Opinión
Pensamiento de Estado y tecnología: la migración como espejo

Las tecnologías de control y vigilancia aplicadas sobre los migrantes son campos de prueba para su posterior extensión al conjunto de la sociedad
camara cie valencia
Gonzalo Sánchez Cámara de vigilancia y concertina situadas junto a la puerta del CIE de Zapadores, en València
9 oct 2025 06:00

Las tecnologías no son neutrales ni asépticas, tampoco simples herramientas emanadas de un supuesto progreso humano lineal. En realidad, reflejan los proyectos, aspiraciones e intereses de quienes las conciben, financian y aplican. Su desarrollo requiere, por lo general, ingentes masas de capital, lo que coloca en manos de oligarquías, conglomerados económicos y, en última instancia, de los Estados la capacidad efectiva para llevarlas a cabo. Si en el caso de las élites económicas el objetivo resulta evidente —acumular poder y riqueza—, no lo es menos en el caso del Estado, que, lejos de ser un ente emanado de la soberanía popular, responde a parámetros muy similares.

Así, tanto por el nivel de inversión exigido como por la naturaleza de los actores que las impulsan, es claro que toda tecnología nace con el propósito mínimo de satisfacer el interés de su promotor. De ahí que el altruismo rara vez tenga cabida en este ámbito.

En su reciente obra El laboratorio palestino(Capitán Swing, 2024), Antony Loewenstein muestra de forma explícita cómo Israel utiliza los territorios palestinos como un auténtico campo de pruebas para experimentar con tecnologías de espionaje y defensa que después exporta a escala global. Se trata de un conglomerado que articula intereses securitarios, económicos y de acumulación de poder. Esa lógica no se queda en la esfera militar: alcanza nuestros bolsillos y nuestra vida cotidiana. Herramientas aparentemente inocuas como el sistema de cifrado de WhatsApp o el propio USB tienen sus raíces en el ejército israelí, lo que conecta de manera velada la ocupación y la violencia contra Palestina con prácticas ordinarias de nuestro estilo de vida. No es un caso aislado: la propia red de internet fue diseñada originalmente por el ejército de Estados Unidos. Nada de esto es casual.

La relación entre tecnología, opresión e imperio es antigua. Sin esa lógica, el sistema capitalista no habría logrado expandirse de forma global, integrando los territorios del planeta en una división internacional del trabajo jerárquica y desigual. Los ferrocarriles coloniales en América Latina o la India y los actuales drones utilizados por los ejércitos responden a una misma línea temporal de dominación tecnológica.

Concebir al migrante como un ser exógeno legitima, a ojos de la población, que se le someta a un régimen especial de tecnocontrol

Comprender esta continuidad resulta clave para tejer nuevas alianzas ecosociales frente al control creciente que las tecnologías contemporáneas facilitan. No se trata únicamente de identificar dispositivos concretos ni de oponerse a ellos de manera aislada, sino de cuestionar los marcos mentales que limitan nuestra mirada y nos impiden ver que la opresión de ciertas minorías es, en última instancia, la opresión de todos.

Un aliado ideológico decisivo de Estados y capitales en esta empresa es el nacionalismo. Esa idea que nos lleva a percibir el mundo a través de las fronteras del Estado-nación, y que de inmediato sitúa al “otro”, al extranjero, como diferente o incluso como intruso, funciona como elemento legitimador para testar, controlar y disciplinar poblaciones.

El marco nacionalista se incrusta con fuerza en nuestras mentes a través de múltiples agentes de socialización —la escuela, quizá, el más influyente—, hasta el punto de que incorporamos lo que Sayad llamó “pensamiento de Estado”. Es decir, la naturalización de categorías funcionales a la reproducción del propio Estado como si fueran nuestras. Gracias a este pensamiento, aceptamos que el migrante pueda ser percibido como invasor o, en el mejor de los casos, como alguien obligado a justificar su utilidad social para poder residir en el territorio nacional.

Concebir al migrante como un ser exógeno legitima, a ojos de la población, que se le someta a un régimen especial de tecnocontrol. Pensemos en lo siguiente: si a los nacionales se les colocaran radares para vigilar todos sus desplazamientos, si se les exigiera demostrar constantemente que tienen un empleo o que no han infringido la ley para conservar el derecho a residir en su propio territorio, la indignación sería general. Sin embargo, cuando esas mismas prácticas se aplican a los migrantes, todo parece tolerarse. Adoptamos el marco mental del Estado como si fuera nuestro y asumimos que esas personas deben justificarse ante “nosotros”, los nacionales, para demostrar que sirven a nuestros intereses.

El avasallamiento de las migraciones constituye la primera piedra en la construcción de un régimen de sumisión generalizada. Por eso, su lucha debe ser también la nuestra

La realidad, sin embargo, es otra. Los mensajes racistas y xenófobos que circulan en el espacio público agitan emociones, pero carecen de respaldo en la investigación empírica. Nadie viene a “robar” empleos ni a delinquir. Esa sospecha difusa, mantenida en el aire, cumple la función de legitimar mecanismos de control sobre cuerpos específicos.

Solo si comprendemos que es el Estado el que, en última instancia, busca decidir quién entra y con qué propósito en el territorio bajo su control, y que este hecho no afecta realmente a nuestra vida cotidiana, podremos empezar a romper con el pensamiento de Estado. Hacerlo —lo reconocía el propio Sayad— no es sencillo. Pero de lograrlo, entenderíamos que la migración cumple una función espejo: pone en evidencia el carácter profundamente autoritario y discriminador que guía la acción de los Estados.

Las tecnologías de control y vigilancia aplicadas sobre los migrantes son campos de prueba para su posterior extensión al conjunto de la sociedad. La opresión de quienes llegan, su proletarización forzada y el control orwelliano que pesa sobre cada uno de sus movimientos sirven para ensayar la viabilidad de dispositivos de gobierno que, tarde o temprano, se aplicarán también al resto de la población.

Conviene, pues, entender que el avasallamiento de las migraciones constituye la primera piedra en la construcción de un régimen de sumisión generalizada. Por eso, su lucha debe ser también la nuestra. Nacionalismo y pensamiento de Estado no son más que legitimadores de un tecnocontrol que, tras imponerse sobre las minorías, terminará afectando al conjunto de la sociedad.

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