de los votos, mientras el candidato de la oposición, Kemal Kılıçdaroğlu, se hacía con el 48 por 100 de los sufragios. Aunque las empresas demoscópicas más respetables predijeron que la coalición gobernante nacionalista-islamista perdería la mayoría, lo cierto es que esta ahora cuenta más de 320 escaños de un total de 600, habiendo perdido no obstante 24. Y aunque Kılıçdaroğlu recibió más votos presidenciales que los anteriores contrincantes de Erdoğan, su partido quedó por debajo de las expectativas al obtener el 25 por 100 del voto parlamentario, lo cual se halla significativamente por debajo del 30 por 100 de los sufragios obtenido en las elecciones locales de 2019. La oposición estaba convencida de que el momento de los comicios le favorecería, dado que las elecciones tenía lugar después un periodo de inflación inusualmente alta y de los desastrosos trabajos de asistencia efectuados tras el terremoto del pasado mes de febrero. ¿Por qué se desvanecieron sus esperanzas?
Hay razones institucionales evidentes que explican la resiliencia del erdoganismo. El gobierno lleva años monopolizando los principales medios de comunicación y el poder judicial. Las cárceles rebosan de activistas, periodistas y políticos. La oposición kurda, la única fuerza no derechista realmente organizada del país, ha visto cómo sus alcaldes elegidos democráticamente eran sustituidos por funcionarios nombrados por el Estado, que han consolidado el dominio del gobierno sobre las provincias orientales y sudorientales. Pero esto es sólo la punta del iceberg. La resistencia del régimen no es simplemente el resultado de su autoritarismo; su popularidad es mucho más profunda que eso. Para entenderlo, debemos comprender tres factores principales que la mayoría de los comentaristas y políticos de la oposición se niegan a reconocer.
Turquía carece en realidad de la base material para cambiar el equilibrio mundial de fuerzas. Sin embargo, los partidarios de Erdoğan lo presentan como un poderoso hacedor de reyes
El primero es económico. Además de utilizar planes de bienestar para generar confianza entre los sectores más pobres de la población, el gobierno de Erdoğan integró herramientas capitalistas de Estado en su programa neoliberal. Esta combinación ha mantenido a Turquía en una senda de desarrollo poco convencional pero, en cierto modo, sostenible. El régimen movilizó sus fondos soberanos, la sustitución de importaciones e introdujo incentivos selectivos para determinados sectores como la seguridad y la defensa. También bajó los tipos de interés e impulsó la producción en sectores de baja tecnología como la construcción. Estas medidas, aunque sembraron la desconfianza entre los economistas ortodoxos y las clases profesionales, fortalecieron el control del AKP sobre las pequeñas y medianas empresas y los capitalistas dependientes del Estado, lo cual incluía a sus trabajadores.
El segundo factor es geopolítico. La política exterior del gobierno, que pretende establecer a Turquía como una gran potencia independiente capaz de mediar entre Oriente y Occidente, complementa su nacionalismo económico. Por supuesto, Turquía carece en realidad de la base material para cambiar el equilibrio mundial de fuerzas. Sin embargo, los partidarios de Erdoğan lo presentan como un poderoso hacedor de reyes y los ideólogos más delirantes lo consideran como el profeta de un imperio islámico venidero, lo cual ha contribuido a mantener su aura y a fortalecer su legitimidad, especialmente entre la base derechista del AKP.
El tercer pilar de la fuerza del régimen es sociopolítico: su capacidad de organización de masas. El AKP tiene sólidas secciones locales y engloba una gran cantidad de asociaciones cívicas: organizaciones benéficas, sindicatos profesionales, clubes juveniles, sindicatos. También se beneficia de su alianza con el ultraderechista Partido de Acción Nacionalista (MHP), cuya rama paramilitar, los Corazones Idealistas, cuenta con puntos de apoyo en el ejército, entre los profesionales de la enseñanza superior y en los barrios suníes de clase trabajadora. Estos grupos dan a las clases populares una sensación de poder, de estabilidad, de fuerza y, a menudo, de ventajas materiales, incluso en tiempos de penuria económica. Sólo tienen parangón en las organizaciones de masas kurdas (reforzadas por sus aliados socialistas en las regiones no kurdas). Sin embargo, la prevalencia del sentimiento antikurdo ha impedido hasta ahora la formación de un bloque contrahegemónico, que incluya tanto a turcos como a kurdos.
Durante más de un año la campaña electoral turca ha puesto de relieve, e incluso exacerbado, los problemas más acuciantes a los que se enfrenta el país. La oposición mayoritaria está formada por partidos laicos y de centro-derecha, conocidos comúnmente como la Mesa de los Seis. Conjuntamente, están liderados por el Partido Republicano del Pueblo (CHP) de Kılıçdaroğlu: el partido fundador de la República Turca. Aunque el CHP se escoró a la izquierda durante la década de 1960, desde mediados de la de 1990 se ha inclinado a la derecha tanto en su política económica como en su postura sobre la cuestión kurda. El segundo mayor partido de la coalición es İyip, una rama laica del MHP, que se enorgullece de ser igual de nacionalista pero se resiste a utilizar la violencia política del mismo modo. Dos de los partidos más pequeños de la coalición son escisiones del AKP, lideradas respectivamente por el exviceprimer ministro Ali Babacan y el exprimer ministro Ahmet Davutoğlu. A pesar de sus minúsculas bases de votantes, han tenido una influencia significativa en la agenda de la oposición.
Durante la campaña electoral, la Mesa de los Seis se negó a debatir el impacto social y ecológico de las reformas turcas de libre mercado implementadas durante los últimos cuarenta años; ignoró los costes de la dependencia de las potencias occidentales (que apenas ha cambiado con la mayor proximidad de Erdoğan a Rusia); y guardó un silencio prácticamente total sobre la cuestión kurda. Dado que pasó por alto cada una de estas cuestiones candentes, prometió en su lugar protagonizar una gran «restauración», que supuestamente curaría todos los males de Turquía. Las partes más explícitas de este programa se referían a la vuelta al Estado de derecho y postulaban la renovación de las instituciones estatales mediante la contratación de administradores competentes, que deberían sustituir a los «hombres aquiescentes» de Erdoğan.
Sin embargo, el objetivo implícito de la oposición era volver a la estrategia de desarrollo del país anterior a 2010 y restablecer una buenas relaciones con Occidente. El modelo económico de la década de 2000, ideado por Babacan cuando era una figura destacada del AKP, se basó en una rápida sucesión de privatizaciones, en la entrada de flujos de capital extranjero y en el crecimiento de la deuda pública. Aunque Kılıçdaroğlu salpicaba sus discursos con vagas promesas de redistribución, este era el núcleo de su oferta doméstica.
Sus propuestas de política exterior eran igual de débiles. La Mesa de los Seis adoptó una línea ampliamente prooccidental y antirrusa, que equivalía en la práctica a un respaldo a la hegemonía estadounidense sobre Oriente Próximo. Al mismo tiempo, desatendió las cuestiones regionales más urgentes, como las incursiones de Turquía en Iraq y Siria. Cuando se le preguntó por estas cuestiones, Kılıçdaroğlu afirmó que instituciones estatales como el ejército eran totalmente independientes, por lo que no podía hacer promesas en su nombre. La coalición nacionalista-islamista, por el contrario, apeló a los sentimientos antioccidentales y prometió proyectar la influencia turca en el escenario mundial. Su campaña se basó en cultivar las ilusiones nacionales de un renacimiento otomano.
Los kurdos fueron excluidos de la Mesa de los Seis desde el principio, aunque era obvio que Kılıçdaroğlu no podría ganar sin sus votos
La oposición esperaba que la elevada inflación y la mala gestión del Estado, incluido la efectuada tras el terremoto, destruyeran la credibilidad del gobierno. Pero al final, la frustración por estos problemas no bastó para derrocar al gobierno en funciones. Para ello se necesitaba una visión alternativa sustantiva, popular y concreta. La Mesa de los Seis no la tenía. Su programa, cojo y poco estimulante, selló su destino.
Otra espina clavada en el costado de la oposición fue el movimiento kurdo. Los kurdos fueron excluidos de la Mesa de los Seis desde el principio, aunque era obvio que Kılıçdaroğlu no podría ganar sin sus votos. Aunque el CHP y sus aliados apoyaban las incursiones militares de Erdoğan en Siria e Iraq, la mayoría de los kurdos seguían considerándolas un mal menor. De ahí que el partido kurdo YSP y sus aliados socialistas declararan su apoyo a Kılıçdaroğlu unas semanas antes de las elecciones. Sin embargo, las negociaciones con los kurdos crearon fracturas dentro de la oposición. (La líder de İyip, Meral Akşener, abandonó la Mesa de los Seis poco antes del anuncio del PSY para volver al redil unos días después). Cuando se anunciaron los resultados de la primera vuelta, con Erdoğan a la cabeza de la votación presidencial por un margen del 5 por 100, muchos comentaristas señalaron que los intentos de Kılıçdaroğlu de cortejar a los kurdos le habían costado el electorado nacionalista. De hecho, los datos sugerían que un gran número de votantes de İyip habían apoyado a su partido en las elecciones parlamentarias, pero se habían negado a respaldar a Kılıçdaroğlu para presidente.
En respuesta a ello, la oposición viró hacia la extrema derecha durante el intervalo de las dos semanas que mediaron entre la primera vuelta y la segunda, con la esperanza de atraer a los votantes antisirios y antikurdos y, de alguna manera, mantener a los kurdos de su lado. Esta estrategia se basaba en captar el 5 por 100 que había ido a parar al candidato antiinmigración partidario de la línea dura Sinan Oğan, antiguo miembro del MHP y único otro aspirante a la presidencia en la primera vuelta. Incapaz de conseguir el apoyo del propio Oğan, Kılıçdaroğlu firmó un pacto con su partidario más destacado, Ümit Özdağ, que prometía deportar a todos los inmigrantes no deseados –Kılıçdaroğlu cifró su número en 10 millones– y mantener las políticas antikurdas de Erdoğan. Los liberales afirmaron que se trataba de una táctica electoral más que de un compromiso genuino; en cualquier caso, no dio los resultados esperados. Sólo la mitad del voto de extrema derecha fue a parar a Kılıçdaroğlu en la segunda vuelta, mientras que su acercamiento al ultranacionalismo pareció desmovilizar a los kurdos, ya que la participación cayó en las provincias del este y el sureste.
Ahora, tras su derrota, la oposición mayoritaria se encuentra atrapada entre un liberalismo que ya no es sostenible y un nacionalismo que no puede controlar. El primero se basa en una serie de perspectivas ilusorias: la adhesión de Turquía a la UE, una Pax Americana para Oriente Próximo y un modelo económico nacional, que depende del crédito barato. La década más próspera de Turquía, la de 2000, se basó en el dinero caliente occidental y en los altos niveles de deuda pública y privada existentes durante ese periodo. Este modelo se hizo insostenible, cuando los flujos monetarios mundiales se ralentizaron considerablemente tras las subidas de los tipos de interés en Occidente. El giro nacionalista del AKP en la década de 2010 fue una respuesta a estos cambios. Sus industrias bélicas y sus políticas de sustitución de importaciones proporcionaron la base material para sus invectivas públicas contra Occidente, por un lado, y contra los kurdos, por otro. Sin una base material similar, el nacionalismo de la oposición mayoritaria suena hueco. Antes de la segunda vuelta, la coalición dirigida por Kılıçdaroğlu se dio cuenta de que era incapaz de igualar la retórica antikurda del gobierno y, en su lugar, intentó capitalizar el sentimiento antisirio. Sin embargo, sin las credenciales nacionalistas del régimen, esta táctica nunca iba a tener éxito. Su único efecto fue naturalizar aún más el sentimiento de extrema derecha y fortalecer los cimientos ideológicos del erdoganismo.
La cuestión para Turquía es si hay alguna esperanza de construir una alternativa no liberal y no nacionalista, orientada hacia el futuro y no hacia el pasado. Durante su tercer mandato, el nacionalismo económico orientado a la exportación de Erdoğan dependerá de la intensificación de la explotación de la mano de obra barata. En teoría, esto crea la oportunidad de organizar a las clases subalternas que han sido ignoradas durante mucho tiempo por la totalidad de los principales partidos turcos. En lugar de imitar la política excluyente del gobierno, las fuerzas contrarias a Erdoğan podrían esforzarse por integrar tanto a los trabajadores como a los kurdos en su coalición. La oposición, una vez que ha entendido que no puede flanquear al gobierno en materia de nacionalismo, podría tratar de llevar al movimiento kurdo al ámbito de la política «aceptable». Hasta ahora, han confiado demasiado en las clases medias, los burócratas y los «expertos» en su lucha contra el populismo autoritario de Erdoğan. La histórica derrota de 2023 indica que cualquier oposición viable tendrá que construir una base más amplia.
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Es evidente que la oposición ha fracasado por no existir. Han intentado imitar a Erdogan y sus políticas neoliberales, islamistas y nacionalistas para ganarse el apoyo de sus bases. Eso y además el ponerse de lado de Erdogan en sus ocupaciones militares y opresión sobre los kurdos, es detestable.
Ahora mismo la única alternativa está entre los jóvenes turcos y la población kurda organizada en el confederalismo democrático.