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Sierra Leona
Sierra Leona, 15 años después de los niños diamante
Tres lustros después de la firma de la paz, excombatientes hablan de lo que esperan para el futuro de su país, a las puertas de unas nuevas elecciones democráticas.
A Ibrahim Kabou lo secuestraron los rebeldes del Frente Revolucionario Unido (FRU) en 1996, cuando sólo tenía cuatro años. Nació en Kono, al norte de Sierra Leona, durante la guerra civil que asoló al país africano desde 1991 hasta el 2002, uno de los conflictos más cruentos del último tercio del siglo XX. Aunque apenas contaba con tres años, Ibrahim lo recuerda con nitidez. “Aquel día me alejaron de mi familia. Cuando llegaron me dijeron: a tu padre, a tu hermana o a ti, a uno de los tres tenemos que matar”, cuenta. Al final no lo hicieron. Su padre escapó y a su hermana también decidieron llevársela. “Era muy guapa, adolescente, por eso les gustaba”, afirma.
“Olvida a tu familia, te vamos a convertir en niño soldado”, le dijeron. Y lo hicieron. Aunque, matiza, él nunca disparó. “Los primeros días empezaron a ponerme inyecciones. Aquí en la mano, en el brazo y también aquí, debajo del ojo. Era droga”, explica mientras se señala las marcas, visibles aún hoy. “A mí me pusieron en la retaguardia casi siempre, transportado armas”, prosigue. “Durante la guerra perdí a mi hermano mayor. Pero a amigos no, amigos no tenía. Casi no me había dado tiempo a hacerlos antes de irme con los rebeldes”.
Ibrahim solo fue uno más, uno de los 7.000 niños soldado que fueron desmovilizados después de la guerra, según los datos de Unicef. También lo fue Sandu Sesay, que hoy roza la treintena. Pero los recuerdos de Sandu son más crudos si cabe. “Claro que disparé. No sé cuántas veces entré en combate, pero muchas. Sí, muchas”, masculla. Vive en Waterloo, una población cercana a Freetown, la capital. Allí pudo acogerse a un programa de Cruz Roja tras la firma de la paz en enero del 2002 y allí sigue hoy, aprendiendo y ejerciendo el oficio de sastre.
También lo hace Martha Conteh, de 29 años. A las niñas como ella les esperaba otro destino con los rebeldes. Martha lo cuenta en voz baja, sentada en un banco de madera resquebrajado, dentro de una cabaña de barro donde tres mujeres cocinan arroz en una gran cazuela. “Yo vivía en un pueblo. Cuando llegaron aquellos hombres intenté huir con mi familia, pero consiguieron capturarme. Me convirtieron en su esclava sexual durante seis meses. Conseguí escaparme y vine a Cruz Roja”, recuerda. Hoy vive feliz con su marido y sus dos hijas, aunque algunas de sus compañeras, también secuestradas, no tuvieron tanta suerte. “La sociedad nos repudió durante mucho tiempo, y ellas han tenido que vivir de la prostitución. Viven vendiendo sus cuerpos a hombres que las tratan muy mal”, lamenta.
Ibrahim, cuando acabó la guerra, pudo volver con su familia. Su hermana también pero, en el 2003, su padre, que había sobrevivido a los duros años de guerra, murió. Y las cosas volvieron a ponerse difíciles. “Mi madre no podía mantenernos a mí a mis dos hermanas y, a los pocos meses, yo opté por irme de casa”, cuenta. Se fue a vivir a Freetown, a dormir en las calles y a vagar por las rincones de los slums. “Para entones yo ya era adicto al alcohol y a la marihuana. Me ocurrió durante los años en los que estuve con los rebeldes”, recuerda.
Una herida que aún supura en la capital
La guerra civil sierraleonesa fue cruda en las provincias y no llegó a Freetown hasta 1997. Daniel F. Kargbo, de 62 años, y su hijo Yusifh de 27 años, descansan hoy en el patio de su vivienda. Algunas prendas lucen desordenadas en varias cuerdas que hacen de tenderos y, en el interior de la casa, hay fotos de Yusifh y de sus hermanos. Daniel enseña con orgullo una medalla. “Me la dieron en 2009. ¡El presidente en persona! Fue por los tiempos en los que participé en la guerra. Yo no fui a las provincias, combatí aquí, en Freetown”, afirma. Pero a sus 62 años (la esperanza de vida en Sierra Leona es de apenas cincuenta) le cuesta recordar. Su hijo, testigo directo de las atrocidades, conserva la memoria mucho más fresca.“Fue horrible. Los rebeldes cortaban dedos y manos. Ponían a los hombres en fila y decían: ¿qué prefieres, a la altura de la muñeca o del codo?”, describe Yusifh. “Los niños venían armados y robaban todo lo que podían. A algunas mujeres las violaban”, rememora. Cuando acabó el conflicto, prosigue, llegaron años de pobreza absoluta. Y las calles de Freetown se llenaron de niños, de huérfanos sin hogar, de víctimas, directas e indirectas, de una guerra cruel que todavía dejaría un rastro de miseria.
Ibrahim lo sabe. Lo vivió. “En la calle encontré a muchos niños en la misma situación que yo”, sostiene. Él se unió a un grupo e intensificó su consumo de drogas, de alcohol y de diazepam. También comenzó a robar para ganarse la vida. “Vivíamos en la calle, íbamos con prostitutas y montábamos fiesta a diario. No sabíamos hacer otra cosa. Algunos no habían ido al colegio nunca. Nos hacíamos llamar como jugadores famosos de fútbol, y yo era Ibrahimovic”. Así transcurrieron seis años en los que pasó hasta en tres ocasiones por Pademba Prision, la cárcel central de Freetown. “Vamos a olvidar esa etapa. Allí hay que sobrevivir. Hay violaciones, peleas, enfermedades… Recuerdo que vendía hasta la comida que me daban para conseguir marihuana o alcohol”, dice con el semblante serio.
“Algunas veces atracábamos a punta de pistola. Otras, simplemente, íbamos por la noche a las zonas ricas de la ciudad, tirábamos de los bolsos y nos íbamos corriendo”, continua. Y lo cierto es que, aunque resulte imposible calcular con exactitud cuántos niños viven en la actualidad por las calles de Freetown, este problema sigue siendo una lacra a la que el gobierno sierraleonés no ha sabido ponerle freno. La epidemia del virus del ébola del 2014, que se cobró en este país africano alrededor de 4.000 vidas según la Organización Mundial de la Salud, acentuó esta situación y hoy los pequeños se cuentan por miles. “Tarde o temprano te das cuenta de que no quieres esa vida, aunque para muchos ya es demasiado tarde”, zanja Ibrahim.
“Gracias a Dios todo terminó hace mucho tiempo”, afirma Santagie Karbo, otro excombatiente de 47 años. Su cara es hosca, veterana, arrugada y de una tez negra como desgastada por los años. Hoy viste el uniforme de la Policía Oficial de Freetown, como muchos de los soldados, explica, que combatieron en la guerra en el bando gubernamental y que encontraron en este cuerpo una salida digna. “Pero, entre todos, estamos haciendo que el país olvide esa etapa y que el presente sea cada vez mejor”, manifiesta.
Metales y futuro
En 1999, en pleno conflicto, las exportaciones de Sierra Leona tocaron fondo. El país sólo vendió al exterior productos por valor de 5.6 millones de euros, un 0.61% del PIB, según muestra la web especializada datosmacro.com. El FRU se apoderó durante la guerra de las minas de diamantes, una de las principales fuentes de riqueza de la nación africana, y hasta el adiós definitivo a las armas en el 2002 no se atisbaron en el país signos de recuperación económica. La cifra fue creciendo poco a poco hasta alcanzar su techo en el 2013, con 1.443 millones de euros, un 39% del PIB. Pero el terrible brote de ébola acabó con esta inercia tan solo unos meses después. El gobierno cerró las minas y muchos de los aliados comerciales retiraron su capital de Sierra Leona. El saldo: el guarismo descendió hasta los 461 millones en 2015, casi mil menos que solo dos años antes.La nación todavía lucha por recuperarse. Los minerales siguen siendo su principal fuente de ingreso. En el 2015, los diamantes representaron el 22% de las exportaciones, y le siguieron el hierro (21%), el titanio (18%) y el aluminio (9%). Pero, ante la desconfianza general, el gobierno se ha visto obligado a buscar otros socios comerciales. Y China, que desembarcó económicamente en el país africano en el 2002, ha ocupado este lugar. Lo ha hecho a lo grande. Sobre todo desde que se puso fin a la epidemia de ébola. Las exportaciones de Sierra Leona al gigante asiático aumentaron en 2016 un 44.8% respecto al 2015, según indicó el consejero económico chino en Sierra Leona el pasado mes de abril, y alcanzaron un valor total de 239 millones de dólares. Aunque varias organismos y ONGs han denunciado problemas derivados de este aterrizaje, como la proliferación de la prostitución, sobre todo entre huérfanas y menores de edad, y el tráfico de niños para trabajar en condiciones de semi esclavitud.
“Yo creo que hemos pasado página. Debemos olvidarnos de la guerra y respetarnos más entre nosotros. A ver si así podemos centrarnos en nuestro futuro”, dice Ibrahim, que celebra que lleva desde febrero sin tomar drogas o alcohol. “Es el periodo más largo sin consumir nada desde que me fui con los rebeldes, hace casi 20 años. Siento que las drogas están en mí, pero lucho para que no sea así”, afirma. Ibrahim ha vivido los últimos meses en Don Bosco Fambul, la casa de Misiones Salesianas. Ahora quiere aprender un oficio, valerse por sí mismo. Como hace Martha Conteh, la sastre de Waterloo. “La situación del país no es fácil. El desarrollo va muy lento y creo que 15 años son pocos para que se haya olvidado todo. Sin dinero, con tanta pobreza… el futuro lo veo algo difícil”, opina ella.
Ahora Sierra Leona se prepara para unas nuevas elecciones, que tendrán lugar, previsiblemente, a principios de 2018. Previsiblemente porque el presidente actual, Ernest Bai Koroma, que a finales de este año habrá finalizado su segundo y último mandato (la constitución sierraleonesa los limita a dos) ha proclamado su deseo de modificar las leyes para volver a presentarse como candidato de su partido, el All People Congress (APC), ya que, en su opinión, no pudo realizar las políticas que deseaba debido a la epidemia de ébola. “Las promesas del APC y de su principal competidor, el SLPP (Sierra Leone People's Party) se están centrando en lo mismo de siempre; en llevar agua potable y electricidad a muchos más lugares del país, que es lo que hace falta”, dice Michael K. Jamiru, periodista del medio Independent Radio Network (IRN).
Sierra Leona lucha por olvidar la guerra y las devastadoras consecuencias del ébola y avanzar, por ponerse a la cabeza del desarrollo de las naciones africanas. Sus hombres y mujeres quieren dejar de lado los horrores vividos. Algunos de los niños soldado no fueron capaces y hoy trabajan como mercenarios en las guerras de Libia o Iraq, como denunció la académica danesa Maya Mynster Christensen, del Instituto Danés contra la Tortura, en unas declaraciones que recogió Europa Press en abril del 2016 y que desarrollaron diversos medios. A los casi 7.000 que se quedaron también les cuesta borrar esos tiempos de su memoria. “Los más pequeños no lo saben porque no lo vieron, pero para los que vivimos aquellos horrores, siempre estará en nuestros corazones”, concluye Yusifh junto a Daniel, su padre, que asiente despistado mientras vuelve a enseñar con orgullo, una vez más, su preciada medalla de guerra.
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